Electores tradicionalmente demócratas se plantean no votar en 2024 a Biden por el apoyo de la Administración demócrata a la ofensiva contra Gaza
Más de un vecino de Bay Ridge asegura que cambiaría las tranquilas calles de este barrio de Brooklyn, epicentro de la comunidad palestina en Nueva York, por estar en Gaza junto a los suyos. Incluso muchos entre aquellos con familia en la Cisjordania ocupada no dudarían en sumarse a la resistencia en la Franja. Porque la pregunta acerca de la atrocidad de los ataques de Hamás en Israel el 7 de octubre, que desencadenaron la guerra, se diluye retóricamente entre los escombros del enclave: ninguno los legitima expresamente, pero no hace falta traducir sus respuestas para averiguar qué opinan.
“Imagina que un niño de cuatro o cinco años, una criatura inocente, ve morir hoy a sus padres, sus hermanos, sus tíos y primos en Gaza por un bombardeo israelí. Todos a la vez, como tantas familias enteras muertas estos días. Dentro de 15 o 20 años, ese chico agarra un arma y entra en un kibutz y mata a una familia judía… Seguirá siendo tan inocente como ahora, pero ¿cómo se le llamará? ¿Terrorista, verdad?”, dice para arrancar la conversación Ali, dueño de una tienda de café y frutos secos. Nacido en EE UU, pero con familia en Ramala (Cisjordania), afirma: “Ojalá estuviera ahora en Gaza, porque nombrar Gaza es un orgullo”.
Las mezquitas de Bay Ridge registran una actividad inusitada desde que empezó la guerra, y las llamadas del muecín, así como los sermones del imán, se escuchan en directo en muchos negocios del barrio, los que no cuelgan el cartel de cerrado para rezar en inglés y árabe. Pese a la afluencia masiva, y al hecho de que los ataques de odio se hayan disparado un 214% desde el 7 de octubre —en su mayoría contra judíos, según el Departamento de Policía de Nueva York—, no se ve un refuerzo de la seguridad en torno a las mezquitas, dos en un tramo de apenas cinco manzanas. Frente a la mayor solo se apostó un coche patrulla los dos primeros días.
“Ni árabe ni estadounidense, solo palestino”
En los abundantes corrillos callejeros pasan de mano en mano vídeos de bombardeos en la Franja, el teléfono móvil convertido en relicario, mientras las mujeres que pasan, la mayoría con la cabeza cubierta, dejan escapar las lágrimas. Ali, que jalona su discurso de menciones religiosas, ya ha tomado dos decisiones: “No volver a votar a los demócratas” por el apoyo de Joe Biden a Israel, “y no volver a hablar árabe, aunque sea la lengua del Corán, por la puñalada trapera que nos han asestado los países vecinos. Ya no me siento árabe, ni estadounidense, soy solo palestino”.
Lo dice un hombre que frisa los cuarenta, nacido y criado en Nueva York, con esposa e hijos estadounidenses. “Esto no es una guerra de religión; de hecho, agradecemos mucho el apoyo de algunos judíos que se manifiestan por el alto el fuego y por los civiles de Gaza, pero la religión no tiene nada que ver: [Israel] está matando también a cristianos”, añade en referencia al bombardeo de la iglesia ortodoxa griega de San Porfirio en Gaza, del siglo XII, que dejó una docena de muertos. Saca el móvil y enseña las fotos de la iglesia en ruinas.
Ali improvisa en la trastienda una tertulia con un cliente y con su amigo y socio Zohair, palestino nacido en Kuwait de padres refugiados y que en su juventud vivió siete años en Cisjordania, durante los cuales pisó cuatro veces las cárceles de Israel, “por querer vivir libremente, por oponerme a la ocupación”. Ciudadano estadounidense, su primera lengua sigue siendo el árabe y, aunque menos religioso que Ali, también se encomienda a Alá en la esperanza de un futuro pacífico. “El presente es una espera fatal”, dice Zohair, mientras enseña un vídeo que acaba de recibir desde el campo de refugiados de Yabalia: un grupo de ancianos compartiendo una bandeja de mezze en una esquina, mientras al fondo se alzan columnas de humo. “Solo esperan morir, en cualquier momento, y lo hacen sin pena ni miedo, con orgullo”.
