El 20 de enero de 2021, una asesora de la Oficina de Asuntos Globales del Departamento de Salud de Estados Unidos durante el Gobierno de Donald Trump, Valerie Huber, escribió un último correo a sus aliados de otros países y le dedicó un lugar especial a Brasil. Huber, una fanática promotora de la abstinencia que operaba a gran escala contra los programas de educación sexual y reproductiva, se despidió de sus compañeros con un anuncio: “Brasil se ha ofrecido amablemente a servir ahora como coordinador de esta histórica coalición”, puso en aquel mensaje, obtenido por EL PAÍS. La “coalición histórica” era, básicamente, una alianza internacional ultraconservadora creada para influir en las decisiones de las Naciones Unidas, la Organización Mundial de la Salud y otros organismos. Fracasado el intento de Trump de permanecer en el poder, la ofensiva de la derecha global contra los derechos de nueva generación quedaba en manos de la Administración de Jair Bolsonaro.
La salida de Trump de la Casa Blanca no solo le dejó a Bolsonaro una responsabilidad, sino también un manual no escrito de tácticas para erosionar la democracia, que algunos líderes han comenzado a replicar sin sutilezas en la región. Ninguno, tal vez, con el descaro y la determinación que han hecho del presidente brasileño un abanderado mundial de la derecha. Aunque el ímpetu golpista lo ha acompañado desde que llegó a la presidencia, su estrategia para debilitar las instituciones y mantenerse en el poder se hacen cada vez más evidentes a medida que su popularidad desciende y las elecciones de 2022 se acercan.
“Entregaré la banda presidencial a quien me gane en las urnas limpiamente. Con fraude, no”, dijo Bolsonaro el 1 de julio, como parte de su campaña más reciente: atacar la legitimidad de las urnas electrónicas, aquellas con las que él mismo ha sido elegido y reelegido al menos seis veces en su carrera política, sin que jamás haya impugnado el resultado. Una semana después fue un paso más allá: “De esta manera [como estamos hoy], corremos el riesgo de no tener elecciones el año que viene”.
Bolsonaro no es el primer populista de extrema derecha. Pero, sin duda, “es el adversario más poderoso al que se ha enfrentado la democracia brasileña en medio siglo”, como advirtió Yascha Mounk, profesor de la Universidad John Hopkins en 2019, en su libro El pueblo contra la democracia, donde retrató cómo los líderes electos en países como Turquía, Hungría y Filipinas destruyen el Gobierno democrático desde adentro. En poco más de dos años y medio que lleva Bolsonaro como mandatario, es posible descifrar el modus operandi del político forjado en el Ejército que asumió la presidencia de Brasil el 1 de enero de 2019: mientras parte de su actividad se concentra en perseguir a sus críticos, inventar noticias falsas que los periódicos deben desmentir y fomentar crisis políticas con otros poderes, la maquinaria del Estado es utilizada para fortalecer los pilares que podrían sostenerlo en su puesto más allá del voto. Si su estrategia discursiva parece un calco de Donald Trump, su sostén más importante es, paradójicamente, el mismo que ha utilizado el chavismo: los militares.
Una democracia verde oliva
Hoy, el estamento militar constituye la columna vertebral del Gobierno de Bolsonaro. Hay por lo menos 6.157 de ellos distribuidos en direcciones, consejos de administración y gerencias de empresas estatales como Petrobras, la hidroeléctrica Itaipú, Correos y Eletrobras. De sus 22 ministerios, nueve están ocupados por militares en activo o en la reserva. Eran 10 hasta la caída en marzo del general Eduardo Pazuello del Ministerio de Sanidad. “Las Fuerzas Armadas sirven a la vez como base político-electoral del Gobierno de Bolsonaro, pero también como instrumento para intimidar a la oposición. Bolsonaro intenta transmitir la idea de que puede utilizar la fuerza contra sus enemigos políticos, por muy falso que sea”, afirma el politólogo Octavio Amorim Neto, profesor de la Fundación Getúlio Vargas.
