Después de un ciclo de derrotas electorales, del fracaso de los presidentes-gerentes y del agotamiento del discurso trumpista en la región, ¿cuál es el horizonte de las fuerzas políticas conservadoras más allá del antiprogresismo?
Seis meses antes de que Gustavo Petro se convirtiera en el primer presidente de izquierda en la historia reciente de Colombia, el politólogo Alberto Vergara escribía que la estrategia de meter miedo hacia los candidatos progresistas sin ofrecer nada a cambio ya no le estaba funcionando a la derecha latinoamericana. A lo largo de 2021, Keiko Fujimori en Perú, José Antonio Kast en Chile y Juan Orlando Hernández en Honduras perdieron las elecciones en sus países después de agitar sobre sus adversarios el fantasma del comunismo (y, en los dos primeros casos, de reivindicar políticas de las últimas dictaduras).
Tras la falta de logros y la decepción causada por una derecha de corte gerencial, abanderada del neoliberalismo, con exponentes como el empresario chileno Sebastián Piñera, el argentino Mauricio Macri o el peruano Pedro Pablo Kuczynski (una derecha “que no aprende a ser ciudadana de sus países, sino dueña de sus países”, escribió Vergara), tampoco dieron resultado las réplicas locales del modelo trumpista: centrar el discurso en la amenaza comunista, enarbolar el racismo o convertir en bandera asuntos como la prohibición del aborto y combatir la “ideología de género” solo ayudaron a encumbrar a Jair Bolsonaro como presidente de Brasil en 2018, pero la estrategia no volvió a dar frutos.
El candidato con el que Petro disputó la segunda vuelta en Colombia, Rodolfo Hernández, parecía encarnar la resaca de ambas tendencias: un millonario empresario inmobiliario con un discurso centrado en el combate a la corrupción (pero con causas judiciales abiertas por contratos cuando era alcalde), que hablaba de las mujeres como fábricas de hijos o prostitutas y que llegó a decir que admiraba a “un pensador alemán, Adolf Hitler”, se había convertido en la opción electoral del uribismo, que después de dominar la política colombiana durante décadas no había conseguido disputar la presidencia con un candidato propio.
Ni el mismo Hernández aceptaba de forma pública este apoyo. Cualquier respaldo asociado a la figura del expresidente Álvaro Uribe3, antes todopoderosa, se consideraba ahora piantavotos. Era la derrota real y simbólica de un político y un movimiento que acuñó el término “castrochavismo”, utilizado durante años en toda la región para revestir de amenaza a cualquier político de izquierda, y que ya no provocaba ningún efecto. Y es también el comienzo de un tiempo bisagra marcado por el agotamiento de los discursos conservadores a los que les bastaba no ser de izquierda para disputar poder.
México y Colombia, el desguace de los poderes establecidos
Aunque los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y de Gustavo Petro tienen diferencias abismales en sus miradas y objetivos, se puede trazar un paralelo significativo sobre lo que ha representado su llegada al poder para los tableros políticos tradicionales en sus territorios: no solo son los primeros presidentes de izquierda en la historia moderna de sus países, sino que el proceso de su ascenso fue, a la vez, el proceso de demolición de los partidos que dominaron la política nacional durante décadas. En ambos casos, un escenario semejante hubiera resultado completamente inverosímil hace apenas 10 años.
En Colombia, el declive del partido de derecha, el Centro Democrático, liderado por el expresidente Álvaro Uribe, ha sido estruendoso. La incapacidad para llevar un candidato propio a las elecciones presidenciales mostró los límites de una fuerza política extremadamente personalista. Hay dos factores claros que alimentaron esta caída, atribuibles a la lógica misma del partido. Por un lado, la situación judicial del expresidente, que enfrenta un caso de presunta manipulación y soborno de testigos. Uribe llegó a estar bajo detención domiciliaria y renunció a su escaño en el Senado para defenderse en la justicia ordinaria y no seguir investigado por la Corte Suprema. “El responsable soy yo por lo afectada que está mi reputación”, reconoció él mismo tras los resultados de las elecciones legislativas de marzo, en las que el Centro Democrático perdió 21 curules en el Congreso.
