Es director para veeduría de defensa en la Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos y es experto en seguridad y paz en Colombia.
Toma a decenas de miles de soldados retirados del ejército con experiencia en tácticas y habilidades letales, a menudo proporcionada por instructores estadounidenses. Dales pensiones míseras y poco que hacer en una economía devastada por la pandemia de COVID-19. Y permíteles —incluso motívalos— a vender sus habilidades en un mercado globalizado cada vez mayor para contratistas de seguridad y mercenarios.
El resultado es un negocio arriesgado con consecuencias posiblemente desastrosas. Eso fue lo que sucedió el 7 de julio en Haití cuando el presidente Jovenel Moïse fue asesinado en su residencia y las autoridades haitianas implicaron a 26 mercenarios colombianos, la mayoría con trayectoria militar, en el complot criminal. Dieciocho de ellos fueron detenidos, tres fueron asesinados y, según afirman las autoridades haitianas, cinco escaparon. Algunos de los familiares de los detenidos dijeron que los colombianos fueron reclutados por una empresa con sede en Miami para brindar protección en una misión no especificada. Para hacer la situación aún más turbia, el presidente de Colombia, Iván Duque, declaró en una entrevista con una estación de radio de su país que, a excepción de un grupo medular, la mayoría de los hombres no sabían que habían sido contratados para llevar a cabo un operativo delictivo.
Los sospechosos colombianos tienen cuarenta y tantos años. Tras una década o dos de servicio militar, los veteranos se retiraron de las fuerzas armadas de Colombia entre 2018 y 2020. Siete de ellos fueron entrenados por instructores de Estados Unidos. Eso los hace parte de un cuerpo de seguridad colombiano conformado por más de 107.000 miembros que recibieron entrenamiento estadounidense de 2000 a 2018. En el año 2000, entró en vigor el Plan Colombia, una iniciativa multimillonaria de Estados Unidos cuyo objetivo era estabilizar al país y combatir sus conflictos entrelazados del tráfico de drogas y de las guerrillas. Después de eso, pasaron otros 16 años para que Colombia y la organización insurgente más grande de la nación, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, firmaran un acuerdo de paz.
El ejército de Colombia sigue siendo el segundo más grande de América Latina y casi 10.600 soldados se retiran cada año. Muchos tienen dificultades para encontrar trabajo en un país donde casi el 43 por ciento de la población vive en situación de pobreza. Con pocas opciones viables, los miembros retirados de las fuerzas militares han terminado como personal de seguridad para traficantes de drogas o incluso para unidades paramilitares ilegales. Si bien la mayoría de los mercenarios que trabajan en el extranjero son contratados de manera legal como guardias de seguridad para empresas y gobiernos, algunos han sido acusados de trabajar con cárteles de la droga mexicanos como el de Jalisco y los Zetas.
Los dirigentes colombianos deben atender la falta de oportunidades que ha tentado a algunos veteranos a aceptar trabajos ilícitos o a abandonar el país para convertirse en mercenarios. Colombia necesita una versión de la Ley de ayuda a veteranos de Estados Unidos (G. I. Bill) —la legislación que ayudó a impulsar a la clase media a millones de veteranos de la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Corea y la guerra de Vietnam—, pues ofrecería beneficios muchos más generosos que los que brinda actualmente el gobierno colombiano.
El país aún está cimentando la paz. Con el acuerdo de 2016, parecía que Colombia al fin podría empezar a deshacerse de la dolorosa asociación que se le hacía a nivel internacional con los traficantes de droga, los asesinos a sueldo y las guerrillas. Sería una tragedia que la nación cambiara esa reputación por una como tierra fértil para mercenarios.
Hasta ahora, alrededor de 6000 soldados colombianos retirados han trabajado como guardias de seguridad, pilotos o técnicos de mantenimiento de aeronaves y vehículos en los Emiratos Árabes Unidos, Yemen, Afganistán y Dubái.
Las ofertas de trabajo les llegan de boca en boca y por grupos de WhatsApp, a menudo a través de empresas colombianas administradas por oficiales retirados. A veces, estas seducen a miembros en servicio activo, tal como sucedía en el momento álgido del conflicto armado en Colombia a principios y mediados de la década de los 2000. Renunciaron tantos pilotos de helicópteros Black Hawk con capacitación estadounidense a fin de trabajar con empresas privadas que el gobierno empezó a obligar a los pilotos a firmar compromisos de permanencia.
Al igual que cualquier institución en la que las carreras terminan para aquellos que no reciben ascensos, las fuerzas armadas de Colombia producen un sólido suministro de veteranos curtidos en el campo de batalla. Son candidatos para recibir una pensión tras 20 años de servicio, la cual, para muchos suboficiales o miembros de rango inferior, equivale a unos cuantos cientos de dólares al mes o incluso menos. Los veteranos suelen descubrir que los empleos civiles pagan muy poco por su experiencia militar. “Lo mejor que me ofrecen es ser supervisor de una empresa de vigilancia, con un salario de 1.800.000” pesos, o unos 465 dólares al mes, le dijo un suboficial retirado al diario El Espectador.
A los colombianos que terminaron en Haití se les ofreció al menos cinco veces esa suma: de 2500 a 3500 dólares al mes, una fortuna en comparación con lo que perciben muchos miembros retirados de la milicia en Colombia.
A los reclutadores internacionales también les cuesta resistir la tentación de estos convenios. Los soldados colombianos retirados ofrecen una combinación atractiva de experiencia en combate; capacitación profesional, a menudo con estándares del mundo desarrollado; habilidades técnicas como pilotaje de helicópteros y análisis de inteligencia, y una disposición a trabajar por mucho menos que los veteranos de naciones más ricas.
Incluso antes del asesinato en Haití, estaba claro que Colombia debía atender su falta de oportunidades para los miembros retirados del ejército. Sin embargo, al momento de redactar el acuerdo de paz de 2016, el gobierno eludió la conversación sobre los beneficios para los veteranos en una negociación que ya de por sí era tensa.
En 2019, Colombia aprobó una ley para crear prestaciones modestas para los veteranos, como capacitaciones y alicientes para que los empleadores los contrataran. No obstante, dado que la ley no está plenamente reglamentada, pocos se han beneficiado de ella. El gobierno les ofrece a los militares oportunidades de capacitación vocacional un año antes de que se jubilen, pero los defensores de los veteranos afirman que estas son limitadas, sobre todo para los apostados en zonas lejanas.
El financiamiento total de oportunidades educativas y de perfeccionamiento, así como una ayuda financiera más sólida podría costarles, a Colombia y a las naciones donantes, unos cientos de millones de dólares al año. Los colombianos más adinerados podrían pagar quizá un 0,1 por ciento del producto interno bruto y el gobierno de Joe Biden podría complementar eso desviando algo de la asistencia que suele destinarse al ejército colombiano, que ya no enfrenta una insurrección a nivel nacional. Sin embargo, esa inversión tendría sentido. Es mucho más preferible tener a un veterano con una llave inglesa o un teclado en su comunidad nativa que uno con un rifle en Haití, en una zona de guerra extranjera o en un submundo criminal.