El presidente de Brasil oficializa este domingo su candidatura a la reelección frente a un Lula que lidera las encuestas con sólida ventaja
La brasileña Jaciara Carneiro, de 48 años, no ha perdido un ápice del entusiasmo que la llevó a votar por Jair Bolsonaro. Y volverá a hacerlo el próximo octubre. “Es mi candidato, el candidato de la familia, de los valores. Es nuestra única esperanza. Todas las personas de bien le apoyan”, dice durante un intercambio de mensajes por WhatsApp. Esta empresaria que vive en el Estado de Bahía y tiene tres hijos es una bolsonarista de manual, parte de ese tercio del electorado que mantiene un apoyo férreo al ultraderechista en la recta final de un mandato marcado por la pandemia, una inflación desbocada (11,8% en 12 meses), el desmantelamiento institucional y un Brasil internacionalmente señalado por su política ambiental.
Pero los votos de los bolsonaristas duros como la señora Carneiro son insuficientes para que el militar retirado de 67 años logre la reelección. Suscita el rechazo de más de la mitad de los electores, según los sondeos. El presidente, que a menudo se define como un soldado con una misión encomendada por Dios, suele advertir: “Solo Dios me saca de esa poltrona”. Y últimamente también insiste en que “esta elección no es entre izquierda y derecha, sino entre el bien y el mal”.
Este domingo Bolsonaro oficializará su candidatura en Río de Janeiro, al lado de Maracaná. La misión se le presenta muy cuesta arriba, según las encuestas, y los precedentes: los partidos de gobierno, el oficialismo, ha perdido todos los comicios democráticos celebrados en América Latina desde 2018. El expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, de 76 años, mantiene hace meses un sólido liderazgo en los sondeos. El mismo al que los jueces apartaron de la carrera en 2018 y rehabilitaron en 2021. Un adversario que le viene al ultraderechista como anillo al dedo para el discurso conmigo o contra mí.
La estrategia del actual presidente para dar la vuelta a ese pronóstico, y conseguir un segundo mandato (e impedir un tercero de Lula), se apoya en dos pilares: repartir dinero público, mucho dinero, sobre todo a los pobres (prioritarios para el izquierdista durante sus gobiernos), y cuestionar el sistema de votación.
La politóloga Talita Tanscheit sostiene que Bolsonaro “está saboteando ya el proceso electoral porque sabe que va a perder. Esta será una campaña volcada no en ensalzar su acción de gobierno, sino en desacreditar el resultado”.
La principal novedad en las últimas semanas es que las Fuerzas Armadas han entrado de lleno en el polémico asunto del proceso electoral. Para apaciguar a Bolsonaro e intentar desactivar un discurso que mina la democracia, el Tribunal Superior Electoral invitó a los militares a participar en la fiscalización del proceso. Resulta que los uniformados han empezado a hacer sugerencias —incluidas algunas consideradas en sintonía con las tesis sin pruebas del presidente— y este cogió el guante para pedir que participen en el recuento.
Para Tanscheit, “los militares se han convertido en aliados del presidente en su campaña y legitiman su discurso. La clave es si el resultado será aceptado”. En ese sentido, los recientes ejemplos de Colombia y Chile tienen un enorme peso. Los candidatos derrotados, ambos de extrema derecha, no se demoraron en admitir públicamente el resultado y felicitar a los vencedores.
En las pasadas elecciones, Bolsonaro aprovechó con maestría, como antes su admirado Donald Trump, la ventaja que supone ser despreciado por el establishment como el candidato más extravagante del menú. Ahora, y emulando de nuevo al expresidente de Estados Unidos, el conocido como Trump de los trópicos lleva meses preparando el terreno ante una hipotética derrota. El temor de los opositores es que el capitán retirado no reconozca el resultado, movilice a sus seguidores y, en el peor de los escenarios sobre los que se especula, el asunto acabe de manera violenta, al estilo del asalto al Capitolio.
El pasado 7 de septiembre, 199 aniversario de la independencia de Brasil de Portugal, el ultraderechista Bolsonaro reunió a los suyos en São Paulo. Allí estaba Carneiro, llegada desde Bahía con su marido y otras parejas bolsonaristas, para escucharle en directo. Ante la multitud, el presidente amenazó con ignorar las decisiones de un juez del Tribunal Supremo que durante meses fue su bestia negra. Ahora comparte el título del más odiado con el presidente del Tribunal Superior Electoral.
La empresaria Carneiro está convencida de que hace cuatro años Bolsonaro fue elegido en primera vuelta, no en segunda. “En 2018 hubo fraude, tenemos documentos. Lo que ocurre es que ganamos nuevamente en segunda vuelta”, proclama, antes de añadir que el presidente Bolsonaro “aceptaría un resultado justo, honesto, correcto”.