A eso se suma la baja popularidad del Gobierno de Iván Duque, que acaba de entregar el poder con una de las peores imágenes de cualquier mandatario en tres décadas. Transitó su mandato en medio de protestas callejeras, cuya respuesta policial dejó al menos 28 muertos, y en medio de críticas de su propio partido, para el cual no tuvo suficiente mano dura. Pero hay un elemento que, más que obedecer a la dinámica propia del uribismo, responde a la incapacidad del partido de adaptarse al proceso de paz: por primera vez en años, el conflicto armado no fue el tema central de la agenda de campaña en 2022. La salud, el sistema de pensiones y la economía aparecieron en escena.
Algunos analistas insisten en que el uribismo está enterrado, pero otros ven con ingenuidad esa posición. Hoy, cuatro figuras de ese partido enarbolan la oposición a Petro: los senadores Miguel Uribe, Paloma Valencia, Paola Holguín y María Fernanda Cabal. Han dicho que no le apuestan al fracaso del Gobierno y que defenderán los derechos de los 10 millones de personas que votaron contra Petro (es decir, por Hernández). Tendrán que reinventarse en un país menos conservador de lo que se cree. De acuerdo con un estudio realizado por EL PAÍS y 40dB. en abril, Colombia está más a la izquierda que a la derecha en asuntos económicos, migratorios o de libertades individuales. El temor que existe es que se incube una derecha extrema que no acepta la llegada de Petro, que en su juventud fue guerrillero del desmovilizado M-19.
Aunque tengan un peso electoral muchísimo menor, la radicalización de sectores de derecha que se han quedado sin norte y sin opciones con las que podrían matizar su posición en términos democráticos, no deja de ser una preocupación. También en México han quedado arrinconados: en 2018, el presidente Andrés Manuel López Obrador arrasó con cualquier tipo de ideología. Desde hace más de tres años, en el país solo conviven dos opciones democráticas: el lopezobradorismo y sus adversarios.
Los grandes partidos mexicanos cayeron fulminados por una victoria de más de 30 millones de votos y todavía no se han recuperado. No hay líderes a la derecha del presidente, ni tampoco en el otro viejo partido de izquierda —en peligro de extinción— que le hayan hecho sombra. Y los datos de popularidad lo mantienen como uno de los jefes de Estado más queridos del mundo, según la última encuesta publicada por el Financial Times, que le otorgaba un 65% de aprobación. Para López Obrador, la derecha son todos los que no comulgan con su propuesta de transformar al país.
El conservador Partido Acción Nacional (PAN) ha tratado estos años de esquivar los ganchos que cada día asesta desde la tarima presidencial el Gobierno, pero sus maniobras para alejarse de las políticas del mandatario y convertirse en la principal fuerza de oposición han desvelado en ocasiones su rostro más oscuro. Con el aparente objetivo de ganar oxígeno y visibilidad, los dirigentes del PAN se han llegado a acercar a Vox, al partido de la ultraderecha española que airea el pasado colonial. Y en otros momentos, aprovecharon ciertas olas de indignación civil a las que llegaban tarde, como el movimiento feminista o el de las víctimas de desaparecidos, que se han convertido en la única oposición real a López Obrador en las calles. Unas maniobras improvisadas que, para la profesora del Centro de Estudios Internacionales del Colegio de México y autora de dos libros sobre el PAN, Soledad Loaeza, solo suponen “la falta de un liderazgo nacional y el desconcierto que en el que se encuentra el partido desde hace muchos años”.
