Nueva Delhi acoge este año el foro de las mayores potencias económicas en medio de críticas por recortes en libertades y tras una tragedia ferroviaria que expone la desigualdad en el país
La India es un país con dos caras muy marcadas, un vasto subcontinente de extremos: el Estado capaz de enviar cohetes al espacio y que al mismo tiempo sufre un accidente de tren en el que mueren 275 personas y más de un millar resultan heridas. Muchas de ellas eran trabajadores migrantes que viajaban en el expreso para buscarse la vida en otra parte. En la capital, Nueva Delhi, a menudo conviven esos dos mundos, y los resultados duelen a la vista. Un ejemplo: la India es este año la orgullosa sede del G-20, el foro que reúne a las mayores economías del planeta. Uno de los centros de reuniones se encuentra en un moderno edificio ubicado en una zona acomodada, entre embajadas; allí justo se han estado reuniendo estos días los grupos de trabajo dedicados a desarrollo. Pero solo unos metros más abajo, en la esquina de la misma calle, hay un poblado de chabolas, y un animado grupo de niños —habitantes de las casuchas— han tomado la calle para jugar al cricket. Golpean la bola justo delante de la entrada del British School, cuyos precios por alumno lo hacen accesible únicamente a la élite.
El país celebra por todo lo alto lo que considera una oportunidad histórica de colocarse bajo los focos de la arena internacional. Mientras busca consolidarse ante el resto del mundo como un pivote global —ejerciendo como contrapeso de China, manteniendo su amistad con Rusia, estrechando lazos con Occidente, liderando al llamado Sur Global— promociona en casa el G-20 como si fueran unos juegos olímpicos. El logo con los colores nacionales se encuentra por todas partes y casi siempre junto al rostro del primer ministro, Narendra Modi, cuya presencia también es ubicua: cuesta que pasen unos minutos en la calle sin ver la imagen del líder del partido nacionalista hindú, el Bharatiya Janata Party (BJP).
El G-20 (y Modi) está en las capotas de los rickshaws que zumban por las avenidas entre pitidos, en los carteles de numerosas rotondas atestadas de tráfico, en pintadas y en todo tipo de letreros. “La madre de la democracia organiza el G-20″, se lee sobre la cabeza de un Modi afable y barbado en una marquesina en Nueva Delhi. Pero, a la vez, numerosas voces dentro y fuera del país denuncian la deriva iliberal que se ha ido fraguando desde que el BJP tomó el poder en 2014. En esto el país también parece roto por dos visiones contrapuestas: la de quienes consideran que todo va bien y que la democracia india está a salvo, y la de quienes critican una peligrosa tendencia de supresión de libertades y acoso de minorías, especialmente la musulmana, por parte de la mayoría hindú que ha puesto en jaque el Estado de derecho.
En un amplio despacho de la citada sede del G-20 recibe el pasado martes el coordinador jefe de la presidencia india del evento, el exsecretario de Estado de Exteriores, Harsh Vardhan Shringla. Regala una revista en la que se lee “el momento G-20 de la India” (Modi en la portada). Cuenta que es la primera vez que el país ejerce como sede. El gran evento, con los líderes de las veinte potencias, será en septiembre. Y en sus palabras: “Es el mayor acontecimiento internacional que jamás hayamos acogido”. Vardhan Shringhla cree que es una oportunidad “única” para “figurar en la narrativa, en la agenda global”, y también “para mostrar la rica diversidad cultural y patrimonio y, por supuesto, el potencial turístico”. Todo, añade, sucede en un contexto internacional “muy difícil” marcado por la guerra de Ucrania.
Cuando se le interroga por el accidente de tren y por los retos de la desigualdad, reconoce que no todo es “perfecto”. “Nos esforzamos por pasar de la fase de [país en] desarrollo a la de desarrollado, lo que significa que tenemos que asegurarnos de que no solo desarrollamos nuestras infraestructuras, no solo mejoramos nuestra calidad, sino que también ayudamos a los cientos de millones de personas que siguen estando por debajo del umbral de la pobreza. Pero hemos recorrido un largo camino”.
Destaca que la India será responsable este 2023 del 15% del crecimiento mundial (un dato del Fondo Monetario Internacional); subraya el salto en la digitalización de los pagos promovido por el Gobierno en los últimos años, los esquemas creados para fomentar el empleo, el esfuerzo por llevar agua a millones de hogares rurales… Pero prefiere evitar dar respuestas que se salgan de su ámbito del G-20, esto es: algunos temas espinosos como los relativos al giro iliberal que algunos analistas comparan con el de la Turquía de Recep Tayyip Erdogan.
