Las protestas desafían la apreciada imagen de los canadienses como moderados, respetuosos de las normas y sencillamente agradables. ¿Era todo un mito ?
OTTAWA — Parecía un clásico momento canadiense en una escena que por lo demás había salido del manual de Estados Unidos de Trump.
Entre la intersección convertida en foso de concierto y los gráciles edificios del Parlamento abarrotados de letreros con las consignas “noticias falsas”, “la Gran Resistencia” y “píldora roja covid”, un hombre de mediana edad llamado Johnny Rowe se ubicaba en un camellón con un amplificador y un saludo sencillo.
“Bienvenidos a Ottawa”, decía a las multitudes que fluían por en medio de la calle, “libertad”, gritaban muchos de ellos. “Gracias por venir”.
Si al mundo exterior le confunden las escenas que se llevan a cabo en las calles de Canadá, lo mismo le pasa a muchos de sus habitantes.
Los canadienses están perplejos, y tal vez ninguno más que los funcionarios gubernamentales que han permanecido en gran medida boquiabiertos mientras los camiones gigantes vigilan el terreno en la otrora plácida capital, temblando y tocando la bocina por la noche cuando la gente vitorea y baila, sin que le importen los vecinos.
El lunes, cuando las protestas seguían enardecidas, el gobierno invocó la Ley de Emergencias, que le otorga mucho más poder al gobierno para reprimir las protestas. En Alberta la policía arrestó a 11 personas e incautó una gran cantidad de armas. Previamente, se había restablecido el tránsito por el puente Ambassador, una gran ruta internacional que estuvo bloqueada durante una semana y los funcionarios anunciaron que retirarían algunos requerimientos controversiales de pase de vacunación.
El caos de las últimas semanas ha causado que muchos se pregunten si Canadá está presenciando el nacimiento de una derecha política alternativa o si se trata de una rabieta inducida por la pandemia que, una vez agotada, se irá a dormir, dejando atrás a un país desconcertado pero esencialmente sin cambiar. También podría ser, argumentan algunos, que el llamado convoy de la libertad no es para nada una aberración, sino un reflejo de una parte integral del país que no se ajusta al estereotipo, y, por lo tanto, se le ignora.
La agitación parece contradecir la atesorada mitología que el exterior le ha impuesto a los ciudadanos de Canadá y que muchos canadienses también comparten: que son moderados, respetuosos de las reglas, equilibrados y sencillamente simpáticos.
“Parece un colapso nervioso nacional”, dijo Susan Delacourt, una experimentada columnista política canadiense de Ottawa quien, como muchos de sus compatriotas, se preguntan qué está pasando ahora mismo en su país.
Para empezar está el lema omnipresente de los disturbios, garabateado en camiones, gorras, camisetas y pendones, un epíteto sorprendentemente vulgar para los estándares canadienses que insta al primer ministro Justin Trudeau a irse. Algunos dicen que no solo debería ser depuesto, sino encarcelado por las regulaciones de vacunación que han aprobado los gobiernos de Canadá.
La ira es nueva. En los últimos dos años de crisis de salud pública, los canadienses han seguido su manual clásico. Incluso los gobiernos provinciales de derecha diligentemente y en su mayoría siguieron el ejemplo de los expertos en salud pública y emitieron reglas pandémicas estrictas que los ciudadanos procedieron a respetar.
Aunque ha habido algunas manifestaciones contra las mascarillas, ha sido más el enojo hacia los gobiernos locales por no hacer más para proteger a los ciudadanos y hacia los políticos que rompieron las reglas. Usar cubrebocas y vacunarse se consideraban actos elementales de solidaridad cívica. Canadá tiene uno de los mayores índices de vacunación en el mundo: más del 83 por ciento de la población mayor de 5 años ha recibido al menos dos dosis de la vacuna.
“Canadá, vamos a cuidarnos unos a otros en estos tiempos de necesidad”, tuiteó Trudeau en marzo de 2020, días después de que su esposa mostrara síntomas y él se convirtiera en el primer líder del G7 en aislarse. “Porque así es como somos realmente”.
Tal vez, como Canadá no nació de una revolución (a diferencia del vecino que le hace sombra), sino de una negociación, es que ahora su enfoque de rebelión parece más que un poquito inusual e incluso estrafalario. Pero algo está claro: los integrantes del llamado convoy de la libertad no están gritando “negociar” ni “cuídense unos a otros”.
Las calles del centro de Ottawa resuenan con cánticos y consignas impregnados del lenguaje de la Revolución de las Trece Colonias, incluso hasta los banderines de Don’t Tread on Me, una frase libertaria del siglo XVI que se empleó en el movimiento de independencia estadounidense. “Libertad”, grita un hombre con una máscara roja que agita una bandera canadiense. “Libertad”, viene la ardiente respuesta. Aunque la bandera, hay que decirlo, se mantenía en alto a la usanza canadiense por excelencia: atada a un palo de hockey.
Esta invocación repetida de la libertad es solo una de las razones —junto con las banderas estadounidenses, confederadas y de Trump que se ven entre el barullo— por los que muchos creen que la agitación no es otra cosa que una importación procedente de Estados Unidos.
Durante dos años, los canadienses han estado en su mayor parte encerrados en casa y muchos de ellos han pasado más tiempo que nunca frente a la pantalla. Mientras tanto, absorbieron gran parte de la guerra cultural estadounidense que se desarrollaba de Fox News a Breitbart y las ideas trumpianas se enraizaron en Canadá, comentó Gerald Butts, antiguo amigo de Trudeau y un ex ayudante político de alto rango.