Resulta casi normal que dos proyectos populistas antagónicos, el de la mano dura de Bukele y el de la paz total de Petro, vivan enzarzados en interminables batallas verbales por Twitter. Los dos modelos se alimentan de fantasías muy humanas, ambas extremas y las dos fallidas: en la fantasía de Bukele (el nuevo ídolo que la derecha colombiana quiere imitar), la paz pasa por aniquilar o encerrar a los jóvenes pobres y tatuados que son todos malos, drogadictos, traficantes, delincuentes. La solución es meterlos en campos de concentración para lograr la ansiada seguridad, caiga el que caiga. El puño cerrado de un Estado implacable y pesimista, hobbesiano, habitado por jóvenes malvados.

En la fantasía voluntarista (pensar con el deseo) de un Petro y una Francia convertidos a la religión de Rousseau, todos los malos en realidad son buenos a quienes la sociedad les ha negado mejores oportunidades. Hay que tender la mano abierta a todos, narcos, guerrillas, autodefensas, mineros ilegales, pandillas, oficinas. Si el ejército y la policía no disparan ni persiguen, si ni siquiera se defienden, surgirá al fin la profunda bondad del ser humano y aprenderemos a convivir sabroso en la nueva potencia mundial de la vida. Aunque esta ilusión sea desmentida por la realidad, hay que insistir en ella para defender la premisa ideológica. Si algo no funciona, es culpa del sistema capitalista y de sus empresarios, los únicos que al parecer se apartan de la general bondad humana, al haber sido corrompidos para siempre por el dinero.

La realidad es más compleja que nuestras fantasías. Uno, en principio, se puede inclinar más por la creencia en una naturaleza humana irremediablemente corrompida que debe ser domada por un Leviatán furibundo, el Estado. O, en el otro extremo, puede regodearse en el sueño de que todos (menos los capitalistas) somos buenos, y si nos dan una oportunidad vamos a ver la luz, nos vamos a convertir y a unirnos a la armónica danza de la paz total y del vivir sabroso en la primera potencia mundial de la vida.

En la realidad, si uno mira por un solo ojo, encuentra confirmación para su fantasía optimista o pesimista. Pero si mira con los dos y a varios lados, ve que todos somos una mezcla inestable de egoísmo y altruismo, de generosidad y avaricia, de intereses personales, familiares o de grupo, con repentinas inclinaciones morales al bien general, al bienestar de todos, a la caridad que al fin no empieza y termina por la propia casa. Un gobierno pragmático, que no se enceguece en su propia fantasía ideológica, trabaja para aprovecharse del egoísmo y el altruismo que hay en casi todas las personas.

Es verdad que en un mundo ideal, platónico, la salud no debería ser un negocio, pero en un mundo real prestan mejor servicio aquellos que sienten que al prestarlo bien van a vivir mejor también en su propia casa. Somos así de complejos y de calculadores, más altruistas si vemos algún beneficio en nuestro buen servicio. Un alma pura puede estar convencida de que un país tropical que prescinda del carbón, del gas y de la gasolina va a contribuir a que el mundo no se caliente más. Pero su contribución se anula si le toca importar lo que ya no produce. Podemos coquetear con el egoísmo de los muchos diciéndoles que, aunque vivan mucho más, no se van a jubilar dos años más tarde, o que trabajarán menos horas y menos días en un sistema de por sí muy poco productivo, pero es posible que esa felicidad momentánea se enfrente después a una pobreza y un desempleo general crecientes.

El sistema Bukele fracasa por inhumano, por brutal y despiadado con aquellos que carecen de toda oportunidad. Y el sistema Petro, de la Colombia Humana, fracasa por no comprender los abismos y complejidades de lo humano, y por creer que lo único inhumano son los beneficios de los malvados capitalistas, como si no hubiera otros que también persiguen beneficios egoístas.

Fuente: El Espectador