El presidente de Brasil paraliza la creación de reservas ecológicas y áreas para los nativos, lo que incentiva las invasiones y lastra la lucha contra el calentamiento global
Jair Bolsonaro es el primer presidente de los últimos 35 años que no ha creado ni una sola tierra indígena ni una reserva ecológica. No ha demarcado un solo centímetro desde que tomó posesión. No supone una sorpresa porque lo prometió en campaña y porque es su postura desde hace décadas, pero es una decisión que perjudica directamente a los pueblos nativos, incentiva la invasión de tierras por parte de blancos e incluso lastra los esfuerzos para contener la deforestación y el calentamiento global. “No podemos tener ambientalismo radical en Brasil. Vamos a acabar con la industria de la demarcación de tierras indígenas”, declaró Bolsonaro al final de la campaña, cuando estaba claro que tenía buenas opciones de ser presidente. Dicho y hecho.
Todos los procedimientos en los que los indígenas reclaman que se les reconozca el usufructo de tierras que habitan o habitaron sus antepasados están paralizados hace tres años. Para esta minoría, que supone el 0,5% de los brasileños y viven en el 12% del territorio, es la más dañina de las decisiones del presidente. Semejante retroceso coincide con el 60 aniversario de la creación de la primera reserva indígena de Brasil, el parque del Xingú, reconocida en 1961. La mayoría de esas áreas protegidas está en la Amazonia, la mayor selva tropical del mundo, pero existen en casi todos los rincones de Brasil.
Paralizar las demarcaciones es parte del progresivo desmantelamiento de la política ambiental e indigenista brasileña. Las consecuencias de la inacción del Gobierno en este ámbito son muchas y diversas, sostiene el indigenista André Villas-Boas, del Instituto Socioambiental. La primera es que los conflictos de tierras permanecen abiertos o incluso se agravan porque, explica, “la demarcación pone fin a las disputas de tierras, establece que la tierra es el indio y que los no indios tienen que salir de ellas”. Sin ese reconocimiento oficial, “la situación es caótica”.
Las tierras en ese limbo son presa más fácil de delincuentes o de quienes se buscan la vida ante la falta de alternativas. Las invasiones para explotar ilegalmente las riquezas que contenga, sea madera, oro o terreno para convertir en pasto, se multiplican. Otra de las tretas es instalarse allí, emprender una actividad económica, como criar ganado y esperar a que con el paso de los años llegue una amnistía de la mano un presidente que acepte legalizar lo que empezó como una ocupación ilegal. La esperanza de que Bolsonaro actúe en esa línea ha disparado las invasiones en Amazonia.
Además de entorpecer el trabajo de los inspectores ambientales, que son pocos y cada vez menos, reducir las multas y realizar un costoso despliegue militar, el Gobierno anunció la iniciativa Adopte un parque. Buscaba patrocinio de empresas o particulares para pagar la preservación de 63 millones de hectáreas (el 15% de Amazonia). Solo un puñado de compañías se han sumado.
Con la inacción gubernamental, la naturaleza queda también menos protegida. La Funai, la fundación creada para proteger a los indígenas, explica en su web que las demarcaciones “contribuyen a la protección del medio ambiente y la biodiversidad, así como al control climático global, ya que las tierras indígenas representan las áreas más protegidas ambientalmente”. Así lo confirman los datos del último año. La deforestación es la más alta en 12 años y la superficie destruida en las áreas sin protección fue cinco veces más que en las protegidas (la quemada por los incendios fue el triple), según la base de datos Alertas+.
La demarcación de tierras suele ser un proceso de años que combina mucha burocracia, a menudo batallas legales y expediciones que se internan entre densísima vegetación en lo más profundo de la selva para trazar los límites territoriales. Una vez delimitada, sus habitantes y la naturaleza que les rodea pasan a tener protección legal.
Una labor de años
Villas-Boas, también coordinador de la red Xingu+ —integrada por los indígenas de la cuenca del río homónimo y las organizaciones que los defienden—, participó en los años noventa en una de esas expediciones para establecer los límites de la tierra de los araweté. Cuenta que fue un trabajo de dos años que incluyó abrir trabajosamente senderos para ir colocando pilones cada kilómetro o dos kilómetros en torno a los 10.000 kilómetros cuadrados. Contaron con topógrafos, helicópteros y satélites. “Era una zona bastante remota, aquello parecía una obra faraónica”, se ríe al teléfono. La población se ha duplicado.
El indigenista retoma el tono serio para señalar que el fin de las demarcaciones también significa que “el Estado ha dejado de ejercer su papel fundamental de proteger los derechos de las minorías, como establece la Constitución”. Y añade que las reservas ecológicas (oficialmente denominadas en Brasil unidades de conservación) sufren aún más invasiones que las zonas habitadas por indígenas. Y es que son áreas destinadas a la conservación de la biodiversidad en muchas de las cuales no vive absolutamente nadie, solo pueden visitarlas científicos.
Por casualidad, el especialista citado comparte apellido —que no parentesco— con tres hermanos expedicionarios que fueron clave en la creación hace seis décadas del Parque do Xingu, un territorio de 27.000 kilómetros cuadrados, un poco menos que Bélgica, ubicado en Amazonia. Es hogar de algo más de 6.000 indígenas de 16 tribus, desde los aweti a los yudva.
Fue tras la dictadura cuando tomaron velocidad los procesos de reconocer a los indígenas el usufructo exclusivo de las tierras que habitan; la propiedad es del Estado. Los nativos pueden explotarlas de manera sostenible pero no cederlas ni alquilarlas a terceros. Tras el impulso inicial, el ritmo se redujo. Han transcurrido cuatro años desde que se creó la última reserva indígena. A Bolsonaro, en línea con parte de los brasileños, incluidos muchos en la poderosa industria agropecuaria, le parece que son muchas tierras para poco indio.