Activistas y disidentes políticos temen un endurecimiento de la represión tras unas revueltas que han dejado al menos 225 muertos, 4.500 heridos y cerca de 10.000 detenidos
Las manifestaciones acabaron en un baño de sangre, con tiroteos, saqueos, incendios de edificios gubernamentales, el terror extendiéndose entre los ciudadanos, la llegada de tanques rusos, centenares de muertos, miles de detenidos, un apagón informativo y la imposición de una extraña normalidad militarizada. Pero durante unos días de principios de enero, cuando activistas, opositores y otros miles de personas se echaron de forma pacífica a las calles de Kazajistán para protestar por el alza de los precios del combustible y reclamar reformas profundas en el país, algunos, por un momento, llegaron a creer que el régimen podía caer. Con la vuelta al orden, sin embargo, muchos tuvieron que regresar a sus madrigueras para seguir la lucha.
En lo alto de un viejo bloque de viviendas, a las afueras de Almaty, capital financiera del país y epicentro de las protestas kazajas, hay un apartamento vacío y sin muebles. En su interior se encuentra Zhanbolat Mamai, de 33 años, junto a dos personas de su confianza. Un amigo le ha prestado esta especie de piso franco para que pueda atender visitas. Zhanbolat, un conocido opositor, tiene aún el párpado de un ojo enrojecido por los golpes recibidos durante las protestas. Mira por la ventana, hacia donde arrancaron las manifestaciones el 4 de enero, que él mismo contribuyó a convocar. Y relata emocionado la esperanza que sintió al ver a miles de personas marchando hacia el centro.
“Fue algo sin precedentes en la historia moderna”, rememora. “Gente corriente, manifestantes pacíficos, que querían un cambio político. Gritaban: ‘¡El viejo tiene que irse!”. Este cántico, que prendió en todo el país, desde las provincias petroleras del oeste, de donde manan los hidrocarburos del Caspio, hasta las calles empinadas de Almaty, en el extremo oriental y ya a un paso de la frontera con China, reclamaba la marcha definitiva de Nursultán Nazarbáyev, de 81 años, el presidente que rigió con puño de hierro los designios del país durante casi tres décadas.
En 2019, Nazarbáyev dejó el poder y le sucedió un colaborador suyo, el actual presidente, Kasim-Yomart Tokáyev, pero sus tentáculos han seguido manejando muchos de los hilos. El expresidente conservó el liderazgo espiritual de Kazajistán; en muchos lugares su rostro sigue siendo omnipresente; la capital, Astaná, fue rebautizada Nursultán en su honor; se aseguró el control de un buen número de negocios a través de familiares y personas afines, según denuncian sus críticos, y se quedó también al frente de puestos clave, como la presidencia del Consejo de Seguridad Nacional.
El activista político Zhanbolat cree que el país no pasó página del todo. “La gente en Kazajistán está harta de vivir en un régimen autoritario”, afirma. Fundador del Partido Democrático, no reconocido oficialmente, en 2017 este periodista pasó en prisión siete meses y otros tres en libertad vigilada, tras ser condenado por blanquear dinero a través del diario en el que escribía, crítico con el poder (un delito que él niega). Se le prohibió también ejercer como periodista tres años. Ha sido detenido en numerosas ocasiones. También fue arrestado y golpeado por las fuerzas del orden en los primeros compases de las manifestaciones de enero. Pero fue puesto en libertad y marchó hacia la plaza de la República, donde las protestas se volvieron violentas y acabaron en sangrientos enfrentamientos armados en las inmensas avenidas de estilo soviético.
Zhanbolat asegura que él trataba de imponer la calma, pero una turba comenzó a golpearle. Muestra una foto en el móvil en la que se le ve el rostro hinchado, amoratado y vendado. El activista denuncia que, el segundo día, las protestas fueron reventadas por grupos criminales relacionados con las élites en el poder, cambiando el curso de los acontecimientos.
Distintas capas de crisis
La crisis de Kazajistán, por un momento, pareció tomar el camino de la revolución democrática de Ucrania. Pero enseguida se transformó en una compleja crisis de varias dimensiones, una “melée”, como la llama un analista occidental en Almaty, en la que se superponen distintas capas: están los trabajadores del petróleo protestando por el alza vertiginosa de los precios del gas licuado en este país rico en hidrocarburos, los activistas que reclaman democracia y libertades, los jóvenes sin perspectivas venidos de los suburbios que saquean comercios, roban móviles y deportivas y queman coches, al estilo de las banlieues parisinas. Y, por encima, sobrevuela un thriller político de intrigas palaciegas y una partida geopolítica en la que el presidente Vladímir Putin ha conseguido avanzar sus peones en uno de los países más extensos y abundante en recursos del mundo.
