El presidente promete fortalecer las relaciones con sus vecinos, rotas durante el Gobierno de Bolsonaro, y un nuevo acercamiento a Estados Unidos, la Unión Europea y China
El palacio de Itamaraty es la sede del Ministerio de Exteriores de Brasil. Tiene un espejo de agua en el frente y un puente de hormigón que se abre al mayor vestíbulo sin columnas de América Latina: 2.800 metros cuadrados que sobre su margen izquierda posee una de las escaleras de caracol más bellas del mundo. El conjunto, diseñado por Oscar Niemeyer, está coronado por un primer piso que forma un balcón circular. El domingo por la noche, el balcón estaba abarrotado de gente.
Diecisiete presidentes y jefes de Estado y representantes de 120 países esperaban la llegada del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que en ese momento, cerca de las nueve de la noche de Brasil, estaba aún en el palacio de Planalto, la sede del Ejecutivo, tomando juramento a sus 37 ministros. Cuando el anfitrión finalmente llegó hubo un gran alboroto. Se escuchó un “Lula, Lula” y los celulares dispararon sus flashes como estrellas. Después de cuatro años en los que Brasil se peleó con sus vecinos, rompió lazos con Estados Unidos y atacó el comunismo chino, un nuevo presidente prometía devolverlo al mundo.
Durante los dos primeros gobiernos del Partido de los Trabajadores, entre 2003 y 2010, el mundo adoró a Lula y adoró a Brasil. Imposible no encandilarse con ese tornero mecánico sin estudios universitarios que llegaba a la presidencia de la mayor democracia de América Latina. Y que además sacaba de la pobreza a millones de personas. Fueron años de diplomacia de teléfono. Decenas de conflictos comerciales dentro del Mercosur, el mercado común que Brasil comparte con Argentina, Paraguay y Uruguay, se resolvían con una llamada entre presidentes. Y si una piedra se ponía en el camino de la Unasur, bastaba una conversación entre Lula y el venezolano Hugo Chávez para retirarla. Con Lula, Brasil se sumó al BRIC, el selecto grupo de emergentes que completaban Rusia, China e India. También consiguió la organización de un Mundial y de unos Juegos Olímpicos. Durante una cumbre del G-20, Barack Obama llegó a decir que Lula le “encantaba”.
El presidente no ha perdido el aura a ojos de los extranjeros, visto el recibimiento que recibió en Itamaraty y la convocatoria internacional que suscitó su asunción en Brasilia, el triple que la que consiguió Jair Bolsonaro hace cuatro años. Lula habló el domingo de “reconstrucción”, y eso incluye las relaciones exteriores. “Los ojos del mundo nos han mirado durante las elecciones. Nuestro protagonismo se concretará a partir de Mercosur, la revitalización de la Unasur y la articulación soberana de la región. Sobre esta base podremos reconstruir un diálogo altivo y activo con Estados Unidos, la Unión Europea y China. Haremos más alianzas para tener más fuerza de ahora en adelante. Brasil tiene que ser dueño de su destino, tiene que ser un país soberano”, dijo en su discurso de investidura ante el Congreso.
Si quiere cumplir con su promesa, deberá desandar el camino de su predecesor. Bolsonaro apostó toda su política exterior a la relación con Donald Trump. Cuando Joe Biden ganó las elecciones, fue el último presidente en felicitarlo. Al mismo tiempo, fustigaba a China en la ONU, por considerarla el país villano detrás de una supuesta ofensiva comunista en el mundo. Pekín mandó el domingo a Brasilia a su vicepresidente, Wang Qisha, al frente de una comitiva de alto nivel que fue evidencia de la importancia que ambos países dan a sus relaciones comerciales. El 27% de todas las exportaciones brasileñas van a parar a China.
El nuevo ministro de Exteriores, Mauro Vieira, ha dicho que Lula visitará Pekín dentro de los tres primeros meses de su mandato. También viajará a Estados Unidos para reunirse con Joe Biden. La relación con Estados Unidos es la más golpeada. Washington envió a Brasilia una delegación de segunda línea, encabezada por la secretaria de Interior, Deb Haaland, y Juan González, el colombiano que es el principal asesor del presidente para América Latina.
El canciller Vieira se refirió a la relación con la Unión Europea, lastrada por la demora en ratificar el acuerdo de libre comercio firmado con Mercosur en junio de 2019. Países como Francia se negaron hasta ahora a avanzar con el argumento de que Bolsonaro hacía poco por la defensa del Amazonas. “Teniendo en cuenta las mejoras en la política ambiental anunciadas por Lula, yo creo que se pueden destrabar una serie de dificultades”, dijo Vieira hace dos semanas, durante una rueda de prensa en el Centro Cultural del Banco de Brasil, sede del Gobierno de transición. El domingo, España estuvo representada por el rey Felipe VI. Emmanuel Macron no viajó a Brasil, pero publicó un mensaje en sus redes sociales en el que felicitaba a su “gran amigo” Lula con un “estamos juntos” entre signos de admiración.
Menos problemas tendrá Lula entre sus vecinos, que lo han recibido con los brazos abiertos. Bolsonaro había roto puentes con la mayoría de los países de la región —no se hablaba con el presidente argentino, Alberto Fernández, y llamaba “exguerrillero de izquierda” al colombiano, Gustavo Petro—, a los que acusaba de trabajar al servicio del comunismo. La llegada de Lula al poder anticipa un giro radical en la relación, porque consuma el viraje hacia la izquierda iniciado por Fernández y continuado por Petro y el chileno Gabriel Boric.
Los tres estuvieron el domingo en Brasilia, lo mismo que los presidentes de Ecuador, Bolivia, Paraguay y Uruguay. La gran ausencia fue el venezolano Nicolás Maduro, pese a los intentos de Lula por tenerlo entre los invitados. El nuevo presidente logró que el Gobierno de Bolsonaro retirase la prohibición de ingreso al país que aplicaba sobre Maduro, pero ya era demasiado tarde. Venezuela estuvo representada por el presidente de la Asamblea Nacional, Jorge Rodríguez. Lula está de vuelta y es de esperar que también lo esté Brasil.