Varios destellos denotan que las cosas van hacia arriba. Apple, por ejemplo, acaba de abrir su primera tienda en Nueva Delhi. Es miércoles y en el establecimiento hay ajetreo. Una persona se hace un selfi junto al logo de la manzana. Se llama Pranaoi, tiene 36 años y trabaja en marketing. Cree que la apertura simboliza un cambio de mentalidad: “En la India ahora hay una generación joven y aspiracional que quiere que las cosas vayan mejor y más rápido”. Pero esta realidad aún convive con la del país más poblado del mundo, la de los pueblos agrícolas de calles sin asfaltar y chozas humildes, donde aún se saca el agua de los pozos.
Para Sushant Singh, investigador del Center for Policy Research, el episodio del accidente ferroviario expone esa cruda realidad. “Mientras el Gobierno se centra en el tren bala y el de alta velocidad, mucha gente pobre se desplaza en estos viejos trenes y viejas redes en las que se ha hecho muy poco en términos de seguridad”. En resumen: “Mientras para los ricos hay mucho glamur, los pobres siguen sufriendo en este país”. Sobre el declive del clima de libertades, señala: “Siempre hubo problemas dentro de la India: de desarrollo, de crecimiento, de castas, religiosos”. Pero lo que se ve ahora, asegura, es un “gobierno hindú” que califica como “autoritario, populista y mayoritario al mismo tiempo”.
Numerosos hechos apuntalan los argumentos de los críticos del Gobierno de Modi. El líder de la oposición, Rahul Gandhi, fue expulsado en marzo del Parlamento indio después de ser condenado por difamación: durante la campaña electoral de 2019, este miembro del histórico Partido del Congreso llamó “ladrón” al primer ministro. Rahul es parte de una estirpe clave en la política india: hijo del asesinado exprimer ministro Rajiv Gandhi, nieto de la también asesinada exprimera ministra Indira Gandhi y biznieto de Jawaharlal Nehru, primer jefe de Gobierno tras la independencia.
Personas de su círculo aseguran que ha sido una forma de apartarlo cuando comenzaba a ganar popularidad después de organizar un viaje a pie de 4.000 kilómetros por todo el país en el que trataba de conversar con los ciudadanos corrientes. La caminata fue organizada “para unir a la India, para romper todas las barreras estrechas que fueron creadas en la mentalidad del pueblo indio sobre casta, credo, idioma, color, género… Todas las barreras políticas, y sociales”, señala Ruby Khan, una política del Partido del Congreso que acompañó al líder opositor en el recorrido. El viaje, que concluyó en enero después de cinco meses, “fue concebido por Rahul Gandhi para unir a la India una vez más”.
También en enero, el Gobierno indio invocó leyes de emergencia para bloquear un documental de la BBC en el que se rastrea el papel de Modi durante los disturbios de Gujarat en 2002, cuando él era ministro principal en ese Estado. Murieron cerca de un millar de personas, la mayoría musulmanas. El Gobierno lo tildó de “propaganda”. Poco después, se lanzó una investigación fiscal contra la emisora británica, un gesto que, según los críticos, emprende el Gobierno contra quienes dan problemas.
Amnistía Internacional acabó suspendiendo su trabajo en la India en 2020 después de varias investigaciones y la congelación de sus cuentas por las autoridades, acciones que, según aseguró entonces, consideraba como una represalia por su trabajo exponiendo violaciones de derechos humanos. Su último informe (de 2022) incluye afirmaciones demoledoras: “El Gobierno reprimió selectiva y cruelmente a las minorías religiosas y la apología explícita del odio hacia ellas por parte de dirigentes políticos y funcionarios públicos era habitual y quedaba impune”, asevera. “Se llevaron a cabo impunemente demoliciones punitivas de hogares y negocios de familias musulmanas. Los manifestantes pacíficos que defendían los derechos de las minorías eran presentados y tratados como una amenaza para el orden público. Las leyes represivas, incluida la legislación antiterrorista, se utilizaron de forma desenfrenada para silenciar la disidencia”.
El país ha descendido este año del puesto 150 al 161 (de 180; el último es Corea del Norte) en el listado anual de libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras. “La violencia contra los periodistas, los medios de comunicación políticamente partidistas y la concentración de la propiedad de los medios demuestran que la libertad de prensa está en crisis en ‘la mayor democracia del mundo”, dice RSF. Y la organización sueca V-Dem, en su informe sobre la salud democrática global, califica a la India como una “autocracia electoral” y uno de los Estados que han ido a peor en la última década.
