Un incendio provocado en una cárcel colombiana deja 51 presos muertos, la mayor tragedia carcelaria de este siglo en el país
Lidera uno de los once pabellones de la prisión de Tuluá, en Colombia. Los presos lo llaman el señor de “recursos humanos”. Se encarga del tráfico de drogas, de cobrar semanalmente el derecho a dormir en un catre, de repartir la comida y los utensilios de aseo. Si alguien cuestiona su autoridad, eso derivará en un enfrentamiento en el patio con cepillos de dientes de mango afilado, a la vista de todos. Como él es el jefe y todavía no lo han desplazado, tiene un teléfono con el que se comunica con el exterior y puede contar cómo empezó ahí dentro el motín de esta semana en el que murieron 51 internos: “Pa, eso comenzó por una riña”.
La madrugada del 28 de junio, un novato cuestionó el liderazgo del capataz del pabellón 8. Los dos pertenecían a una banda que se llama Los Plumas, que se dedica al narcotráfico en esta zona cercana a la ciudad de Cali, en la que se despliegan las mayores extensiones de hoja de coca del mundo. Se enfrentaron con armas prefabricadas, diez contra diez. En mitad de la pelea, alguien taponó la entrada con colchones de espuma y les prendió fuego. Las llamas se extendieron rápidamente por toda la galería provocando la mayor masacre carcelaria ocurrida en Colombia en este siglo.
Lo ocurrido ha puesto en cuestión a las autoridades, que no pudieron evitar el altercado y más tarde se vieron impotentes ante el fuego. Los bomberos tardaron dos horas en extinguir las llamas. “Se escucharon gritos toda la noche. Uno no olvida eso”, cuenta al teléfono el ‘señor de recursos humanos’, que controla el patio de al lado. “Los guardias no tenían extintores ni nada. El fuego les cogió mucha ventaja”, añade antes de colgar. Su madre, que era la que había recibido la llamada en la puerta de la cárcel, guarda el móvil en el bolso. No se ha separado de los muros de la prisión desde lo ocurrido.
La de Tuluá es una cárcel de seguridad media en mitad de la ciudad. La rodean viviendas de una planta, cafeterías y comercios. Tuluá, de más de 200.000 habitantes, vivió un bum en los años ochenta, cuando operaba el cartel de Cali, la organización que lideraba la familia Rodríguez Orejuela. Fueron los rivales a muerte de Pablo Escobar, patrón de otra de las grandes ciudades colombianas, Medellín. Con el dinero del narcotráfico se construyeron mansiones con mármol de Carrara junto a casas humildes. La DEA, las extradiciones a Estados Unidos y la repulsa de la sociedad colombiana provocaron el ocaso de los grandes capos, pero la cultura traqueta, como se conoce a la estética narco, prevalece todavía hoy. Por la calle circulan camionetas con las lunas tintadas conducidas por hombres en chándal de marcas como Gucci o Prada y con cordones de oro al cuello. Ahora, según las autoridades, operan muchos pequeños productores y vendedores de nivel medio. Algunos de ellos acaban en prisiones como las de Tuluá a cargo de pabellones, hasta que otro viene a arrebatarles el poder.
Mientras los cadáveres esperan en la morgue a ser identificados y entregados a sus familias, los supervivientes respiran aliviados. Edwin Dovan Rey, de 22 años, sale por la puerta con un peinado militar. Es su primer día en libertad después de seis años de encierro por un homicidio. Cuenta que estaba fumando marihuana con sus compañeros de celda del pabellón 5 cuando escucharon los gritos. Se asomaron a ver lo que ocurría en el patio 8. “Una bandola contra otra bandola. A cuchillo. Hasta que un loco prendió la colchoneta. Ahí hubo una llamarada”, dice. Los guardias no se atrevían a entrar, cuenta. El fuego se propagó por el techo a toda velocidad y los 180 internos de ese módulo se arrinconaron en la parte de atrás, donde está el baño. “Se quemaron vivos. Había algún que otro ‘apuñaleao’, pero la mayoría por el fuego”.
Juan Pablo Llano estaba esperando a que su hijo saliera de prisión para que se pusiera a trabajar con él como transportista. Se imaginaba a los dos, padre e hijo, a bordo de un camión recorriendo todo el país. Él le contaría todo lo que sabe del oficio, que no es poco. Le heredaría un empleo digno y lo sacaría de los malos pasos que le habían llevado a estar encerrado. El año pasado, Esteban Llano lanzó por encargo una pelota de marihuana desde fuera hacia el interior de la cárcel. Lo agarraron. Dentro le decían la hormiguita porque siempre estaba ayudando a todo el mundo para tratar de sacarse un dinero para comprar comida, su gran pasión. “Ese era el delirio de mi hijo, comer”, dice el padre. En lugar de tenerlo de copiloto, estos días ha ido a recoger su cadáver a la morgue.
Según el informe preliminar, el chico murió de asfixia. En dos meses iba a cumplir 22 años. Fue de los presos del módulo 8 que trató de salvarse escondiéndose en el baño. Los testigos con los que ha hablado este periódico cuentan que los guardias no pudieron controlar la situación y que lanzaron gases lacrimógenos para dispersar a la multitud. El asunto está siendo investigado por la Procuraduría, pero Llano pide que sea el propio presidente electo, Gustavo Petro, quien se ocupe personalmente del asunto. “Yo le di mi voto y tengo la convicción firme de que no defraudará al país por el amor que nos tiene a los colombianos. Solo le pido que esto se esclarezca. Se lo pido, señor Petro, ayúdenos”.
El brigadier Tito Castellanos, el director del Inpec, el organismo encargado de la vigilancia de las cárceles, asegura en entrevista con este periódico que todos los protocolos se cumplieron, a pesar de la evidencia de que no funcionaron. Explica que al tratarse de un centro de mediana seguridad, la vigilancia a los presos “es mínima”. Un solo funcionario se encarga del control de un pabellón completo, aunque si se produce un incidente cuenta con el apoyo de “un cuerpo de vigilancia”, cuyo número no especifica.
“Colocaron 10 colchonetas en la entrada, en el pasillo. Metieron candela y como es un lugar cerrado la candela brincó y prendió todas las camas, que son 159. Ellos no previeron esa situación y se salió de control. No midieron las consecuencias. De ahí el resultado trágico”, explica Castellanos sobre lo ocurrido.
Las llamas se han llevado por delante la vida de muchos jóvenes. Entre ellas la de un chico que el año pasado estuvo en la primera línea, como se conoce a los adolescentes que levantaron barricadas contras las autoridades durante el estallido social del año pasado. O la de un muchacho venezolano cuya familia ha dicho que no tiene dinero para pagar la repatriación del cadáver. Las autoridades lo tendrán que enterrar en una fosa común en Cali.
Fuente: El País