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El segundo tiempo de la izquierda latinoamericana

Las urnas vienen siendo particularmente favorables a las fuerzas progresistas en la región, otorgando segundas oportunidades a los que habían perdido el poder

El presidente de Chile, Gabriel Boric, durante una rueda de prensa en La Moneda, el pasado 14 de marzo.MARTIN BERNETTI (AFP)

La llegada a la presidencia del joven Gabriel Boric fue celebrada como el ascenso de una nueva izquierda en la región. En efecto, durante las primarias, y luego en la campaña presidencial, el exlíder estudiantil buscó diferenciarse de la “vieja” cultura de izquierda y poner a los derechos humanos en el centro, no solo de la política interna sino también internacional, al igual que temáticas como la transición socioecológica.

Las urnas vienen siendo particularmente amigables con los progresismos latinoamericanos y otorgando segundas oportunidades a los que habían perdido el poder. En lenguaje futbolístico, una suerte de “segundo tiempo”. A las victorias ya ocurridas, se podría sumar un posible regreso al poder de Luiz Inácio Lula da Silva y, algo más incierto, un triunfo de Gustavo Petro que sería histórico en la fortaleza anticomunista colombiana. Pero el contexto es diferente al de la primera ola.

Si hay un elemento que caracteriza estos nuevos “45 minutos” del progresismo latinoamericano es el debilitamiento de los discursos “populistas de izquierda”. Sin duda, Hugo Chávez, con su inagotable energía personal y su carisma imbatible, fue la condensación política-simbólica de esos tiempos. Hoy no solo Venezuela ya no es un faro ideológico —todos intentan más bien desmarcarse— sino que otras expresiones nacional-populares se encuentran frente a nuevas dificultades. Las coaliciones progresistas sufren diferentes tensiones, carecen de la mística de antaño y varios de sus líderes están fuera del poder institucional. En Bolivia, Evo Morales está cada vez más distanciado del presidente Luis Arce Catacora; en Argentina, la relación entre la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner y el presidente Alberto Fernández está en su momento de mayor frialdad; en Ecuador, las últimas elecciones mostraron las dificultades del correísmo para acaudillar al resto de la izquierda y al movimiento indígena; en Perú, Pedro Castillo trata de sobrevivir, sin encontrar un rumbo, y en tensión con Perú Libre, el partido por el que postuló; en Venezuela, Nicolás Maduro ha logrado dejar atrás la hiperinflación al precio de una dolarización parcial de su economía, de un fuerte crecimiento de las desigualdades y de una masiva emigración.

El caso de Lula Da Silva es un poco diferente, pero no está fuera de esta estela: sin ser parte de la izquierda nacional-popular, sí se ha acercado a ella, sobre todo en estos tiempos de resistencia por los que pasó por un largo encarcelamiento. Sus posibilidades de vuelta al Planalto se asocian, empero, a una alianza con la centroderecha para poder “desdemonizarse”. Sin duda, un triunfo de Lula sería una gran noticia para el progresismo regional luego de la degradación provocada por el Gobierno de extrema derecha de Jair Messias Bolsonaro. Pero su verdadera victoria sería empoderar nuevas generaciones, lo que el lulismo aún no ha favorecido. Si no, será un regreso más bien melancólico, una especie de retiro con gloria del viejo líder obrero, más que la apertura de una nueva etapa en la izquierda brasileña. No hay que olvidar que el apoyo electoral a Lula Da Silva convive con un amplio rechazo social al Partido de los Trabajadores y que surgieron diversos desafíos desde el flanco izquierdo a esta fuerza que fue perdiendo su base electoral tradicional.

Si los populismos de izquierda se han debilitado es porque sus discursos se han anquilosado en repetitivas fórmulas “antiimperialistas” y “antioligárquicas” que a menudo suenan extemporáneas e incluso vacuas. Y sus persistentes liderazgos tradicionales se han transformado en garantes de espacios electorales amplios pero no mayoritarios como en el pasado. De allí que, como se dijera de Cristina Kirchner, “con ellos no alcanza; sin ellos no se puede”.

También la geopolítica ha cambiado, y no solo por la invasión de Ucrania. Si Evo Morales expulsó al embajador de Estados Unidos, en 2008, como expresión de su propia fortaleza interna, hoy el contexto regional es diferente. Estados Unidos se ha acercado al Gobierno de izquierdas de Xiomara Castro en Honduras en un intento de enfrentar la descomposición estatal, que se traduce en emigración masiva, y la propia mandataria se ha alejado de su retórica bolivariana y ha abrazado la del “socialismo democrático”; Maduro puede apoyar a Rusia y decir, al mismo tiempo, durante su reunión con la reciente y sorpresiva misión estadounidense a Caracas, que las banderas de Venezuela y Estados Unidos, “se veían muy bonitas”; y Alberto Fernández, al tiempo que decía en Moscú que Argentina necesita liberarse del Fondo Monetario Internacional (FMI) y Estados Unidos, firmaba un acuerdo con ese organismo. La vuelta del Fondo es vista por gran parte del kirchnerismo como una suerte de traición.

Si Boric brilla es, en parte, por sus propios méritos (que no son pocos), y en parte, porque otras luces han dejado de brillar como lo hacían en el “primer tiempo” de la ola de izquierdas latinoamericana. Pero el riesgo es cargarle demasiado la mochila de expectativas globales al nuevo presidente chileno, que ya tiene bastante con los desafíos nacionales que deberá enfrentar.

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