Tras año y medio en la oposición, Benjamín Netanyahu volverá al poder gracias al crecimiento de las formaciones de ultraderecha y a las divisiones en el interior de los partidos que hasta ahora formaban la mayoría de Gobierno. El centro de la campaña electoral fue en gran medida plebiscitario en torno al líder del Likud, asediado por tres casos de corrupción, y en condiciones más favorables para eludirlos desde su victoria en las elecciones del miércoles.
Aunque la mayoría absoluta en la Kneset (Asamblea) es de 61 escaños y Netanyahu ha obtenido 32, la amalgama de partidos que lo apoyan controla en total 65 asientos, lo que confiere una momentánea estabilidad a un sistema político con ejecutivos muy frágiles (incluyendo los de propio Netanyahu), que en ocasiones dependían de un solo voto para sacar adelante sus proyectos. La clave de estos apoyos reside en el discurso de Sionismo Religioso, que combina políticas ultranacionalistas, racistas y homófobas, y ha doblado en solo un año su apoyo al pasar de los seis escaños de 2021 a los 14 actuales. Con ellos, un partido profundamente antidemocrático garantiza la elección de Netanyahu como jefe de Gobierno.
Su líder, Ben Gvir, llama terroristas a todos los árabes —el 20% de la población israelí lo es—; uno de los miembros de su lista —ahora diputado— interviene en los mítines con una pistola en el cinturón, destacados miembros del partido proponen acabar “con la dictadura del Tribunal Supremo” —auténtico baluarte de la ley en el sistema israelí— y denuncian que Tel Aviv, la ciudad liberal tradicionalmente en manos de la izquierda, está dominada por “antisemitas” que han permitido que sea “ocupada” por inmigrantes. Entre los efectos perversos del auge de la ultraderecha está la reducción de la representación femenina en el Parlamento israelí (de 30 a 9), porque los partidos ultraortodoxos solo incluyen hombres en sus listas.
La derrota del bloque de centro y de la izquierda ha sido notable y su mensaje central —el rechazo a Netanyahu— ha calado de forma insuficiente en el electorado: juntos apenas alcanzan los 50 diputados de 120. Tanto la desaparición de la Kneset de Meretz, histórico partido de izquierdas tradicionalmente defensor de la clase obrera, como la irrelevancia del Partido Laborista —al que pertenecieron Golda Meir, Isaac Rabin o Simon Peres— empobrecen el panorama político israelí y lo escoran visiblemente hacia la derecha radical y ultranacionalista. También ha influido la desunión entre las formaciones árabes israelíes, quienes llegaron a tener 15 escaños y a participar por primera vez en la historia en el Gobierno. La fragmentación del voto los ha llevado a unos escasos cinco diputados.