La escalada bélica apunta al cierre de los gasoductos, bien como parte de las sanciones europeas o como represalia del Kremlin por un posible embargo del crudo
La invasión de Ucrania ha terminado con la credibilidad de Rusia como proveedor energético y obliga a la Unión Europea a reducir el consumo mientras busca fuentes alternativas de suministro. El parón a las importaciones de petróleo ruso, que se anuncia cada vez más inminente, y la temida interrupción de las del gas abocan incluso a un escenario de posible racionamiento energético, desconocido en Europa occidental desde la crisis del crudo de 1973. Las estimaciones de Bruselas apuntan a un choque energético similar al que sufrió Japón tras el desastre nuclear de Fukushima, que impuso a la población e industria nipona un recorte de la demanda energética del 30%. En el caso europeo, el apagón ruso precipitaría además un desplome económico equivalente al provocado por la pandemia en 2020, cuando el PIB cayó casi un 6%.
Esperar lo mejor y prepararse para lo peor era la consigna repetida en Bruselas en los meses previos a la invasión de Ucrania, cuando la acumulación de tropas rusas en la frontera de ese país hacía temer un ataque inminente. Pero desde el 24 de febrero, cuando el rugido de tanques y cañones volvió a ser una realidad en Europa, la Unión espera lo peor y se prepara para lo que parecía impensable.
EL PAÍS
La posibilidad de un ataque nuclear o químico se ha incorporado a las hipótesis de los organismos europeos con la misma frecuencia que antes se analizaban los riesgos a la baja para el crecimiento o los problemas de competitividad. Y como se vio con la matanza de la ciudad de Bucha (cerca de Kiev), que dio paso a un quinto paquete de sanciones de Bruselas con el veto al carbón ruso incluido, cada nueva barbarie en la invasión de Ucrania da argumentos a quienes defienden cortar las importaciones de petróleo y gas del agresivo gigante del este de Europa.
La sombra del racionamiento energético se abre paso en 2022 con la misma silenciosa alevosía que el confinamiento sorprendió a la mayor parte de la población europea en 2020. Hace dos años parecía impensable la obligación de permanecer en los hogares para frenar la propagación el virus; hoy casi nadie quiere imaginar que se le limite el suministro mensual de combustible para el automóvil o que se tope el flujo de gas disponible para la calefacción de cada vivienda. Pero en las instituciones comunitarias en Bruselas, el discurso sobre la necesidad de reducir el consumo energético deja paso, cada vez más, al susurro sobre la necesidad de racionar la energía si la ruptura con Rusia se torna irreversible.
Fuentes comunitarias comparan el choque energético en ciernes no tanto con la crisis del petróleo de 1973, cuando el precio del crudo se duplicó, como con el desastre nuclear de Fukushima, que dejó a Japón sin la fuente del 30% de su electricidad y obligó a ajustar la demanda en una proporción similar de la noche a la mañana. Esas mismas fuentes señalan que ante una caída tan abrupta del suministro energético en Europa como sería la ruptura con Rusia (que cubre el 40% de las necesidades de gas del club comunitario y el 27% en el caso del petróleo) “no bastará con buscar fuentes alternativas o pagar suministros más caros, habrá que actuar también por el lado de la demanda”. Y apuntan que en las próximas semanas y meses el gran debate será sobre cómo reducir el consumo para no llegar a situaciones de desabastecimiento que hagan inevitable el racionamiento.
Karen Pittel, directora de la división energética del instituto de estudios alemán IFO, coincide en que “en caso de un embargo o una fuerte reducción de las importaciones de gas ruso, el ahorro de energía será crucial para evitar la posibilidad de un racionamiento”. Y Pittel advierte de que “incluso con una reducción de la demanda, no se puede excluir que haya racionamiento. De modo que los países de la UE necesitan prepararse mejor y lo antes posible para esta opción”.
“Cada kilómetro no recorrido es una contribución que facilita alejarse de los suministros energéticos rusos”, ha apuntado este Viernes Santo el vicecanciller alemán y ministro de Economía, Robert Habeck. Más dramático fue ese mago de la comunicación y el manejo de los tiempos que es el primer ministro italiano, Mario Draghi, unos días antes al golpear la conciencia de sus compatriotas (y de todos los europeos) con una pregunta: “¿Qué preferimos, la paz o estar tranquilos en casa con la calefacción o, ya a estas alturas, con el aire acondicionado encendido?”. Y desde Bruselas, el alto representante para la Política Exterior de la UE, Josep Borrell, ya había pedido en la Eurocámara que se rebajara la temperatura de las calefacciones caseras: “Corten el gas en sus casas, disminuyan la dependencia de quien ataca a Ucrania”.