El Gobierno invirtió el equivalente a 16.600 millones de dólares (más de 14.000 millones de euros) en privilegios a los militares. En este cálculo entran los beneficios concedidos con la reforma de las pensiones de los militares —pueden jubilarse con el sueldo íntegro, al contrario que los civiles—; un aumento salarial del 13% (en los demás funcionarios públicos no supera el 8%), y la concesión de comisiones extraordinarias a los militares que forman parte de los consejos de administración de las empresas estatales. El cálculo lo realizó, a petición de EL PAÍS, el politólogo Willian Nozaki, que en mayo publicó el estudio La militarización de la administración pública en Brasil: ¿proyecto de nación o proyecto de poder?. La cuenta no contempla el cambio en la norma que permite que los militares retirados como Bolsonaro o sus ministros Walter Braga Netto (Defensa), Luiz Eduardo Ramos (Presidencia) y Augusto Heleno (Gabinete de Seguridad Institucional) cobren un sueldo superior al techo constitucional de 7.500 dólares.
El mandatario ha extendido los beneficios a los policías militares de los 27 Estados de la federación, una base de apoyo natural del presidente, y que podrían jugar a su favor a pesar de los gobernadores, a quienes responden formalmente. Bolsonaro aprobó recientemente un programa de financiación de viviendas exclusivo para las fuerzas de seguridad. También incluyó en la reforma administrativa que está en la Cámara de los Diputados un artículo para que los policías puedan ser considerados funcionarios típicos del Estado, por lo que no correrían el riesgo de ser despedidos.
La pregunta es si todos estos beneficios que los militares y policías han conseguido del Gobierno se convertirán en apoyo en caso de que el presidente intente quedarse con el poder el año que viene. “Si ocurriera, las Fuerzas Armadas tendrían que tomar una decisión: si van a actuar dentro de la legalidad, rompiendo públicamente de una vez por todas con Bolsonaro, o no”, advierte Amorim Neto. Las policías, por su parte, siguen la corriente predominante. “Ellos tienen doble mando. Obedecen a los 27 gobernadores y al comandante en jefe del Ejército. Si se le pregunta a un policía militar a quién seguirá en caso de amenaza, la respuesta que dará será: a quien sea más fuerte”, explica el politólogo Jorge Zaverucha, profesor de la Universidad Federal de Pernambuco.
Para el exministro de Defensa y Relaciones Exteriores Celso Amorim, ningún comandante de las Fuerzas Armadas está de acuerdo con una intervención. “Es más bien una discusión entre algunos generales de la reserva. Por mucho que una buena parte de la tropa esté de acuerdo con las ideas del presidente, no irá en contra de lo que piensa el Alto Mando del Ejército. No se cruzará esa línea”, afirma. Amorim cree que algunos comandantes se han visto humillados cuando Bolsonaro lleva la política a los cuarteles por la fuerza y trata de demostrar más poder del que tiene sobre las Fuerzas Armadas. Esa es una de las razones que habrían provocado la dimisión colectiva del ministro de Defensa y de los comandantes del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea en mayo pasado. Amorim, exministro de los gobiernos de Lula y Dilma Rousseff, recuerda que cualquier golpe requiere apoyo internacional, algo que Brasil no tiene, especialmente con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca.
Así como han ganado privilegios, los militares también viven el desgaste del poder al lado de Bolsonaro. Han prestado su imagen a un Gobierno que pierde prestigio con los resultados de la pandemia, el alto desempleo y las sospechas de corrupción en la compra de vacunas contra la covid-19. Las acusaciones de soborno que investiga la Comisión Parlamentaria de la Pandemia empiezan ahora a tocar a militares que ocupan u ocupaban cargos en el Ministerio de Sanidad.
