“Europa es un jardín. Hemos construido un jardín. Todo funciona”, declaraba el alto mandatario para Asuntos exteriores de la Unión Europea, Josep Borrell, en octubre de 2022. En el mismo discurso comparaba al resto del mundo con una selva, una selva a conquistar para evitar que “nos invadan”. Pero, ¿es la Unión Europea este cálido jardín?
A principios de febrero de este mismo año, el Parlamento Europeo presentaba las conclusiones de su encuesta del Eurobarómetro, un sondeo realizado en los veintisiete países de la Unión Europea el pasado otoño. El informe presentado destacaba que el 90 % de los europeos están preocupados por el aumento del coste de la vida. Un 39 % de los entrevistados decían tener problemas para pagar sus facturas, lo que supone un 9 % más que en la encuesta realizada en otoño de 2021. Tras la preocupación por el alto coste de la vida, los europeos señalan el miedo a la pobreza y la exclusión social (82 %). La desigualdad ha marcado en gran medida el desarrollo de la Unión Europea prácticamente desde su nacimiento. Con la inclusión de nuevos países y la creación del euro, se incluye a 27 países socios con un desarrollo económico completamente desigual en un mercado único. Una sola política monetaria que tradicionalmente ha beneficiado a los países con mayor potencial industrial y un sistema financiero más sólido. En los últimos meses vemos cómo se han producido diversas protestas y huelgas en todos los puntos de la Unión Europea. Aunque de entrada pueden plantearse en términos de política nacional de cada uno de los Estados, lo cierto es que en muchos de esos casos atienden a una dimensión geopolítica que traspasa las fronteras nacionales. Por un lado, en relación con las “recomendaciones” de Bruselas para la implementación de determinadas reformas que sirven como contrapartida para la obtención de fondos europeos (reformas laborales, cambios del sistema de pensiones, modificaciones del sistema judicial); y, por otro, en relación con la necesidad de importación energética de los europeos. Las sanciones contra Rusia o contra Irán o la reanudación del conflicto en el Sáhara –con un apoyo claro hacia Marruecos de países como España– que complican las relaciones con Argelia, también están determinando en gran medida el estado de crisis general que se transmite. La inflación llegó a su tope histórico en octubre de 2022 en la zona UE. Según la agencia europea de estadística Eurostat, desde entonces se inicia una bajada y en el mes de febrero de 2023 se sitúa en el 8,5 %. Hasta ahora, había sido provocada por el aumento del precio de la energía (una subida del 41,5 % en el mes de octubre); sin embargo, la tendencia actual es que la presión inflacionaria se mantenga, pero ya no motivada por los precios de la energía, sino por la subida del precio de los alimentos. En ambos casos quien está pagando esta crisis son sobre todo los ciudadanos de a pie y, en especial, las clases populares, que ya venían atravesando una situación crítica por cambios estructurales como las reformas laborales, la pérdida de servicios públicos o las privatizaciones, y también las consecuencias económicas derivadas de la crisis del coronavirus. Esto provoca el aumento de la protesta social y también de la inestabilidad política en distintos países. En medio de todo este contexto, vemos un cambio en la hegemonía interna de la Unión Europea. La muerte cerebral de la OTAN que anunciaba el presidente francés hace unos años, en el contexto de las desavenencias con la Administración de Donald Trump –que, por cierto, estaban relacionadas con la exigencia de EE.UU. de subir la participación económica de los Estados miembros de la Alianza Atlántica que ahora sí parecen aceptar–, se ha manifestado más bien como la muerte efectiva del eje franco-alemán como motores de la UE. Ya en 2003, en los prolegómenos de la invasión ilegal de Irak (el pasado día 20 de marzo se cumplieron 20 años), EE.UU. declaró que Francia y Alemania eran la “vieja Europa” y que Polonia lideraría la “nueva Europa”. Esto es algo que cada vez se hace más visible. ¿Estaba la OTAN en pleno proceso de transición de poderes europeos y no precisamente en muerte cerebral? El papel de EE.UU. y posteriormente de la Organización del Tratado del Atlántico Norte son determinantes para el desarrollo de la Unión Europea; y también para la expansión de los capitales europeos. Este segundo elemento es fundamental para comprender que este rol, a veces visto como excesivamente “seguidista”, también tiene beneficiarios en el escenario europeo.