La Comisión Europea ya ha recomendado a los socios comunitarios que acumulen reservas de gas durante este verano para llegar al 1 de noviembre con unos 100.000 millones de metros cúbicos, es decir, el 90% de la capacidad de reserva total (116.000 millones, de ellos, 3.580 millones en España). Bruselas lleva semanas, además, buscando proveedores para esa adquisición, desde Qatar al Cáucaso, y ha logrado el compromiso de EE UU de aumentar este año en 15.000 millones de metros cúbicos sus exportaciones de gas natural licuado (GNL) a Europa.
Alemania e Italia, dos de los Estados más dependientes de la energía rusa, también se esfuerzan en asegurar otros suministradores. El propio Habeck llegó a un acuerdo con Qatar en marzo para asegurarse gas licuado del Golfo. Roma, por su parte, ha hecho lo mismo con Argelia, que enviará un 40% más de gas a través del gaseoducto Transmed, y con Egipto para el suministro de GNL. La República Checa, mientras, ya ha anunciado su intención de comprarle este combustible a Noruega. Esta opción aumentará cuando se complete a finales de este año el gaseoducto que baja de Noruega a Polonia pasando por Dinamarca, una infraestructura que, además, dará a Varsovia una alternativa para librarse de la histórica dependencia de Moscú en este campo.
Pero todavía está por ver si las grandes empresas energéticas europeas están dispuestas a aumentar sus reservas a un precio disparado por el conflicto en Ucrania y sin garantías de poder recuperar la inversión durante la campaña de invierno. Bruselas no descarta dar apoyo financiero, en particular, a los 19 países que disponen de capacidad de almacenaje para incentivar la acumulación. Pero incluso con los almacenes a rebosar, solo llegaría para cubrir una cuarta parte del consumo total de gas (unos 400.000 millones de metros cúbicos al año).
El Gobierno alemán de Olaf Scholz ya declaró el 30 de marzo el estado de alerta temprana del plan de emergencia de gas y desde entonces publica un informe diario sobre el suministro y el nivel de los tanques de almacenamiento. La tercera y última fase del plan, el llamado nivel de emergencia ante la escasez de recursos, otorgaría a la Agencia Federal de Redes la autoridad para asumir la distribución y asignación de las cantidades de gas disponibles. Su director, Klaus Müller, ha lanzado una alerta esta misma semana ante los bajos niveles de almacenamiento en la primera potencia económica europea.
El carbón marca el camino del petróleo y el gas
La ruptura energética con Rusia dejó de ser una hipótesis el pasado 7 de abril para convertirse en una amenazante realidad. Ese día, los 27 socios de la UE decretaron un embargo sobre el carbón ruso, una decisión que dentro y fuera del club comunitario se interpretó como el primer paso hacia un corte definitivo de los lazos energéticos con Moscú. El calendario de la Comisión Europea apunta a reducir este mismo año en un 66% la dependencia energética de la UE respecto a Rusia. Y a prescindir por completo de los hidrocarburos rusos en 2027 como muy tarde.
Pero la virulencia del conflicto en Ucrania, con numerosos crímenes de guerra imputados al Ejército ruso y la implicación cada vez mayor de Occidente en el conflicto, mediante suministro de armas y financiación a las fuerzas ucranias, hace cada vez más insostenible el mantenimiento de una relación normal entre las energéticas rusas y sus clientes europeos. La cadencia diseñada en Bruselas está clara: primero ha sido el carbón; después será el turno del petróleo; y, por último, se llegará al gas. Y consumido el primer capítulo, los Veintisiete ya han empezado a escribir el guion del segundo.
¿Por qué el crudo? Su corte es “relativamente manejable”. “Los mercados del petróleo y del carbón son más líquidos”, añadía en un evento telemático reciente Georg Zachmann, investigador de Bruegel experto en Energía. Esto quiere decir que si dejan de comprarse estos combustibles al régimen de Vladímir Putin, se puede acudir con facilidad a otros proveedores: Australia o Sudáfrica si se trata de carbón (o aumentar la producción propia en Polonia o Alemania); y en el caso del petróleo, Arabia Saudí y el resto de las monarquías del Golfo, Venezuela, Estados Unidos e, incluso, Irán si se llega a un pacto sobre el acuerdo de no proliferación nuclear. Claro que ir a comprarlo a otros, probablemente, costará más caro.