Jair Bolsonaro no vive su mejor momento. Rechazado por la mitad de la población por cómo ha gestionado la pandemia, el mandatario se enfrenta desde mayo a protestas contra su gestión impulsadas por los partidos de izquierda. Los sondeos ya mostraban que el apoyo a Bolsonaro caía poco antes de que las denuncias de corrupción por la compra de vacunas para la covid llegaran a los noticieros a finales de junio. Una encuesta realizada por el Instituto Ipec entre los días 17 y 21 de ese mes mostraba una fuerte caída de su popularidad frente al expresidente Lula da Silva: si las elecciones fueran hoy, el candidato del Partido de los Trabajadores tendría 49% de los votos, frente al 23% a favor de Bolsonaro. Lula ganaría en primera vuelta. En una encuesta más reciente, realizada por el instituto Datafolha entre el 7 y el 8 de este mes, Lula figura con un 58% de apoyo a su candidatura presidencial frente al 31% de Bolsonaro.
Las trampas oficiales
A pesar de este momento crítico, a un año y tres meses de las elecciones, Bolsonaro aún tiene tiempo, votantes y alianzas leales, además de la maquinaria pública a su favor, para navegar por estas aguas turbulentas hasta llegar a 2022 con fuerza para ser reelegido. Ante el temor de perder las elecciones, al igual que hizo Trump, el presidente ya ha plantado la semilla del caos, inventando un riesgo de fraude con las urnas electrónicas.
Y, al igual que Trump, día tras día sacude al país con discursos radicales y distópicos que contradicen la realidad y desafían la Constitución. El 19 de julio de 2019, por ejemplo, durante un desayuno con periodistas extranjeros, Bolsonaro afirmó que en Brasil no había gente que pasara hambre, a pesar de que en ese momento 5,2 millones de brasileños se encontraban en esa situación, una cifra que supera a toda la población de Nueva Zelanda. “Decir que la gente pasa hambre en Brasil es una gran mentira”, afirmó rotundamente en presencia de periodistas internacionales. “La pasan mal, no comen bien. Pero no pasan hambre”, dijo. Y, mientras la prensa se hacía eco de su discurso, ese mismo día se publicaba en el Diario Oficial un decreto que revocaba 324 actos administrativos, entre ellos el que determinaba la creación de consejos con participación de representantes de la sociedad civil en las decisiones sobre políticas públicas. Fue el primer plumazo para reducir el control social sobre el poder público. Luego vinieron otros, que también redujeron la transparencia de los actos del Gobierno.
Cuando empezó la pandemia, por ejemplo, el Gobierno promulgó una medida provisional que suspendió los plazos de respuesta a las solicitudes de información mientras durara la crisis sanitaria. La medida estuvo en vigor de marzo a julio del año pasado y se aplicaba en todos los organismos cuyos empleados estuvieran trabajando a distancia. Aunque ya ha caducado, consiguió eliminar el acceso a los datos públicos en un momento en que el país se organizaba en el caos.
La promulgación de ordenanzas, despachos, resoluciones, decretos o instrucciones normativas es uno de los recursos más consistentes a los que apela Bolsonaro para sortear los mecanismos democráticos. En dos años y medio en el poder, el presidente ha firmado 1.060 decretos. En comparación, la expresidenta Dilma Rousseff firmó 614, la mayoría para regular leyes u organizar la gestión pública. Sin embargo, en el Gobierno actual se han convertido en una herramienta para ir contra la Constitución y los engranajes que sostienen la democracia. Aunque algunos de esos decretos son anulados meses después por la Justicia, entretanto el plan de Bolsonaro de mantenerse en el poder avanza.
Así fue cómo logró expandir la venta de armas en Brasil, a pesar de que el país tenía un Estatuto de Desarme, avalado por referéndum popular en 2005. Más del 63% de los brasileños votó entonces la prohibición. Pero desde que Bolsonaro asumió la presidencia se han aprobado más de 30 actos normativos para burlar esta limitación. Y aunque los decretos pueden ser impugnados en los tribunales, las armas que ya fueron vendidas no serán devueltas. “La obsesión del presidente con las armas fue la primera señal de que el Gobierno iba a meterse con el sistema democrático”, dice Melina Risso, directora de programas del Instituto Igarapé.