Los charcos de sangre que seguían en el suelo días después de los tiroteos son, en el fondo, el reflejo de una confusa suma de intereses, de la que aún se sabe muy poco. Durante una decena de días no ha existido ni siquiera un dato oficial de fallecidos. Finalmente, el sábado la Fiscalía ha hecho pública la cifra de 225 muertos, entre ellos 19 miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad, y 4.500 heridos, la mayor parte de ellos en Almaty. La lista de detenidos ronda los 10.000, según el Gobierno.
“Hay muchas declaraciones. Pero ¿dónde están los hechos?”, resume esa sensación de no saber nada el analista kazajo Dosym Satpayev, director de Kazakh Risk Assessment Group. Es como si el país siguiera, en parte, en la penumbra provocada por el corte de internet decretado por las autoridades para dificultar las comunicaciones en los momentos más duros de los enfrentamientos.
En opinión de este politólogo, el giro violento de las manifestaciones fue una guerra entre familias políticas por el control del poder en Nursultán, con su extensión en forma de grupos criminales en las calles. “La pugna entre Tokáyev y miembros de la familia de Nazarbáyev fue la principal razón de desestabilización en Kazajistán”, asevera Satpáyev, aunque sin pruebas firmes. Pero aporta indicios: en los primeros compases de las protestas el actual presidente cesó y arrestó al jefe de los servicios secretos kazajos, Karim Masimov, cercano a Nazarbáyev, bajo sospecha de alta traición al Estado. También fue detenido un famoso líder de una banda criminal, Arman Dzhumageldiyev, conocido como salvaje Arman. Y Nazarbáyev fue cesado de forma fulminante de su puesto como presidente del Consejo de Seguridad. Desde entonces, sigue desaparecido y sin dar señales de vida.
Más indicios: en un giro de guion sin precedentes, el presidente Tokáyev llegó a cargar en un discurso pronunciado esta semana contra el legado de su predecesor, al que culpó de haber fomentado “una casta de ricos”. Y el sábado la compañía nacional de gas y la empresa nacional de transporte de petróleo anunciaron el cese de dos yernos de Nazarbáyev, que ejercían cargos directivos.
“El punto de inflexión en las protestas pacíficas masivas fue la aparición de grupos criminales controlados por el Gobierno que organizaron disturbios, incendios y saqueos”, asevera también un reciente informe elaborado por la Federación Italiana de Derechos Humanos junto a 11 organizaciones civiles de Kazajistán.
El estudio también denuncia la falsedad de las alegaciones del presidente Tokáyev, quien aseguró que el país se enfrentaba a grupos terroristas coordinados desde el extranjero. “El régimen afirmó que Kazajistán había sido atacado por 20.000 terroristas internacionales”, dice el documento, “para justificar los disparos y la llegada de las tropas de ocupación”, señala en referencia a la intervención de las tropas de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva. Esta asociación militar del espacio postsoviético, liderada por Rusia, desplegó como un relámpago más de 2.000 militares para contener la crisis.
“Tokáyev no se fiaba de sus servicios de seguridad”, afirma un analista occidental en Almaty. Por eso tuvo que reclamar la intervención de los rusos; con su entrada y la dura represión de las protestas, el actual presidente ha amarrado su liderazgo frente a los grupos afines a Nazarbáyev. “Le ha mostrado a las élites que tiene el apoyo de Putin”, añade el politólogo Dosym Satpáyev. A su vez, el presidente ruso ha ganado un amigo leal con una deuda y ha enviado un mensaje a otros actores de Asia Central: “Les ha dejado claro quién es el jefe en la zona”, afirma el analista occidental. “¿A quién vas a llamar si tienes un problema?”.
Para el opositor Zhanbolat, la llegada de las bandas violentas y su represión ha tenido como objetivo minar aún más el papel de quienes, como él, reclaman sin violencia mayores libertades. “Los activistas políticos no participamos en acciones criminales. Organizamos protestas pacíficas. El régimen quiere usar esta situación para destruir la oposición política en su contra”, denuncia.