Tras la Segunda Guerra Mundial, con el desembarco de Normandía y las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, EE.UU. se garantizó la anulación de sus rivales por la hegemonía del mundo capitalista. La reconstrucción de Europa la sirvió a Washington para generar una relación de dependencia que aún se mantiene en la actualidad. Recordemos brevemente el origen de la Unión Europea. El 16 de abril de 1948 se funda la OECE (Organización Europea para la Cooperación Económica) con el fin de administrar las ayudas del Plan Marshall, lo que crearía la primera estructura de cooperación económica para la Europa occidental. Esta será la base para la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en la década de los 50. En 1957, con el Tratado de Roma, finalmente se constituye la Comunidad Económica Europea (CEE) o el “mercado común”, que facilita el fin de los derechos de aduana entre los países miembros. En 1986 se firma el Acta Única Europea, destinada a eliminar las trabas a la libre circulación de mercancías a través de las fronteras de la UE, y que da así origen al Mercado Único. Como vemos, el carácter económico de esta alianza ha primado frente a propuestas sobre integración política o militar. No salió adelante el proyecto de Constitución Europea ni tampoco el supuesto plan del eje franco-alemán para la creación de un ejército europeo. Y aún en esos dos proyectos, las críticas a los mismos volvían a ahondar en relación con las necesidades del proyecto económico.
De forma paralela a la creación de estas alianzas dentro de Europa, en abril de 1949 se crea la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), dentro de la lógica del inicio de la Guerra Fría y con un fin teóricamente defensivo ante una supuesta amenaza soviética. Aunque lo cierto es que la primera acción conjunta de la Alianza Atlántica, el bombardeo de Kosovo, no se produjo hasta después de la desintegración de la URSS. Y que, a partir de la desintegración del Bloque Socialista, la OTAN, incumpliendo acuerdos establecidos en el contexto del fin de la Guerra Fría, inicia su expansión hacia el este europeo.
El contexto previo y el desarrollo de la OTAN sirve para el despliegue militar estadounidense por el viejo continente con 452 instalaciones asentadas en Europa: 219 del Ejército de Tierra, 53 de la Marina y 180 de la Fuerza Aérea. No es baladí que Alemania sea el país europeo que mayor cantidad de bases estadounidenses tiene en su territorio, suponiendo el 52 % del total en Europa y el 28 % del total en el extranjero. Quizás es por esto que ante la voladura del gaseoducto Nord Stream 2, por ejemplo, no hayan querido hacer muchas preguntas porque probablemente ya conozcan las respuestas. En el discurso sobre el jardín, Borrell destacó: “Los europeos tienen que involucrarse mucho más con el resto del mundo. De lo contrario, el resto del mundo nos invadirá, por diferentes vías y medios”. Lo cierto es que el desarrollo de Europa se construyó y aún se construye sobre el saqueo de otros pueblos: la colonización primero, el fomento de guerras, de golpes de Estado y de revoluciones de colores está en el ADN de la construcción europea y en el imaginario de líderes como Borrell. Ese “desarrollo” también se nota en las biografías de los pueblos que han sido saqueados, por eso no es de extrañar que esta oleada militarista de los países de la OTAN encuentre un creciente rechazo entre países africanos, asiáticos o latinoamericanos, a los que siguen tratando de imponer sus voluntades e intereses. La crisis europea no atiende solo a un problema de integración interna, ni solo a la dependencia militar o económica de los EE.UU., sino a cómo todo eso ha construido una idea confusa sobre el papel que deben jugar estos países en el mundo. El mundo multipolar que se está construyendo reclama una política internacional respetuosa con la soberanía de los pueblos, ¿están los Estados de la Unión preparados para este cambio?