En un virtual escenario en el que Bolsonaro pierda la reelección e intente mantenerse en el poder, la existencia de un amplio grupo de simpatizantes que se han provisto de armas de fuego durante su Gobierno plantea un escenario ominoso. De este modo, burlar los límites impuestos por las leyes cumple una doble función: mantener la lealtad de su núcleo duro de apoyo y, simultáneamente, proteger sus propios intereses.
Bajo este método, ninguna otra área ha sufrido más ataques del Gobierno de Bolsonaro que la protección social y ambiental. Son 1.112 los actos administrativos que pretenden cambiar la legislación ambiental y facilitar la explotación de la selva, según el Instituto Talanoa de Políticas Públicas, que fiscaliza la actuación del Gobierno. La eficacia de esta táctica es innegable. La deforestación en la Amazonia ha alcanzado niveles récord desde la llegada de Bolsonaro mientras el Gobierno ignora las acciones de mineros ilegales y madereros. El Fondo Amazonia, que recibe donaciones extranjeras con el objetivo de promover acciones de control y lucha contra la deforestación, fue una de las víctimas de esta revocación masiva. El fondo tenía un comité técnico que deliberadamente no se renovó. El contrato se extinguió sin utilizar 554 millones de dólares, que aún siguen allí.
Del total de actos administrativos, 107 tenían como objetivo flexibilizar las normas vigentes unilateralmente por el Ejecutivo. Con ellos, Bolsonaro cumplió una de sus promesas de campaña: acabar con lo que llamaba la “industria de las multas en el campo”. Un decreto publicado en abril de 2019 obliga ahora a los organismos de inspección a “fomentar la conciliación” en los casos de infracciones por daños ambientales. Las audiencias no son obligatorias. Y los que son multados por el Instituto Brasileño del Medio Ambiente obtienen descuentos y plazos más largos para pagar. “La conciliación medioambiental se ha creado para impedir las multas. Nació una industria del perdón”, se lamenta Natalie Unterstell, presidenta del Instituto Talanoa de Políticas Públicas.
Los terratenientes que se oponen a la preservación son una de las bases de apoyo del presidente. La bancada de diputados que representa la agroindustria forma parte del grupo legislativo Centrão, una coalición de partidos sin programa ni ideología que, tras el acuerdo sellado el año pasado, garantiza al presidente su estabilidad en el poder. Esta convergencia en el Congreso permitió que el 13 de mayo se aprobara un proyecto de ley que flexibiliza las normas para conceder licencias ambientales para determinadas iniciativas. O el apoyo a la aprobación del proyecto de ley 490, que dificulta la demarcación de tierras indígenas y deja espacio para que las tierras sean exploradas por la agroindustria, y que fue aprobado a fines de junio por una comisión parlamentaria.
Noticias a medida
Las redes de comunicación de Bolsonaro son un capítulo aparte en su estrategia para debilitar la democracia brasileña. Desde que asumió el cargo hace transmisiones semanales en directo en redes sociales. Con su llegada a la presidencia, su línea de ataque a los periodistas, que ya se conocía desde sus días como diputado, se ha multiplicado con milicias virtuales que atacan a profesionales críticos, sobre todo mujeres.
Su aversión a la prensa ha llevado al presidente a enclaustrarse en un círculo de páginas web y cadenas de televisión que le apoyan incondicionalmente, al mismo tiempo que reciben mayores partidas de fondos públicos. Esa red es la que abastece de información a sus seguidores más fieles. Vinicius Publio, de 45 años, por ejemplo, es un orgulloso partidario de Bolsonaro que no lee noticias y rara vez ve el telediario. Prefiere informarse por las redes que apoyan al presidente, a quien admira con devoción. Su explicación resulta conocida: “Es auténtico, habla claro, es directo, dice lo que la gente quiere oír”, explica en una cafetería de Barueri, en el área metropolitana de São Paulo.
Publio comparte la ideología, el gusto por las armas y las motos potentes del presidente. Montado en su BMW, fue uno de los que acompañaron al mandatario en un convoy de motos un sábado de junio por las calles y carreteras de São Paulo. Bolsonaro ha convertido los paseos en moto con seguidores en manifestaciones públicas de apoyo popular.