Las preguntas que Occidente se hace con respecto a la guerra —¿irá a más el conflicto?, ¿es la solución de dos Estados aún viable?— arrancan a los amigos una mueca de escepticismo. “¿Que si tememos que la guerra se extienda a Cisjordania? ¿Aún más?”, se pregunta retóricamente Zoheir. “Hasta ahora Gaza era bombardeada cada equis años [en alusión a las guerras de 2008-2009, 2012, 2014 y 2021], pero en Cisjordania la guerra es un hecho diario, cotidiano. Un goteo de muertes, demoliciones de casas [de los palestinos detenidos], detenciones a diario. Una guerra silenciosa, sin titulares como esta, pero que nadie nos explique lo que es la guerra, porque la conocemos”.
“¿Qué esperan que hagamos? ¿Cruzarnos de brazos y esperar la muerte?”
En Nueva York viven unos 700.000 musulmanes, frente a una población de 1,1 millones de judíos, la mayor fuera de Israel. Los palestinos son alrededor de 9.000, aunque la cifra podría ser sensiblemente superior porque todos han llegado a EE UU con pasaportes del país donde vivían refugiados, sin contar con las nuevas generaciones, nacidas y criadas en la Gran Manzana, pero con un vínculo familiar con Palestina que la guerra ha contribuido a reforzar.
Aunque esta misma semana ha sido elegido el segundo concejal musulmán del Ayuntamiento, su importancia desde el punto de vista electoral es limitada. No así en Estados bisagra como Míchigan, donde el voto de la comunidad árabo-musulmana fue determinante para la victoria de Biden en 2020.
En Míchigan viven más de 200.000 votantes musulmanes registrados, de los cuales 146.000 acudieron a votar en 2020, según Emgage, un grupo de presión político de musulmanes estadounidenses. El demócrata ganó por 155.000 votos de diferencia sobre Donald Trump, pero hoy está empatado en las encuestas, incluso a la zaga del republicano. Aunque Trump convence aún menos —ningún musulmán en EE UU olvida el veto migratorio impuesto en los primeros compases de su presidencia a una decena de naciones árabes—, el apoyo del colectivo a Biden se resiente no solo por la decidida apuesta de la Casa Blanca por la guerra, también por el mensaje que dirigió a la nación el tercer día de la ofensiva contra Gaza, considerado en Israel más sionista que el de otros muchos sionistas; por decisiones como vetar en el Consejo de Seguridad de la ONU una resolución para crear “pausas humanitarias”, o por descalificar reiteradamente las cifras de muertos dadas por las autoridades de la Franja.
Vecinos de Bay Ridge, comerciantes y líderes comunitarios afirman que la angustia no hace más que aumentar, al incrementarse las denuncias de ataques tanto antipalestinos como antisemitas. Mahmud Kassem, de 36 años, con dos tías en Gaza cuya suerte desconoce, ha visto cómo su restaurante Al Aqsa pierde clientes por la guerra. El popular puesto de falafel y shawarmas, antes un lugar de reunión en el barrio, empezó a recibir críticas demoledoras en internet, en un movimiento que considera orquestado. “Afortunadamente, sigo teniendo a mi clientela fija, entre la que hay algunos judíos, pero no vendo como antes”, explica Kassem. Su madre, que visitaba a sus hermanas en Ciudad de Gaza, se las apañó para huir de la Franja el mismo 7 de octubre, refugiándose en casa de un familiar en Jerusalén Este.
En el local vende también camisetas reivindicativas y kufiyas, y no teme represalias o ataques por su militancia, patente en la cantidad de banderas que lo decoran. Pero no solo los locales populares muestran su adhesión a la causa: muy cerca, en la avenida principal del barrio, un lujoso bufete de abogados ha envuelto una representación dorada de la Justicia en la bandera palestina y una kufiya. “Son nazis, nos quieren exterminar, no son gente normal”, dice Kassem de los israelíes. “La manera de comportarse con nosotros nunca ha sido humana”, reitera, apuntando que la islamofobia que provocaron los atentados del 11-S se ha renovado ahora, más rampante, tras los ataques de Hamás.
“Los palestinos no somos terroristas; queremos, como todos los seres humanos, lo mejor para los nuestros, vivir tranquilos y prosperar si se puede, pero ; queremos, como todos los seres humanos, lo mejor para los nuestros, vivir tranquilos y prosperar si se puede, pero no hay nadie en Gaza que pueda hacer eso: todos han perdido a alguien, yo mismo a varios de mis primos en la guerra de 2014, ahora familias enteras… ¿Qué esperan que hagamos? ¿Cruzarnos de brazos y esperar la muerte?”, concluye Kassem entre comandas. Con una amarga advertencia: “Si Gaza cae, se acabó Palestina”.