Vladímir Putin, con su aventurerismo militarista, se ha convertido en el mejor reclutador de países para la Alianza Atlántica
No cabe duda de que ha sido la invasión rusa de Ucrania la que ha precipitado la decisión de Finlandia y Suecia para entrar en la OTAN. A falta de las formalidades de rigor para oficializar la novena ampliación de la Alianza, resulta ya evidente que estamos ante un giro estratégico en el teatro europeo del que todavía no es posible determinar las consecuencias. Lo que sí podemos entender de momento es que:
Para Helsinki y Estocolmo este paso es una respuesta a su principal amenaza de seguridad: Moscú. Protegiéndose bajo la cobertura aliada calculan que mejoran sustancialmente su seguridad, conscientes, por un lado, del riesgo de sufrir lo que le ha sucedido a Ucrania y, por otro, de que sus propias fuerzas no son suficientes para protegerse adecuadamente. Romper con su histórico no alineamiento es la prueba más clara del temor que inspira una Rusia que no ha logrado atraer amistosamente a su órbita a ningún vecino desde el final de la Guerra Fría.
Para Rusia es un desastre sin paliativos. Vladímir Putin, con su aventurerismo militarista, se ha convertido en el mejor reclutador de países para la OTAN. Basta con recordar que tanto Estados Unidos como la OTAN —en respuesta al ultimátum ruso del pasado 17 de diciembre, en el que reclamaba negociar un nuevo orden de seguridad en el continente— aceptaron la conveniencia de discutir esa cuestión, asumiendo implícitamente que la ampliación de la Alianza y algunas decisiones estadounidenses (retirada del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF, por sus siglas en inglés) y despliegue del escudo antimisiles en su vecindad) habían creado un desequilibrio que despertaba lógicos temores en Moscú. Pero ha sido Putin el que, desbaratando también de paso una cumbre ya convocada con Joe Biden, ha cerrado la puerta a dicha posibilidad. Y hoy se encuentra con que la frontera directa entre Rusia y la Alianza se va a duplicar.
Para la OTAN es agua bendita. Diagnosticada de “muerte cerebral” por Macron, debilitada por sus divergencias internas entre europeístas y atlantistas, y deprimida tras la amarga experiencia en Afganistán, se encuentra sorpresivamente reconvertida en protagonista principal de una dinámica de tensión con el viejo adversario. En términos estratégicos, la ampliación supone un claro reforzamiento del flanco norte, dificultando aún más las pretensiones rusas no solo en el Báltico sino también en el Ártico, gracias a las aportaciones de quienes cabe considerar como contribuyentes netos a la seguridad aliada. Se trata no solo de dos miembros de la Asociación para la Paz y de la Iniciativa de Interoperabilidad de la Asociación- es decir, de dos ejércitos que llevan más de veinte años adiestrándose con procedimientos OTAN y participando en maniobras aliadas y en operaciones internacionales en los Balcanes y en Oriente Medio-, sino también con presupuestos de defensa rondando el 2% del PIB, una industria de defensa competitiva, unos efectivos humanos muy cualificados, así como con unos medios que incluyen capacidades cibernéticas, artilleras (Patriot) y aéreas (F-18 y F-35) nada desdeñables.
Para la Unión Europea, por contra, quizás no sea esta la mejor noticia. A fin de cuentas, en el caso de Finlandia, parece claro que el paraguas que ofrece Bruselas (artículo 42.7 del tratado de la UE) no le resulta muy atractivo o creíble, en comparación con el que ofrece la OTAN en su artículo 5. Para una Unión que aspira desde 2016 a la autonomía estratégica, y por mucha complementariedad que se quiera trasmitir entre ambas organizaciones, parece inmediato entender que el reforzamiento de una supone automáticamente un freno para la otra. Y, entretanto, crece el riesgo de escalada y se desequilibra aún más el orden de seguridad del continente.