Una reflexión sobre El Salvador, donde Nayib Bukele abre una era de inestabilidad y mitomanía. Más le vale al país abrocharse el cinturón de seguridad
Róger Lindo*
LOS ACUERDOS DE PAZ que pusieron fin a la guerra en El Salvador hace 28 años fueron una especie de refundación de país. Pusieron fin a una larga y cruenta guerra, confinaron al Ejército a los cuarteles, abrieron cauces inéditos de participación política, crearon mecanismos para monitorear el apego a los derechos humanos y desmilitarizaron la seguridad pública con la fundación de la Policía Nacional Civil (PNC).
Uno de los beneficiarios de esas reformas fue Nayib Bukele, hijo de un admirado empresario, quien encontró en el partido FMLN un terreno idóneo para plantar la semilla de sus ambiciones políticas. En 2019, Bukele llegó a la presidencia elevado por una ola de indignación provocada por el desencanto con los Gobiernos anteriores.
Si al principio de su mandato Bukele captó algunas simpatías en el mundo –sobre todo por su juventud y sus excentricidades– en pocos meses develó un talante autoritario. Uno de sus primeros pasos fue afianzar la lealtad del Ejército –hacia sí mismo– y plantar mandos serviles en la Policía. Le dio por exhibirse rodeado de militares decorados con los colores de su partido, Nuevas Ideas, su imagen recortada contra un fondo de aviones de combate en vuelo rasante. Un mensaje claro de intimidación. El 9 de febrero de 2020, Nayib Bukele irrumpió en el congreso salvadoreño con gran aparato militar y usurpó la silla presidencial de ese poder del Estado. A las afueras de palacio, sus agentes azuzaban a una turba con el designio manifiesto de crear una «insurrección» bukelista. El 21 de marzo, el mandatario decretó el confinamiento obligatorio de la población para prevenir la propagación del COVID 19. Fue una especie de estado de sitio. Al cabo de 20 días, la Procuraduría de Derechos Humanos de El Salvador (PDH) había recibido 343 denuncias por abusos cometidos por los uniformados, excesos que la Comisión de Derechos Humanos (CDH) atribuyó a la verborrea agresiva del Presidente, quien encima autorizaba el uso de fuerza letal y prometía cubrir los gastos legales de los agentes y soldados que fuesen acusados de violentar a los ciudadanos.
Así empezó la era Bukele, y uno de sus signos es la intolerancia hacia una prensa independiente. En los treinta años de la posguerra, ningún Gobierno había osado arremeter contra los medios de comunicación y los mensajes críticos, por mucho que les irritasen. Hoy, el país ha dado un salto antediluviano. Que las personas de la prensa «no han sido electas por nadie» es el ardid descalificador de Bukele contra un oficio más esencial que nunca. Seguimientos, ataques de troles, persecución judicial y tributaria, intentos de penetrar en las discusiones editoriales y otras barbaridades se erigen contra el trabajo periodístico.
Esa arremetida arreció después de que varias investigaciones desvelarán numerosos amaños e irregularidades, con visos de corrupción, en el manejo de miles de millones de dólares aprobados por el Congreso salvadoreño para contener la pandemia. La mancha ha salpicado a altos cargos ministeriales y a familiares de estos que hicieron jugosos negocios como contratistas del Estado. Aunque el ministerio de Hacienda se apresuró a suprimir los registros sobre contratos, licitaciones y concursos públicos del sitio web donde por ley deben estar a la vista de todos, la mancha no se borra.
Nayib Bukele no ha compartido una hoja de ruta o una visión de país que ofrezcan pistas sobre el rumbo que propone a la, nación. Poco se habló de esto durante la campaña electoral en 2019.
Bukele es una persona que padece de un incontrolable apetito mediático: necesita estar en el centro de la atención a como dé lugar, por ejemplo, haciendo circular ideas abominables…
Después del primer debate, donde le fue mal, Bukele se escabulló, bastándole, en ausencia de un programa de Gobierno, exhibir cromos con ideas e imágenes (un tren que atraviesa la geografía, un nuevo aeropuerto internacional) que más bien parecían sacadas de Google.
Bukele es una persona que padece de un incontrolable apetito mediático: necesita estar en el centro de la atención a como dé lugar, por ejemplo, haciendo circular ideas abominables. Hace unos días, miembros del equipo de seguridad de uno de sus ministros fueron acusados por la Fiscalía de atacar un transporte en el que se conducían niños y personas de la tercera edad llevando banderas del partido FMLN, uno de los partidos contendientes en las elecciones de febrero 28 y fuerte crítico del Gobierno. Dos de ellos fueron asesinados a balazos y otros dos se recuperan de sus heridas en el hospital. El presidente arremetió una y otra vez contra las víctimas de este ataque en las redes sociales, y así han hecho sus seguidores.
Las acciones de Bukele no han pasado desapercibidas en el mundo y el mundo ha empezado a pasarle factura. La ocupación militar del 9F hizo sonar varias alarmas y 2020 se cerro con un largo listado de advertencias, condenas y amonestaciones vergonzosas hacia su administración. Entre ellas, una decisión del Congreso estadounidense que suspende la ayuda militar a El Salvador (los Gobiernos de Honduras y Guatemala también son afectados por esa decisión). De remate, el mentor del mandatario salvadoreño, Donald Trump, ha sido defenestrado en las elecciones estadounidenses. No es un buen augurio para Bukele.
Apenas se manifestaron los primeros síntomas de inestabilidad financiera y política en El Salvador en 2020, las agencias calificadoras internacionales degradaron la marca crediticia de El Salvador. La semana pasada, la calificadora Moody’s destacó que el peligro de impagos y el aumento de la deuda sitúan al país en «perspectiva negativa». El Salvador no posee una máquina de imprimir dinero y la cartera de Hacienda, como otros ministerios, está en manos de incompetentes. Si las finanzas públicas siguen deteriorándose, Bukele nos dará una vieja lección: cómo llevar un país a la bancarrota.
Aun si el partido oficial arrollase en las elecciones legislativas de febrero, un desenlace que el líder de Nuevas Ideas necesita desesperadamente para afianzar su poder, le aguarda un camino escabroso. O más bien, le aguarda a esta pequeña nación, condenada a creer y desengañarse una y otra vez. No es la primera vez que un pueblo desencantado se arroja en manos de un demagogo peligroso.
Nayib Bukele se abrió paso a la presidencia invocando un reclamo: «Devuelvan lo robado». Hoy, los salvadoreños pudieran exigir algo parecido: «Queremos ver las cuentas».