Hasta los 10 años no aprendió a leer y estaba firmemente decidido a no dedicarse a la política. Matemático de formación, el dirigente noruego es hoy secretario general de la Alianza Atlántica, que esta semana celebra una cumbre en Madrid
Jens Stoltenberg (Oslo, 63 años) es matemático de formación y también de vocación, hasta el punto de que, cuando le preguntan qué libro se llevaría a una isla desierta, apuesta por un manual de estadística. Pero la lógica científica de este noruego espigado y en buena forma se estrella desde hace años contra un enigma que no es capaz de resolver: cómo es posible que su hermana pequeña muriera víctima de la adicción a las drogas si creció y se educó en el mismo entorno familiar, escolar y social que su hermana mayor, una médica de éxito, y que él mismo, que ha llegado a ser nada menos que secretario general de la OTAN después de ser dos veces primer ministro de su país. “Una foto de los tres está siempre en su despacho”, apunta una persona que le trata casi a diario en la sede central de la OTAN en Bruselas.
El máximo dirigente de la Alianza Atlántica ha confesado que da vueltas y vueltas a esa triste paradoja. Pero su propia trayectoria, mucho más feliz, no deja de ser menos sorprendente. Nada hacía prever que el pequeño Jens fuera a tener una carrera de éxito, y mucho menos en política. O que acabara siendo uno de los protagonistas de un escenario global en el que, con la invasión rusa de Ucrania, han resurgido los fantasmas de una tercera guerra mundial y de la destrucción nuclear.
Hasta los 10 años, Stoltenberg fue incapaz de aprender a leer y a escribir, le costaba incluso hablar y padecía obesidad. “Nada indicaba que pudiera ser líder de un partido, primer ministro o secretario general de la OTAN”, confesaba en la emisora británica BBC Radio 4, en una de las conversaciones más personales que ha tenido en público.
Stoltenberg había mamado la política en casa, con unos padres muy comprometidos con la socialdemocracia y con las causas de emancipación nacional de los años sesenta y setenta. De niño pensaba que era normal que por su hogar pasasen combatientes africanos por la libertad llegados desde Angola, Mozambique o Sudáfrica, incluido el mítico Nelson Mandela. O que su madre fuera feminista y luchara por derechos sociales, familiares y por el matrimonio homosexual.
La llama política no prendió en un joven volcado en sus estudios de matemáticas y estadística, firmemente decidido a evitar la carrera política que había seguido su padre y a orientar su vida laboral hacia la administración (llegó a ser funcionario) y la educación. Entre los caminos alternativos que eligió estuvo también el periodismo. Pero bifurcación tras bifurcación, la senda desembocó, de la mano del Partido Laborista, en el terreno que con tanto ahínco había intentado evitar. Varias décadas después de aquel fortuito giro en su biografía, Stoltenberg sigue al pie del cañón, nunca mejor dicho.
Esta semana preside en Madrid una cumbre de la OTAN con vocación de histórica: marcará el inicio de un rearme del Viejo Continente sin precedentes desde el final de la II Guerra Mundial y el despliegue de más tropas en un flanco de la Alianza (desde el Báltico hasta Rumania) que se siente amenazado por el presidente ruso, Vladímir Putin. Desde que el Ejército ruso entró en Ucrania e hizo añicos la paz, el secretario general afronta el riesgo de un choque armado entre la OTAN y Rusia. Ante esa situación pavorosa, “mantiene la calma y el pulso firme”, dicen desde su equipo.
En política, Stoltenberg vivió también el día más triste de su carrera: el ataque terrorista de 2011 en la capital noruega y en la isla de Utoya que se cobró la vida de 77 personas, la mayoría jóvenes que asistían a un campamento de verano organizado por las juventudes del partido socialista. Él pasó muchos veranos en Utoya, conocía como la palma de su mano el escenario de la matanza, cometida por un ultraderechista noruego.
La respuesta del entonces primer ministro fue abogar por más democracia y más transparencia, combinadas con más firmeza frente a las potenciales amenazas. Stoltenberg, que de joven había acudido a las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, se topaba con una violencia inusitada en su país.
Poco después, en 2014, el noruego se ponía al frente de la mayor alianza defensiva del planeta, con 30 aliados en la actualidad, que suman casi 1.000 millones de habitantes y copan el 50% del poder militar mundial. Su mandato coincidió con la presidencia de Trump, que en la cumbre de la OTAN de 2018 llegó a poner en duda la supervivencia de la Alianza.
El dirigente noruego, a quien algunas fuentes acusan de plegarse demasiado a la voluntad de Washington, se afanó en mantener la unidad de los aliados. Y lo logró. “Nadie notó que en aquella cumbre mantenía la calma y concentración, a pesar de ser consciente de que su padre agonizaba en Oslo”, apuntan desde su entorno. “Al terminar, voló a Noruega y estuvo junto a él cuando murió”.
La herencia de Trump acabó en la humillante retirada de la OTAN de Afganistán por la victoria de los talibanes, lo que agravó la inestabilidad de la organización. Pero una guerra en Europa ha devuelto a la Alianza su histórica misión: contener las tentaciones expansionistas de una Rusia otrora comunista y ahora en manos de una cleptocracia, pero siempre armada hasta los dientes y con el botón nuclear al alcance del Kremlin. Stoltenberg, que ha sido designado para presidir el Banco de Noruega, ha aceptado prolongar hasta 2023 su mandato en Bruselas. A su equipo le dijo: “Lo que estoy haciendo ahora es mucho más importante”. La guerra volvió a frustrar su vocación.