En un duro informe, publicado esta semana, Human Rights Watch estima que, en el último año, el respeto a los derechos fundamentales no ha avanzado en Kazajistán. “Las autoridades reprimieron a los críticos del Gobierno utilizando cargos demasiado amplios de extremismo, restringieron el derecho a la protesta pacífica, suprimieron la libertad de expresión”, dice el informe, que no recoge la crisis actual. El poder, añade, “continuó interfiriendo y restringiendo rutinariamente el derecho a la reunión pacífica al detener, multar o sentenciar a penas privativas de libertad cortas” a quienes ejercieron este derecho. Y explica cómo la Policía recurrió cada vez más a la práctica de “encerrar” a los manifestantes al detener de facto a grupos en la calle hasta por 10 horas.
“¡Aquí no puedes criticar al presidente porque acabas muerto!”, grita uno de los manifestantes. Es finales de noviembre, poco más de un mes antes de las protestas, y en Almaty transcurre una pequeña manifestación para denunciar la muerte del poeta y disidente Aron Atabek, que ha fallecido a los 68 años por complicaciones derivadas de la covid tras pasar 15 años en prisión. Atabek fue condenado a 18 años de cárcel tras ser declarado culpable por la muerte de un policía en unos violentos enfrentamientos en 2006. Él siempre defendió su inocencia. En la manifestación, su hija y los activistas denuncian que su salud se agravó entre rejas debido a las torturas y los malos tratos.
En la concentración hay casi tantos manifestantes como miembros de los servicios de seguridad (los organizadores han contado 32). Llevan abrigos oscuros y gafas de sol y graban la escena y se tocan el pinganillo en el oído y tratan de amedrentar a la prensa y a los asistentes. La concentración ha sido convocada por la agrupación opositora Despierta Kazajistán, formada en 2019. Dos de sus miembros, Darkhan Sharipov y Dana Sharipova, de 32 años, que suman tres detenciones entre ambos, confiesan: “Estamos arriesgando nuestra libertad por estar aquí”. Y también: “Pedimos una reforma constitucional, el cambio del sistema electoral y un equilibrio de poderes”.
En ese momento, poco hacía prever lo que acabaría ocurriendo en los primeros días de enero. La joven Mira Ungarova, otra activista de 18 años de Despierta Kazajistán, se unió a las protestas en Almaty el primer día; sufrió los efectos del gas pimienta hasta casi vomitar, y vio en persona cómo la manifestación pacífica se fue volviendo violenta, por culpa de “provocadores”. Escuchó aterrada las detonaciones de las granadas aturdidoras y no dio crédito cuando vio tanques y escuchó el sonido de las armas de fuego (un repiqueteo que no comprendió hasta más tarde). “Igual es que soy un poco naíf”, dice unos días después de los hechos, en una cafetería ubicada a un paso de los edificios quemados. La ciudad ha ido recuperando la vida normal, los comercios reabren y los tanques rusos han comenzado ya su retirada.
“La chispa no fue solo el incremento del precio del petróleo, sino el resultado de 30 años de constante falta de respeto a los derechos humanos fundamentales de los kazajos, de represión y de violación de las libertades”, dice esta joven rubia de rostro oriental, que comenzó a involucrarse en movimientos disidentes a los 15 años, en 2019. A esa edad, cuenta, le llamó la atención que a la capital del país se le cambiara el nombre por el de “un dictador”.
Ungarova tiene un discurso combativo y articulado: “Estoy harta de que haya elecciones injustas. El sistema está roto. El dinero del Gobierno va a determinados grupos de las élites, creados por el dictador, que disfrutan de una buena vida mientras los kazajos viven bajo el umbral de pobreza. No hay libertad de expresión. Y todavía existe represión política y hay presos políticos”.
También asegura que teme lo que pueda pasar tras el baño de sangre. “Me recuerda a Bielorrusia”, explica, en referencia a las revueltas democráticas del verano de 2020, cuando miles de personas salieron a la calle para reclamar la caída del régimen de Aleksandr Lukashenko. “Tras las protestas, el país se volvió aún más autoritario”, concluye y, al abandonar la cafetería, se va por la misma calle donde hace una semana se veían edificios en llamas, tanquetas y disparos de ametralladoras.