Toda la estrategia de miedo contra el nuevo presidente colombiano y Francia Márquez se basó en la injustificada analogía de su proyecto con el castrismo y el chavismo
“Todo es historia”, decía el historiador mexicano Luis González y González. De cualquier triunfo electoral, en unas elecciones democráticas, se puede decir que “es histórico”, pero en un país como Colombia, donde desde los tiempos de Jorge Eliécer Gaitán la izquierda ha estado muy lejos de llegar al poder, el triunfo de Gustavo Petro, con una notable ventaja sobre su último rival, Rodolfo Hernández, es una clara señal del cambio político que se vive en América Latina y el Caribe.
Las lecturas simplistas de la realidad colombiana, desde los extremismos de derecha o izquierda, han buscado inscribir a Petro en las corrientes más autoritarias de la región, que son las que promueven los gobiernos de Venezuela, Nicaragua y Cuba. Basta con leer el programa del Pacto Histórico para confirmar que se trata de un fenómeno con más divergencias que coincidencias con el chavismo: suscripción del marco constitucional previo -el de la muy avanzada Constitución de 1991-, crítica del extractivismo, transición energética y soberanía alimentaria, reivindicación de los nuevos derechos comunitarios, rechazo al reeleccionismo.
A Petro y a su compañera de fórmula, la afrocolombiana Francia Márquez, se les vincula al castrismo y el chavismo con argumentos superficiales: el pasado guerrillero del político –rasgo que comparte con otros líderes de la izquierda democrática latinoamericana, como José Mujica, Dilma Rousseff o Michelle Bachelet-, la propuesta de restablecimiento de relaciones con Venezuela –paso inevitable si Colombia quiere hacer frente, en serio, a la presión migratoria y a la violencia descontrolada en su frontera-, o la propuesta de una reforma agraria, que para nada tiene que ver con los proyectos estatalistas de la Cuba soviética o la Nicaragua sandinista.
Toda la estrategia de miedo contra Petro y Márquez, en estas elecciones, se basó en la injustificada analogía de su proyecto con el castrismo y el chavismo. Más o menos el mismo guion que se usó contra Andrés Manuel López Obrador en México, contra Gabriel Boric en Chile o, ahora mismo, contra Lula da Silva en Brasil. Sin embargo, lo que observamos en la práctica, en México o en Chile, y muy pronto, también, en Colombia, es que esas izquierdas democráticas encabezan programas de gobierno muy distintos a los de los del bloque bolivariano, que son diferentes entre sí.
No solo a la derecha extremista, también a la izquierda dogmática y geopoliticista le interesa promover mediáticamente falsas equivalencias entre las agendas de Petro y el bloque bolivariano. Y no se trata sólo de una proyección mediática, fácilmente comprobable revisando algunos periódicos de la izquierda partidaria de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Muy pronto veremos al bloque bolivariano movilizándose para acercar a Petro a sus posiciones, como ha hecho con los gobiernos de López Obrador en México y Alberto Fernández en Argentina, sin resultados tangibles, más allá del comprensible rechazo al embargo comercial y las sanciones de Estados Unidos contra esos países y su equivocada exclusión de un foro interamericano como la Cumbre de las Américas.
Al nivel de las políticas públicas concretas, en el orden internacional o el interno, ninguno de los gobiernos del nuevo progresismo ha seguido las pautas del castrismo y el chavismo. De hecho, a diferencia de sus antecesoras inmediatas, estas izquierdas en el poder apuestan resueltamente al marco interamericano, como vimos recientemente en Los Ángeles, o avanzan a un esquema de integración con Estados Unidos, como el que propone López Obrador en México, más profundo que el que promovieron los gobiernos mexicanos previos.
Ante el avance de un nuevo progresismo, claramente postcastrista y poschavista, el bloque bolivariano ha debido recurrir a una simulación discursiva y diplomática, cada vez más sofisticada. Sus opositores menos imaginativos, con frecuencia, son víctimas de esa simulación, que les permite refrescar el viejo anticomunismo, que recobra aliento con las nuevas derechas del siglo XXI, estilo Donald Trump en Estados Unidos, Vox en España o Marine Le Pen en Francia. La caricatura de Petro como guerrillero y comunista, sirve a esas derechas para armar campañas políticas de alto rendimiento electoral en sus respectivos países. Campañas que en el pasado reciente, en naciones como Bolivia, han aislado internacionalmente a los gobiernos de izquierda y los ha orillado al entendimiento con el bloque bolivariano.
Al igual que López Obrador, Petro ha sido muy parco en temas de política exterior. Lo poco que ha dicho, sin embargo, apunta a una estrategia diplomática autónoma y realista, con buenas relaciones con Estados Unidos, Europa, China y los gobiernos de la región. Por afinidad programática, sería de esperar una interlocución privilegiada de Petro con líderes del nuevo progresismo, como Fernández, Boric y López Obrador, más que con los del polo bolivariano. Pero tampoco parece imaginable una relación tensa con gobiernos de derecha, en las fronteras colombianas, como los de Ecuador o Panamá. Ese realismo ofrece mayores posibilidades para involucrar a Colombia en temas urgentes de la política regional como la migración, el cambio climático, la igualdad, los derechos humanos y la democracia.