Tanto el PAN, como el Partido Revolucionario Institucional (PRI) —que llegó a gobernar México más de 70 años y que mantiene su bastión en el Estado de México desde hace 90—, se mueven entre luchas intestinas y sin una cabeza visible, arrastrando además el lastre de la corrupción cuando tuvieron el poder. El espectro de la derecha que el PAN ha perdido en los últimos años lo ha acaparado otro más reciente, Movimiento Ciudadano, que se fundó como un partido progresista, cercano al Partido Socialista español. Algunos de sus líderes, como el gobernador Samuel García (en Nuevo León), representan un tipo de derecha liberal, más próxima a un político republicano de Texas que a la identidad conservadora y católica de la derecha tradicional mexicana.
Mientras sus rivales se destruyen en el seno de sus partidos o quedan silenciados por la frenética agenda política del mandatario, el movimiento de López Obrador resiste pandemias, inseguridad e inflación. A la derecha solo le quedan algunos Estados en el norte, tradicionalmente conservadores, donde se decidirá su futuro en las próximas elecciones presidenciales de 2024.
Brasil: el trumpismo tropical se pone nervioso
Jair Messias Bolsonaro, de 67 años, dinamitó hace casi cuatro años en Brasil la tradicional alternancia que protagonizaron el centroderecha y la izquierda desde el final de la dictadura. Bolsonaro, reservista militar y veterano diputado, ascendió al poder con un discurso ultraliberal en economía, ultraconservador, reaccionario y antisistema. Aunque la pandemia y la necesidad de aliados parlamentarios para mantenerse en el cargo le obligaron a aparcar sus planes de adelgazar el Estado, poco han cambiado el resto de sus posturas políticas. Y las derrotas de los mandatarios latinoamericanos ideológicamente más cercanos —y sobre todo la de su ídolo, el estadounidense Donald Trump—, le han convertido en el líder indiscutible de la derecha, encuadrado, eso sí, en el ala más radical.
Con él, la extrema derecha brasileña salió del armario. El presidente expresa con orgullo posturas antes confinadas a pequeños círculos privados. Desde que entró en política, Bolsonaro siempre fue conocido por sus provocaciones, sus exabruptos y su nostalgia de la dictadura (1964-1985). Era el diputado machista, homófobo, defensor de los intereses corporativos de soldados y policías del que medio país se reía. Pero supo leer como nadie el descontento con la política de toda la vida y, en particular, con el Partido de los Trabajadores tras 14 años de Gobiernos progresistas. Azuzó al odio a Lula da Silva, de 76 años —ahora se enfrentan en unas elecciones de alto voltaje— y con una hábil estrategia digital llegó hasta el palacio presidencial, una hazaña que solo meses antes hubiera sonado a delirio.
Recién iniciada la campaña electoral, Bolsonaro sigue recortando distancias, pero Lula le saca aún 15 puntos, según reveló este jueves la encuesta Datafolha, la más fiable.
Bolsonaro espera repetir la gesta con una avalancha de dinero público en un intento de dar la vuelta a las encuestas, que encabeza Lula. Sin embargo, la actitud inhumana y anticientífica durante la pandemia y el abandono de sus planes económicos han alejado a aquellos votantes que aborrecen al PT pero no comulgan con sus posturas más radicales. Todavía mantiene el apoyo firme de un tercio del electorado, el más ideologizado y reaccionario, el que quisiera cerrar el Tribunal Supremo y sostiene que el pueblo se tiene que armar para defenderse. Son millones de brasileños que le consideran el único capaz de plantarse ante un sistema político del que desconfían.
Los ataques del presidente a las instituciones que ejercen de contrapeso y al sistema de votación electrónica han disparado los temores a que no reconozca un resultado que le sea adverso y genere una crisis o incluso un intento de golpe al estilo del asalto al Capitolio en Washington. El papel que podrían jugar entonces las Fuerzas Armadas y las Policías Militares son objeto de intenso debate desde hace meses. Lo que sí es novedad es la implicación directa de los militares en todos los preparativos de los comicios, en principio en un papel técnico, pero que genera una enorme inquietud en los más críticos a Bolsonaro. Datafolha también revela que el apoyo a la dictadura entre los brasileños (7%) está en el mínimo en democracia. De todos modos, si Bolsonaro pierde las elecciones en octubre, coinciden los especialistas, el bolsonarismo le sobrevivirá.
