Durante las últimas semanas, el país latinoamericano ha visto como el número de contagios se ha multiplicado y que el número de personas que quieren realizarse una prueba ha aumentado hasta el punto de que muchos no encuentran un lugar donde poder hacerla. Un número importante de urbes brasileñas han suspendido por otro año los festejos de carnaval.
“Chicos, me hecho un test de antígenos y he dado positivo. Creo que me he pillado la Ómicron”. Este mensaje llegó el 27 de diciembre en un grupo de mi WhatsApp y cayó como un jarro de agua fría. La noche anterior había cenado junto al recién diagnosticado para cuadrar los detalles de una pequeña fiesta de Nochevieja, una celebración entre pocos amigos planificada en un momento en que Brasil registraba los mejores datos desde el inicio de la pandemia de coronavirus.
En Brasil, la variante Ómicron todavía parecía una amenaza lejana, restringida a los países europeos y surafricanos. Pero en realidad, el país más grande de América Latina vivía a ciegas el inicio de la nueva ola, ocultada por un apagón de datos. El 10 de diciembre, el sistema sanitario sufrió un ataque de hackers que lo dejó fuera de combate durante varios días.
A falta de datos fehacientes, el 27 de diciembre Brasil registró 6.840 nuevos casos confirmados y 86 muertes. El día antes del ciberataque, el 9 de diciembre, se registraron 9.278 contagios y 206 muertes. Con una curva baja de muertes y hospitalizaciones, el alcalde de Río de Janeiro Eduardo Paes decidió mantener los tradicionales fuegos artificiales en la playa de Copacabana previstos para la medianoche del 31 de diciembre. Fue una decisión polémica criticada por muchos, a pesar de que el alcalde optó por cancelar los espectáculos musicales y cerró el metro a las 20 horas en un intento de limitar la llegada de los cariocas que viven lejos de la playa.
Por supuesto, nuestra fiesta privada fue cancelada y la celebración de la Nochevieja se convirtió en una cena íntima para cuatro personas con las que había convivido en los días anteriores, con la visita rápida de una pareja de amigos que se quedó durante poco tiempo. El primer día del año, todos los comensales estaban con síntomas más o menos graves: fiebre, dolores musculares y de cabeza, malestar y en algún caso, falta de aire.
El 2 de enero hubo el primer test positivo, al que siguió otro positivo. Mi test de antígenos dio negativo, a pesar de los síntomas. Pero la escena que encontré en el centro público de salud es reveladora de la situación sanitaria de Río de Janeiro. Más de 300 personas convivían en el mismo espacio donde, al mismo tiempo, se realizaban pruebas a personas sintomáticas y asintomáticas. Y la aplicación de la tercera dosis de la vacuna contra el Covid-19.
Además, los enfermos comunes que acudían al centro de salud convivían en ese mismo espacio, sin ninguna medida de distanciamiento. Desde mi llegada hasta la entrega del resultado, pasaron casi seis horas, en las que cerca de 500 personas tosieron juntas. También hice un PCR para descartar la presencia del virus, pero el resultado demora cinco días útiles en salir.
Mientras tanto, cada vez más personas de mi círculo cercano y lejano empezaron a dar positivo. El 4 de enero en todos los grupos de WhatsApp resonaba la misma letanía. “En este momento tengo al menos a 10 amigos infectados”, llegó a comentar un conocido.
La falta de pruebas para detectar el virus hace pensar que los datos oficiales no sean los correctos
La variante Ómicron ha llegado a Brasil con la fuerza de un tsunami y la velocidad de un ciclón. En pocos días, los casos de Covid-19 registrados han crecido un 153% según el Ministerio de Sanidad. Sin embargo, los datos se quedan bastante por debajo de la realidad. Muchos laboratorios privados y farmacias carecen de tests ante el aumento de la demanda, algo que impiden realizar un control exhaustivo de la situación.
Los relatos de personas deambulando de un lugar a otro en busca de un diagnóstico también han crecido exponencialmente en los últimos días. Varios expertos auguran que, para el 15 de enero, Ómicron será la variante dominante en todo el país. En el Estado de Pernambuco, las peticiones de hospitalización han aumentado un 858%, también debido a la epidemia de gripe común, que ha golpeado con fuerza todo el país.
Presionado por los acontecimientos, el alcalde de Río de Janeiro ha suprimido la celebración del carnaval callejero, pero no los desfiles del Sambódromo y las fiestas privadas, alegando que en los espacios cerrados es más fácil llevar a cabo los controles sanitarios. Son muchas las voces que exigen una prohibición total de los festejos ante el avance imparable del virus. Pero Eduardo Paes ha decidido esperar antes de dar carpetazo al segundo carnaval seguido.
De momento, al menos 10 ciudades han anulado su programación carnavalesca. São Paulo, que esperaba a 15 millones de turistas para estas fechas, debe decidir mañana. Las tres principales entidades que representan las comparsas han dicho que no participarán.
Mientras tanto, el gobernador del Estado de São Paulo, João Dória, ha firmado un decreto que obliga a todos los funcionarios públicos a presentar un certificado de vacunación completa contra el Covid-19. La idea de una especie de pasaporte sanitario ha sido rechazada en varias ocasiones por el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro. En diciembre la Corte Suprema obligó al Ejecutivo a exigir este documento a todos los turistas que llegaban a Brasil, ante el temor de que el país pudiese convertirse en un destino de los negacionistas y de los anti-vacunas.
Estas providencias y estas restricciones, sin embargo, llegan tarde. Una sensación de cansancio colectivo se ha apoderado de los brasileños, que llevaban semanas de celebraciones navideñas. En noviembre, además, en Río de Janeiro volvieron los ensayos de las escuelas de samba y de las comparsas carnavalescas, lo que provocó la aglomeración de millares de personas, que ya habían dejado hace tiempo sus mascarillas en el bolsillo.
A pesar de esta coyuntura, Bolsonaro siguió defendiendo una postura negacionista en relación con la vacunación de niños de cinco a once años, aprobada a mediados de diciembre por la Agencia del Medicamento, en línea con la actuación de cerca de 30 países.
El Gobierno brasileño intentó obligar a los centros de vacunación a aplicar la dosis solo tras la presentación de una receta médica. El asunto ha sido politizado durante semanas. En vísperas de Navidad, el presidente reconoció públicamente que no dejaría que su hija de once años se vacunase. “No hay muertes infantiles que justifiquen una acción de emergencia”, afirmó. Un estudio del infectólogo Marco Aurélio Sáfadi, sin embargo, muestra que al menos 2.600 niños murieron por el Covid-19 y que más de 30.000 fueron hospitalizados desde el inicio de la pandemia. Es 10 veces más que en Europa y en Estados Unidos.
Finalmente, el Gobierno ha decidido hoy dar marcha atrás. La vacunación de los niños de cinco a once años no será obligatoria, pero tampoco será exigido un certificado médico para su aplicación Mientras, crece la lista de políticos y famosos contagiados a pesar de las dos dosis de vacuna, y se multiplica el número de casos en los cruceros que atracan en el litoral brasileño.