Casado y padre de dos hijos adolescentes, Publio concilia su trabajo en la Policía Militar con los negocios inmobiliarios. Personifica el núcleo duro de los votantes de Bolsonaro, aquellos que le son fieles sin importar los hechos que se le cuestionen: más de medio millón de muertes por la pandemia, el aumento de la inflación, los incendios en la Amazonia… “Son un 15% del electorado brasileño, con una presencia destacada de hombres blancos de cierta edad y renta alta”, explica Isabela Kalil, coordinadora del Observatorio de la Extrema Derecha.
Mientras estrecha la fidelidad con el grupo que lo respalda y difunde sus verdades sin cuestionar, Bolsonaro utiliza los recursos disponibles en la legislación brasileña para perseguir y amedrentar a sus críticos, basándose en la Ley de Seguridad Nacional.
Consolidada en 1983, dos años antes del fin de la dictadura, esa ley es una herencia que dejó la era militar en Brasil, y que la Policía Federal ha utilizado recientemente para investigar a profesores, artistas y activistas. Con esta norma, por ejemplo, el Gobierno ha perseguido judicialmente al youtuber Felipe Neto por calificar de “genocida” a Bolsonaro en las redes sociales; al caricaturista Aroeira, que dibujó el símbolo del fascismo como si lo hubiera pintado el presidente, y al periodista Ricardo Noblat por haber compartido la caricatura de Aroeira en las redes. Este tipo de acciones ha permeado en sus bases. A finales de mayo, un profesor del Estado de Goiás, Arquidones Leão, fue detenido por un policía militar por supuestamente calumniar al presidente Bolsonaro. Leão tenía un cartel pegado en su coche en que se leía “Bolsonaro Genocida”. La excusa de la policía para detenerlo era la infracción a la Ley de Seguridad Nacional.
“Esta ley era uno de los elementos que mantenían el sistema dictatorial. Castiga la crítica”, dice Pedro Estevam Serrano, profesor de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de São Paulo. “Debería haberse derogado y no se hizo, pero en compensación había un cierto pacto en la sociedad para no utilizarla”.
La ley, heredada de la dictadura, no ha sido la única herramienta utilizada por el Gobierno para tratar de silenciar el disenso. Las universidades también son un frente de batalla ideológica para Bolsonaro. Para el presidente están llenas de “izquierdistas” que promocionan el comunismo. El Gobierno intentó interferir hasta en las elecciones de los rectores, habitualmente elegidos por sus colegas, a través de una medida provisional que facultaba al ministro de Educación a decidir los nombres durante la pandemia. A la vez, intimidó a los profesores que criticaban al Gobierno con demandas en los tribunales.
En enero de este año, los profesores universitarios Erika Suruagy y Tiago Costa Rodrigues fueron objeto de una investigación de la Policía Federal por publicar críticas al presidente en vallas publicitarias en sus ciudades, Recife y Palmas, respectivamente. Las investigaciones se archivaron meses después por falta de consistencia en las acusaciones, pero el daño ya estaba hecho. “Se me cerraron las puertas, no he podido volver a trabajar”, dice Rodrigues, que tuvo que trasladarse a otra ciudad. “El ambiente es de miedo”, resume la profesora Erika Suruagy.
La Universidad Federal de Ceará también es objeto de una investigación de la Policía Federal. Todo porque varios profesores dieron clases sobre los riesgos del fascismo. Alumnos electores de Bolsonaro los delataron a la policía por un supuesto acoso. Episodios como este hacen presión para evitar que los profesores discutan temas políticos en las clases. No han sido pocos los casos de vídeos de profesores filmados por alumnos cuando hacían alguna crítica informal y que han circulado en las redes bolsonaristas como si se tratara de una conspiración comunista. “Si la universidad no puede hablar, no puede debatir ideas, ¿quién lo hará? Ninguna democracia puede sostenerse sin universidades”, afirma la profesora Suruagy.