En Bruselas se teme que este segundo paso desencadene como represalia un corte del suministro del gas ruso, aunque el grueso de los ingresos de Moscú proviene de sus vecinos occidentales. “Tiene efectos más fuertes”, señalaba Zachmann, quien, no obstante, cree que la crisis puede ser manejable si se actúa con rapidez. “Necesitamos movernos inmediatamente. […] Tenemos que demostrar que podemos vivir el próximo invierno sin el gas ruso y podemos hacerlo si los europeos actuamos juntos y nos organizamos bien”, continuaba el experto, señalando que no cree que suponga un coste de dos dígitos de PIB en la UE (más del 10%) y si se hace bien incluso bastante menos, aunque sin dar datos.
Un reciente estudio de la Universidad de Bonn sí que los da para Alemania: una contracción económica entre el 0,5% y 3%, en el peor escenario, lejos todavía del 4,5% que provocó el coronavirus. Actuar “bien” y juntos, para Zachmann, pasa por un vademécum que comienza por alargar la vida útil de las centrales nucleares ―Berlín apagó tres a finales de año y va a desenchufar otras tres en diciembre, y el canciller Scholz ya ha descartado cambiar los planes―, flexibilizar las normas medioambientales para poder quemar más carbón, poner en marcha la producción de gas allí donde se ha frenado hasta ahora (en Groningen, en Holanda, dejó de extraerse porque provocaba temblores de tierra), importar GNL de Estados Unidos y no subsidiar el consumo energético (al contrario de lo que hizo España dando 20 céntimos por litro para repostar combustible a todos los ciudadanos, sean transportistas o no).
Julia Poliscanova, de la organización Transporte y Medio Ambiente, coincide con el investigador de Bruegel en que prescindir del petróleo ruso es “manejable”. Su análisis se centra básicamente en el sector del transporte y sus propuestas se dirigen, sobre todo, a un ahorro de consumo por esta vía: impulso del teletrabajo y el transporte público; no favorecer el uso de camiones propulsados por GNL e instalarles, en cambio, más suplementos aerodinámicos; no subvencionar indiscriminadamente el consumo de combustible, ayudar a los hogares que lo necesitan, más automóviles eléctricos, dejar el coche en casa a la hora de hacer la compra… “Hay que reducir las ineficiencias en el transporte”, subraya.
Al contrario de lo que defiende Zachmann, la analista no apuesta por sustituir el carbón ruso por el australiano y sí, a medio plazo, por la electrificación del transporte. “China y Estados Unidos están negociando con otros Gobiernos para asegurarse la provisión de litio y níquel; Europa, no”, señala con la mirada puesta también en el medio plazo, no solo en el corto.
Tal vez todas estas medidas puedan evitar el temido racionamiento si llega pronto el corte abrupto de la energía rusa. Pero no se puede descartar una limitación forzosa del consumo. Un informe de la consultora Algebris Investments apunta que la UE podría encontrar rápidamente alternativas para el 66% de las importaciones rusas de gas. Pero aun así podría afrontar un déficit de suministro de unos 70.000 millones de metros cúbicos que “agotarían las reservas de gas en cinco meses”, advierte el informe. El impacto de una escasez de gas en hogares y empresas sería brutal, dado que el 60% del consumido se destina a la producción de electricidad y a la calefacción, y el 25% a la industria.
La búsqueda de alternativas acarrea, además, un previsible aumento de precios, añadido al que ya se ha producido y que ha llevado a la mayoría de los países europeos a adoptar medidas para intentar mitigar o neutralizar el impacto de la crisis energética en ciudadanos y empresas. En total, 24 de 27 países han adoptado ese tipo de planes, con un coste presupuestario considerable.
La Comisión Europea ha secundado esa respuesta urgente, pero apunta con énfasis que la salida de la crisis requerirá cambios en el patrón de consumo. Y si estos no llegan de forma voluntaria, se acabará imponiendo por la vía de los hechos: bien otra vez por la subida los precios o bien por la normativa en forma de limitaciones y eficiencia.
Pittel, la directora de la división energética del IFO, apunta al dilema que afronta la clase política en esta coyuntura: “Los Gobiernos se enfrentan a una dura decisión en este sentido. Fundamentalmente, los precios altos de la energía son importantes, ya que indican a los consumidores y a las empresas que deben utilizar menos energía”. Aunque eso no implicaría, para ella, dejar de lado a los que menos tienen y añade que “los hogares vulnerables necesitan ayuda para hacer frente a unos costes energéticos especialmente elevados. En este caso, el Estado debería funcionar como una especie de seguro contra el riesgo a gran escala, ayudando a los que no pueden ayudarse a sí mismos”.