Desde que un terremoto devastó el país en 2010, la ayuda externa parece haber contribuido a perpetuar algunos de los mayores problemas del país.
Las calles de Haití estuvieron obstruidas durante meses con manifestantes furiosos que quemaron neumáticos, irrumpieron en bancos y robaron tiendas. Las pandillas, a veces con el permiso tácito de la policía, han secuestrado monjas, vendedores de frutas e incluso colegialas para pedir rescates.
Y luego, el miércoles, el país cayó en un descontrol todavía más profundo cuando en la mitad de la noche un convoy de hombres armados irrumpió sin ningún pudor en la casa del presidente, Jovenel Moïse, y lo mató a tiros.
Casi siempre que los haitianos creen que sus circunstancias no pueden empeorar, parece que la nación da otro giro siniestro y ahora se está balanceando en el borde de un vacío político, sin un presidente, un Parlamento ni una Corte Suprema que funcione.
Durante décadas, el caos del país lo ha catapultado como uno de los líderes de una lista de naciones, como Afganistán y Somalia, que han captado la atención del mundo por sus niveles de desesperación. Bajo la sombra del país más rico del mundo, la gente se pregunta: ¿cómo le pudo pasar esto a Haití?
La atribulada historia de Haití es profunda, con raíces en una antigua colonia esclavista de Francia que obtuvo su independencia en 1804, después de derrotar a las fuerzas de Napoleón Bonaparte, y luego sufrió más de dos décadas de una brutal dictadura, que terminó en 1986.
Tiempo después, tras un terremoto que devastó el país en 2010, un influjo de ayuda internacional y fuerzas de paz tan solo parecieron empeorar los infortunios y la inestabilidad del país.
Los fracasos de Haití no han ocurrido en un vacío; han recibido la ayuda de la comunidad internacional, que ha inyectado 13.000 millones de dólares para ayudar a la recuperación del país en la última década. Sin embargo, en vez de la construcción nacional que supuestamente se lograría con el dinero recibido, en años recientes las instituciones de Haití se han vuelto cada vez más vacías.
El año pasado, cuando el presidente permitió que expirara el periodo del Parlamento, dejó a Haití con once representantes electos —Moïse y diez senadores— para una población de 11 millones de personas, lo cual desencadenó una fuerte condena de Washington, pero poca repercusión. Durante el último año y medio, hasta su asesinato, Moïse gobernó cada vez más por decreto.
La situación de Haití no se enmarca en la definición de un Estado fallido, sino que se parece más a lo que un analista definió como un “Estado de ayuda” que apenas subsiste gracias a los miles de millones de dólares que provienen de la comunidad internacional. Los gobiernos extranjeros no han querido cerrar el grifo, por temor a que Haití se hunda.
No obstante, el dinero ha servido como un salvavidas complicado, pues ha dejado al gobierno con pocos incentivos para llevar a cabo las reformas institucionales necesarias para reconstruir el país, pues siempre le apuesta a que, cuando empeore la situación, los gobiernos internacionales abrirán sus arcas, según analistas y activistas haitianos.
La asistencia ha ayudado al país y sus líderes, pues ha brindado servicios vitales y suministros en una nación que ha necesitado con urgencia inmensas cantidades de ayuda humanitaria. Sin embargo, también ha permitido el descontrol de la corrupción, la violencia y la parálisis política.
Aunque lo nieguen, los políticos haitianos históricamente han dependido de las pandillas para que influyan en las elecciones a su favor y con el fin de expandir su territorio político. En los últimos tres años de la presidencia de Moïse, más de una decena de masacres de pandillas vinculadas con el gobierno y las fuerzas policiales han asesinado a más de 400 personas en vecindarios que no apoyan al gobierno y han desplazado a 1,5 millones de personas, pero todavía no se ha responsabilizado a nadie por esos delitos.
Los líderes de la sociedad civil haitiana aseveran que, en vez de aceptar el largo camino de las reformas y crear un sistema que funcione, Estados Unidos ha apoyado a caudillos y ha ligado el destino del país a ellos. Muchos haitianos denunciaron en repetidas ocasiones el apoyo de Estados Unidos a Moïse, pero señalaron que tenían poco poder para detenerlo.
“Desde 2018, hemos pedido rendición de cuentas”, dijo Emmanuela Douyon, experta en política haitiana que rindió testimonio en el Congreso de Estados Unidos este año, donde instó a Washington a cambiar su política exterior y estrategia de ayuda a Haití.
“Necesitamos que la comunidad internacional deje de imponer lo que cree que es correcto y comience a pensar a largo plazo y en la estabilidad”, opinó Douyon en una entrevista.
Estados Unidos debe condicionar la ayuda a Haití a que sus líderes limpien y reformen las instituciones del país, según Douyon y otros analistas. Además, las figuras poderosas deben ser responsabilizadas de la violencia y la corrupción que permea todos los aspectos del país.
“Habrá muchos llamamientos para la intervención internacional y el envío de tropas, pero es importante que demos un paso atrás y veamos cómo la intervención internacional ha contribuido a esta situación”, dijo Jake Johnston, investigador asociado del Center for Economic and Policy Research en Washington, que acuñó el término “Estado de ayuda”.
“Ya se han gastado miles de millones de dólares en la construcción en Haití, pero solo ha contribuido a la erosión del Estado y la politización de estas instituciones”, aseguró Johnston. “Decir que debemos hacer más de eso, bueno, es algo que no funcionará”.
El asesinato de Moïse, ocurrido el miércoles, marcó un capítulo más en la década violenta del país. Los asesinos que asaltaron la residencia de Moïse mataron a un presidente que llegó al poder en 2016, tras ganar las elecciones con apenas unos 600.000 votos. Tan solo el 18 por ciento del electorado ejerció el voto y hubo acusaciones generalizadas de fraude
Sin embargo, Estados Unidos apoyó al líder impopular y controvertido, incluso en medio de peticiones para que dimitiera en 2019, cuando se descubrió que la ayuda internacional que se le había dado al gobierno había desaparecido.
En febrero, Moïse insistió en que permanecería un año más como presidente porque se le había impedido asumir el puesto durante ese tiempo, mientras se investigaban las acusaciones de fraude electoral. A pesar de que los líderes de la sociedad civil exigieron su renuncia, Washington lo respaldó. Se le criticó por considerar que aferrarse así al poder era inconstitucional y esto provocó que el descontento hirviera en las calles y expuso a la capital, Puerto Príncipe, a más incertidumbre y violencia.
Otro fracaso estadounidense se ha producido a miles de kilómetros de Haití, en Afganistán, donde Estados Unidos intentó durante 20 años arrebatar el control del país a los talibanes antes de salir del territorio. El ejército afgano abandonó sus bases o se rindió a los talibanes en masa cuando Estados Unidos retiró sus tropas. Allí, la comunidad internacional proporcionó más de 2 billones de dólares en asistencia desde 2001.
Los ejercicios de construcción nacional en los que Estados Unidos y sus socios internacionales se han embarcado en Haití y en todo el mundo han hecho poco para crear Estados funcionales, en cambio, han originado un sistema en el que actores cuestionables con poco apoyo nacional —como Moïse— están apuntalados porque es la forma más sencilla de lograr estabilidad a corto plazo.