El país ha alcanzado cotas muy altas de inseguridad, pero el narcotráfico y las pandillas se vienen fraguando desde los años ochenta
La ola de violencia que padece Ecuador estos días se puede leer como un fenómeno nuevo en un país que hasta ahora había estado al margen de los graves problemas de inseguridad de otras naciones vecinas, como Perú y Colombia. Eso ha quedado sepultado en el pasado. En los últimos tres años se han sucedido motines en prisiones con decenas de muertos a cuchillo, un asalto con dinamita y armas largas a una televisión pública en pleno directo, bombas en cuarteles y comisarías y asesinatos selectivos a políticos y candidatos presidenciales. El narcotráfico se ha erigido, de forma silenciosa, como un poder paralelo al estatal que controla jueces, generales y policías. Uno puede pensar que la descomposición de las instituciones se ha producido en tiempo récord. Sin embargo, un vistazo a los últimos 40 años muestra que los problemas que ahora han emergido vienen incubándose desde los años ochenta del siglo XX, cuando empezó el tráfico de drogas a gran escala y se crearon las primeras pandillas.
“Ecuador como una isla de paz es un término erróneo”, explica Daniel Pontón, docente universitario del Instituto de Altos Estudios Nacionales del Ecuador y analista de seguridad. A diferencia de Colombia, no tuvo guerrillas. El Gobierno aplastó algunas tímidas intentonas, pero a partir de los ochenta la tasa de homicidios comenzó a crecer. En esas fechas, cuenta Pontón, se registró la presencia de carteles de la droga mexicanos, lo que hasta ahora había sido un secreto. Los problemas en la frontera se intensificaron con la presencia al otro lado de las FARC y los grupos paramilitares colombianos. Para combatir estas amenazas, el Estado autorizó la creación de una base militar norteamericana en Manta, en el norte.
Paralelo al ascenso al poder de Rafael Correa, en 2007, el político que iba a gobernar los próximos 10 años, se produjo una eclosión de la violencia y en el narcotráfico. El Plan Colombia, un acuerdo entre el Gobierno de ese país y Estados Unidos para combatir la delincuencia, produjo una diáspora criminal hacia territorio ecuatoriano. Correa lidió después, en 2010, con una revuelta policial en la que él mismo fue tomado como rehén en una comisaría, lo que provocó una crisis de seguridad muy fuerte. El presidente, que gracias a un boom petrolero y de materias primas redujo en varios puntos la pobreza del país, ejecutó una reforma judicial que tuvo efectos inmediatos. Los homicidios, que habían llegado a estar a principios de siglo en los 20 por cada 100.000 habitantes, se redujeron de manera drástica hasta los 5,6 con los que acabó su mandato.
Mano dura
La población carcelaria se multiplicó por cuatro, de 10.000 a 40.000. “Fue una política de mano dura, claro que sí, aunque Correa ahora lo niegue”, añade Pontón. Se creó un nuevo código penal más punitivo, se invirtió en policía con los excedentes del petróleo, a los policías los premiaban por capturar criminales de alto perfil y por eso los más buscados acabaron en prisión. Correa concluyó su gestión con un 62% de aprobación y nombró a un sucesor, Lenín Moreno. Este, que no tardaría en alejarse de su mentor, hizo un plebiscito para intervenir el Consejo de Participación Ciudadana y crear un Consejo Territorial que auditara todas las instituciones, entre ellas la judicatura.
Pontón marca a partir de aquí un antes y un después. Coincide con el secuestro y asesinato de tres periodistas peruanos del periódico El Comercio por un grupo armado en el norte de Ecuador, que operaba en los dos países. A continuación, se sucedieron atentados terroristas como la voladura de un cuartel policial que generó mucha conmoción. Esto provocó que Moreno sacara a todos los correístas de su Administración, como el jefe de inteligencia y los ministros de Defensa e Interior. Llevó a cabo una reforma integral en temas de seguridad, mucho más conservadora y cercana a Estados Unidos.
No necesariamente esa es la causa, pero sí el principio de lo que iba a ocurrir a continuación. Esa población carcelaria había creado unas estructuras criminales que rebasaron la capacidad de los funcionarios. Las prisiones se convirtieron en un polvorín a partir de 2019, cuando se empezaron a producir motines. En los siguientes cuatro años casi 500 presos serían asesinados en estas revueltas. La pandilla de Los Choneros se hizo con el control de las principales penitenciarías, se alió con el cartel de Sinaloa para exportar cocaína a gran escala a Estados Unidos y, aunque parezca contradictorio, desde ahí dentro empezó a construir su red criminal. “Moreno nunca se tomó en serio las masacres. Nunca hubo una intervención decidida. De hecho, en la pandemia se recortó el presupuesto de las cárceles”, recuerda Pontón.
El empresario Guillermo Lasso, de derechas, llegó a la presidencia en 2021 con todo el problema sobre la mesa. Distintos expertos coinciden en que su política de seguridad fue errática. Las bandas la recibieron con un motín con más de 70 muertos en la prisión de Guayaquil. La sensación de descomposición era total. Se ve claramente en la tasa de homicidios. Pasó de seis por cada 100.000 habitantes en 2019, a 25,6 en 2022. El país se convirtió en una enorme morgue. El año pasado se llegó a 45, siendo así Ecuador uno de los lugares más peligrosos del planeta.
Daniel Noboa, un joven empresario que lleva 60 días en el poder, se enfrenta ahora a la mayor crisis de todas, la que han provocado las bandas criminales en su deseo de controlar todos los resortes del Estado. Noboa dijo en campaña que tenía un plan para combatir la inseguridad, pero ha pasado el tiempo y no lo ha puesto en marcha, solo ha pedido al ejército que patrulle las calles, una receta que ya habían aplicado los presidentes anteriores.
Andrea Suárez, directora de Asuntos Públicos de LLYC, no tiene muy claro que ese sea el camino a seguir: “Si bien esto puede entenderse como un factor de avance, su efectividad se pondrá a prueba desde dos factores principales: la operatividad y la disponibilidad de recursos. En el primer caso, las dinámicas de trabajo conjunto entre las Fuerzas Armadas e inteligencia de la Policía Nacional resultarán clave, no es esta una situación común y aceitar el engranaje que ponga en marcha un trabajo articulado podría requerir de algo de tiempo, principalmente”.