El presidente también socava la inversión en las universidades, estrangulando todavía más el ya asfixiado presupuesto de la enseñanza superior. Desde 2019 hasta la fecha, el recorte acumulado en el presupuesto de las universidades federales es del 25%, según la Asociación Nacional de Directores de Instituciones Federales de Enseñanza Superior. Pero el acoso no se limita a los profesores universitarios. La Articulación Nacional de Carreras Públicas para el Desarrollo Sostenible, una coalición de entidades del sector público, ha identificado más de 820 casos de acoso. Según el estudio realizado, el Instituto Brasileño de Medio Ambiente encabeza la lista de los órganos en los que más se ha producido este tipo de intimidación.
La resistencia
Hasta ahora es el Poder Judicial, especialmente el Supremo Tribunal Federal, el que ha actuado como una barrera para inhibir los abusos de poder del presidente en sus decretos y medidas provisionales. Ha desarmado parte de las bombas de relojería que el Gobierno ha creado con los actos que no pasan por el Congreso. También ha liderado una investigación, conducida por la Policía Federal, sobre las redes digitales bolsonaristas que incentivan el acoso al mismo Poder Judicial y a los adversarios del presidente. Así encontró pruebas de “una verdadera organización criminal” que ataca la democracia y que cuenta con el trabajo de parlamentarios, empresarios que apoyan al presidente y blogueros que desparraman noticias falsas.
Hoy existen más de 100 solicitudes de proceso de destitución contra Bolsonaro sobre la mesa del presidente de la Cámara de los Diputados, Arthur Lira, que no ha mostrado interés en hacerlas prosperar. La última, presentada a finales de junio como una “supersolicitud” que reúne todas las demás, contiene una lista de 23 posibles delitos de responsabilidad, incluyendo la prevaricación.
Las calles empezaron a agitarse en mayo, sobre todo con la presión que la comisión parlamentaria del Senado ejerció apuntando las responsabilidades del presidente en la gestión errática de la pandemia. Las protestas organizadas por la izquierda en tres ocasiones reunieron a miles de manifestantes, especialmente en las capitales del país, pero todavía no tienen el apoyo de la derecha. Brasil se encuentra en esta encrucijada, con los principales partidos resistiéndose a unirse a las protestas, hasta ahora dominadas por los votantes del expresidente Lula.
En su libro El pueblo contra la democracia, el profesor Yascha Mounk recuerda que, en la mayoría de los países, los populistas solo llegan a la cima porque sus oponentes no logran hacer un pacto electoral. “Aunque es natural suponer que la amenaza autoritaria puede ayudarnos a ver las cosas con más claridad, también es cierto lo contrario: angustiados y aterrorizados, los oponentes de los populistas empiezan a jugar el juego de la pureza política, imponiendo pruebas…, negándose a abrazar a antiguos aliados del populista”, explica.
Un paso importante lo ha dado el expresidente Fernando Henrique Cardoso, quien desde abril señala que podría votar a Lula en una posible segunda vuelta contra Bolsonaro. “Quien no tiene perro caza con gato”, afirmó Cardoso. Los posibles candidatos a las elecciones de 2022 entrevistados por EL PAÍS en los últimos meses tenían claro que la unión contra Bolsonaro era irreversible, y no descartan renunciar a la candidatura en algún momento de la carrera para evitar que él pase a la segunda vuelta.
El objetivo es evitar la reelección de Bolsonaro, lo que impediría el asalto contra la democracia, como ha ocurrido en otros países gobernados por líderes radicales. “Todos los gobiernos autoritarios actuales fueron degradando poco a poco la democracia en el primer mandato y el desmantelamiento definitivo llegó en el segundo”, recuerda el Pedro Abramovay, director de Open Society para América Latina.
“Bolsonaro no tiene ninguna convicción democrática, la acepta por razones estratégicas”, afirma el politólogo Jorge Zaverucha. “Se mantiene a la espera de que un día los vientos soplen hacia una solución autoritaria y pueda embarcar”, añade. A la espera de esas borrascas, Bolsonaro avanza en sus propósitos. Muchos brasileños los ven venir. Y los temen.