“La India tiene una constitución que garantiza la libertad en todos los aspectos de la vida”, afirma el profesor Apoorvanand, voz habitual entre los críticos del Gobierno. Pero en estos momentos, prosigue, las cosas han dado un giro “de 180 grados”: “Las instituciones del Estado están siendo utilizadas para robar a los ciudadanos los derechos que la Constitución les garantiza”. Dice Apoorvanand que el derecho a vivir libremente como uno quiere, especialmente cuando afecta a la minorías musulmana y cristiana, “está bajo amenaza severa”. Y cita uno de los últimos episodios de odio, registrado esta semana en el Estado de Uttarakhand, donde han aparecido carteles que amenazan a los comerciantes musulmanes con desalojar sus tiendas en un conflicto en el que se mezcla un presunto intento de secuestro de una menor por parte de la minoría islámica, recoge el diario Hindustan Times.
Apoorvanand se encuentra en el Club Internacional de India, en Delhi, donde ha quedado este miércoles con varios colegas —juristas y miembros de organizaciones de derechos humanos— para tratar un asunto relevante: cómo lograr que la Corte Suprema reconozca las ofensas contra las minorías como un delito de odio. El profesor considera que el Gobierno ha contribuido a crear un contexto sociopolítico que legitima la creciente ola de hostilidad. Se organizan, sin que haya ninguna consecuencia legal, manifestaciones que piden la muerte de musulmanes, dice. O se culpa de provocación a la víctima que recibe la paliza de una turba, prosigue. Se actúa en tres frentes, añade: por medio de leyes, con violencia callejera y denigrando a los musulmanes en los medios.
En un par de semanas se espera que Modi viaje a Estados Unidos donde será recibido por el presidente, Joe Biden, en una visita que contribuye a elevar el caché internacional de la India. Pero un reciente informe sobre libertad religiosa publicado en mayo por el departamento de Estado estadounidense reconoce fallas en el país: “A lo largo del año se recibieron numerosos informes sobre actos de violencia cometidos por las fuerzas del orden contra miembros de minorías religiosas en varios estados, como la flagelación pública por parte de policías de paisano en Gujarat de cuatro musulmanes acusados de herir a fieles hindúes durante un festival celebrado en octubre, o el derribo por parte del Gobierno del Estado de Madhya Pradesh de viviendas y comercios de propiedad musulmana tras la violencia comunal desatada en Khargone en abril”, recapitula. “Se produjeron en varios estados agresiones contra miembros de comunidades religiosas minoritarias, como homicidios, agresiones e intimidaciones”, añade.
Desde el Ejecutivo indio, sin embargo, se ha asegurado en diversas ocasiones que el país es una “democracia vibrante”, que goza de “instituciones democráticas profundamente enraizadas” y de un poder judicial “fieramente independiente”, cuya Constitución garantiza la “libertad religiosa” y donde el “Estado de derecho” protege los “derechos fundamentales”.
Buena parte de la población también considera falsas las acusaciones sobre el Estado de derecho. “Es pura basura”, exclama un ejecutivo de una de las grandes consultoras mundiales, que cree que las noticias que salen al extranjero van a lomos de medios británicos, cuyos periodistas tradicionalmente se inclinan hacia la izquierda y favorecen ciertos intereses. “Personalmente creo que puede haber algo de verdad en algunas de las historias de gente como George Soros financiando la disidencia en este país…”, añade.
En Nueva Delhi, hay una plaza llamada Jantar Mantar a la que suelen acudir quienes quieren organizar una protesta. Estos días ha sido acordonada por varios anillos de seguridad policial, con barreras y arcos para detectar metales, y se ven numerosos efectivos en la zona. Tras superar el cerco, un grupo que ronda el centenar de mujeres exclama consignas, agita banderas indias y porta carteles: “Somos indios”, dice uno que se repite a menudo. Son miembros de la etnia kuki, que se encuentran en el centro de una complicada espiral de violencia tribal en el Estado de Manipur, fronterizo con Myanmar, en la que han muerto cerca de un centenar de personas, se han quemado numerosas casas y ha obligado a desplazar a miles de habitantes mientras las fuerzas de seguridad tratan de recuperar el control.
“La violencia comenzó el 3 de mayo, cuando grupos tribales se enfrentaron a la etnia mayoritaria meitei [un grupo no tribal] por los beneficios económicos y las cuotas concedidas a las tribus”, trataba de resumir Reuters hace un par de semanas. Una de las líderes kuki, Tara Machin Hangzo, huyó con lo puesto y cargando con familiares dependientes después de que se desatara la violencia. Sentada en la acera, rodeada de policías, mordisquea un trozo de pan mientras asegura que la expulsión de su comunidad, que son cristianos baptistas, forma parte de la “agenda oculta” del BJP para “convertir la India en una poderosa nación hindú”. “Es un genocidio promocionado por el Estado”, acusa. “Una limpieza étnica”.