Al sur del sur: apuestas por la crisis y la desinformación
La crisis de 2001 en Argentina, que supuso la implosión del modelo neoliberal impulsado por el presidente Carlos Menem en la década anterior, dejó a la derecha política sin un referente partidario claro. Lejos del poder estatal, mantuvo sin embargo su poder de lobby desde organizaciones intermedias como las cámaras empresariales o rurales. Desde allí hicieron la guerra al Gobierno kirchnerista, representante de la corriente más a la izquierda del peronismo. A medida que el kirchnerismo perdió poder, estas derechas inorgánicas se aglutinaron alrededor de la figura de Mauricio Macri, miembro de una de las familias más ricas del país. Verónica Giordano, socióloga de la Universidad de Buenos Aires e investigadora del Conicet, define a Macri como de “una derecha liberal, como la de Sebastián Piñera en Chile o Luis Lacalle Pou en Uruguay, cercana a esas estructuras de empresarios vinculados al Estado, pegadas a la escuela de los Chicago Boys y a una visión política con menos peso de la Iglesia Católica”. Eso explica que haya votantes de la derecha dominante en Argentina que pueden defender el aborto legal.
Macri llegó a la Casa Rosada en 2015, pero su incapacidad para resolver la crisis económica le costó la reelección cuatro años después. El tercer Gobierno del ciclo kirchnerista, el actual, tampoco ha podido encontrar una salida a la crisis, lo que dio aires a una derecha que busca reinventarse como opción de poder. “Nos estamos acomodando todos desde el centroderecha, pero en Argentina no sabemos cómo va a terminar. En Brasil, Lula da Silva tuvo que buscar la solución afuera [con una alianza con el conservador Geraldo Alckmin]; el peronismo permite solucionarlo desde dentro del partido”, dice Giordano, con figuras como el nuevo ministro de Economía, Sergio Massa.
El elemento disruptivo es el líder “libertario” Javier Milei, un diputado ultraliberal vociferante que atrae el voto de los desencantados del sistema. El coqueteo de Macri con Milei tensionó a la principal coalición opositora, Juntos por el Cambio, por el rechazo de algunas de sus figuras más moderadas a cualquier acuerdo con una figura tan en los extremos. Giordano dice que Milei, un émulo local de Jair Bolsonaro o Donald Trump, “es más peligroso para Macri que para el resto de los partidos”. “El votante del Frente de Todos (en el Gobierno) dudará entre Massa o Cristina Kirchner, pero nunca votará por Milei. El de Juntos por el Cambio puede votar a Macri, pero también a Milei”, dice.
Esta dinámica entre los extremos y la moderación dentro de la misma derecha también se ha vuelto problemática en Chile, donde las fuerzas conservadoras no han logrado reconstruir un proyecto después del triunfo de Gabriel Boric en diciembre de 2021. El apoyo del sector al candidato ultra José Antonio Kast dejó a los partidos liberales del bloque en una posición incómoda de cara al futuro. Hoy, la oposición concentra sus esfuerzos en lograr el rechazo a la propuesta de nueva Constitución que se votará en plebiscito el 4 de septiembre y que, de acuerdo a los sondeos, es la opción que podría imponerse. Tras esta cita electoral, sin embargo, la derecha chilena tendrá que concentrarse en dos asuntos. Trabajar con miras al proceso constituyente que seguirá tras el referéndum, sea cual fuere el resultado, porque ni el texto de la Constitución vigente continuará de ganar la opción del rechazo, ni la propuesta se implementará tal y como está, según lo que parece ser ya un consenso político. En segundo lugar, la derecha deberá necesariamente emprender un camino de refundación para ofrecer un proyecto en un país diferente al de las últimas décadas: con una Constitución nueva, donde los derechos sociales se han instalado con fuerza entre las demandas consensuadas por la ciudadanía y el nacimiento de un sector extremo —el de Kast—, que los amenaza con un discurso centrado, entre otras cosas, en el combate contra la delincuencia.