Los bolsonaristas han creado una narrativa, que difunden frenéticamente en redes sociales, en la que ellos son los paladines de la democracia y el resto, incluidos el Tribunal Supremo y las autoridades electorales, los golpistas. Cuando a la empresaria de Bahía se le pregunta si teme actos de violencia, responde: “¿Actos de violencia nosotros? Noooo, eso del lado opuesto, la mayoría de ellos son violentos sin escrúpulos”. Solo dias antes, un seguidor del presidente mató a tiros a un militante del partido de Lula que celebraba su cumpleaños en una fiesta.
Una de las preguntas más repetidas en la prensa brasileña es: “¿Habrá golpe?”. La respuesta nunca es breve. Por el momento prevalece la idea de que Bolsonaro puede sembrar caos y confusión, pero que las Fuerzas Armadas no le acompañarán en una aventura golpista. Otra cosa son los generales retirados que lo rodean o le susurran al oído. Uno de ellos se perfila como el números dos de la candidatura pese a que hay presiones para que Bolsonaro elija a una mujer para paliar el enorme rechazo que suscita entre las electoras.
Que Bolsonaro critique las urnas electrónicas y siembre dudas sobre el sistema de votación en general no es nuevo, lo repite hace años, aunque es el mismo que les ha otorgado a él y a tres de sus hijos un cargo electo tras otro. El clan Bolsonaro está estratégicamente repartido. El patriarca, en el Palacio de Planalto. Flavio, el primogénito, conocido en la familia como 01, es senador federal; Carlos, 02, el gran estratega digital, diputado estatal en Río, y Eduardo, 03, el nexo con el partido español Vox, Steve Bannon y el resto de la internacional nacionalpopulista, es diputado federal por São Paulo.
Aunque el clima preelectoral, azuzado por los constantes sondeos, se instaló en Brasil prácticamente el día que Lula volvió al ruedo político tras pasar por la cárcel —las condenas que le apartaron de la carrera en 2018 fueron anuladas—, quedan casi tres meses para la primera vuelta, el 2 de octubre. Lula le saca 19 puntos, según el último Datafolha. Pero, como quedó demostrado en 2018, a veces, hay sorpresa.
El pasado lunes Bolsonaro recibió a los embajadores extranjeros en Brasilia para compartir con ellos infundadas sospechas sobre las próximas elecciones. Desde que Brasil estrenó las urnas electrónicas hace 25 años no se ha detectado un solo fraude relevante. Pero él lo pone en duda. Antes de entrar en materia, se refirió a los pasados comicios: “Fui elegido presidente de la República gastando menos de un millón de dólares y desde el lecho de un hospital”.
Su victoria electoral fue inesperada. A fin de cuentas, era un diputado irrelevante que no había alumbrado una sola ley en tres décadas, solo era famoso por su nostalgia de la dictadura, su homofobia y exabruptos. Lula da Silva estaba en la cárcel. La puñalada asestada por un loco hirió gravemente a Bolsonaro y lo apartó de los debates. Y supo capitalizar la ira de los hastiados con la política de toda la vida y el odio desatado contra la izquierda al descubrirse que, como otros partidos, era corrupta y robaba de la caja común.
Pero la vida en la cúspide del poder es dura. Y cuando Bolsonaro vio peligrar el puesto ante la indignación que causó su postura negligente y el desprecio por la ciencia —y los muertos— en la pandemia, se alió sin complejos con la vieja política que tanto denostó para llegar a la Presidencia. Esos grupos parlamentarios sin ideología que ofrecen su apoyo al mejor postor. Garantizan su supervivencia en el puesto y con ellos y con la oposición ha conseguido un chorro de dinero —7.500 millones de dólares (unos 7.344 millones de euros)— para paliar la inflación que se ceba con los más desfavorecidos. Gracias al malabarismo legislativo al que tan aficionados son los parlamentarios brasileños, la medida salió adelante pese al techo fiscal. Y con amplísimo respaldo. A ver qué parlamentario que busca la reelección vota contra ayudas económicas para millones de pobres en plena crisis. El agujero en las cuentas públicas lo deberá gestionar el próximo presidente.
El programa antaño conocido como Bolsa Familia, que Bolsonaro rebautizó como Auxilio Brasil para desvincularlo del Partido de los Trabajadores de Lula, aumentará notablemente de cuantía y llegará a más familias, habrá ayudas extras para comprar gas y los camioneros recibirán un cheque gasolina. Medidas que caducan, en principio, el 31 de diciembre, la víspera de que el vencedor de las elecciones tome posesión.
Durante el camino desde que fue elegido presidente, Bolsonaro ha perdido el apoyo de muchas mujeres evangélicas —espantadas por su falta de empatía con los 600.000 muertos por el coronavirus y la creciente facilidad de comprar armas que acaban matando a sus hijos—, de muchos de los que confiaban en que acometiera reformas siempre aplazadas para liberalizar la economía o de clases medias que le dieron un voto de confianza y ahora le culpan por la calamitosa situación económica.
Un rato después de responder a las preguntas, la empresaria Carneiro envía otros tres wasaps. Reenvía otros tantos anuncios de la campaña de Bolsonaro en redes con un largo listado de impuestos que ha reducido o eliminado desde que llegó al poder. Un triunfo inesperado que debe a esta empresaria y a 57 millones de brasileños más.