La figura de Stalin vive un resurgimiento en Rusia. Más de la mitad de la población reivindica sus logros como mandatario. ¿Está justificada esta añoranza desde un punto de vista histórico?
¿Resiste la imagen de Stalin como héroe de guerra?
Más de la mitad de la población rusa actual tiene una buena opinión sobre Stalin. Eso es lo que dicen las encuestas. Según un estudio de marzo de 2019 realizado por el centro de demoscopia ruso Yuri Levada, un 18% de los encuestados consideraba que el dictador soviético desempeñó un papel “totalmente” positivo en la historia de Rusia. Y un 52% cree que fue “bastante” positivo.
Existen dos grupos de opinión, principalmente, entre los nostálgicos de Stalin. Los primeros, de los que vamos a hablar hoy, reivindican su figura como hombre de Estado. Lo consideran un dirigente que sacó al país del feudalismo, lo industrializó, lo convirtió en una potencia económica y logró consolidar un sistema, el socialista, percibido por quienes añoran la Unión Soviética (incluidos jóvenes, aunque no vivieron en ella) como más estable, seguro e igualitario que el actual capitalista, del que se sienten desencantados.
Los segundos, de tendencia más nacionalista, admiran al líder soviético como héroe de guerra, como el gran estratega militar que consiguió derrotar al fascismo en la Gran Guerra Patriótica, como se conoce en Rusia a la Segunda Guerra Mundial.
¿Están justificadas estas creencias a la luz de los hechos históricos y la propia biografía de Stalin?
El “milagro económico”
Es uno de los argumentos al que se agarran muchos de los que quieren recuperar la figura del dictador. Stalin, a través de sus “planes quinquenales”, consiguió industrializar la atrasada y agraria Unión Soviética en un tiempo récord. En solo diez años, el país multiplicó su producción industrial, especialmente en la metalurgia y siderurgia, convirtiéndose en una potencia mundial. Aumentó la extracción de carbón, petróleo y oro, gran parte del territorio fue electrificado y se mejoraron los transportes, con la apertura de canales y la ampliación y modernización de la red ferroviaria.
En los años treinta, mientras las democracias capitalistas sufrían las secuelas del crac de 1929, la Unión Soviética, con su economía planificada, no paraba de crecer. Unos logros que ayudaron a mejorar la imagen del régimen en el exterior.
Pero ¿cuál fue el precio que pagó la población por este “gran salto adelante”, como lo denominó Stalin? Por un lado, el excesivo énfasis puesto en la producción de la industria pesada, en gran parte con fines bélicos (Stalin estaba convencido de la inminencia de un conflicto armado con las potencias imperialistas), provocó una disminución de fabricación de bienes de consumo. Había escasez de productos y se formaban largas colas para adquirirlos. Además, los trabajadores estaban estrechamente vigilados. Sus demandas de mejoras eran tachadas de egoístas o, en el peor de los casos, de contrarrevolucionarias.
Desde el régimen se promocionaba el sacrificio individual en beneficio de la colectividad. Fue el llamado “estajanovismo”, la competencia entre “obreros de choque” para ver quién producía más en menos tiempo. No todos los trabajadores soviéticos fueron “felices estajanovistas”. Los grandes proyectos industriales del régimen fueron, en gran parte, construidos con mano de obra forzada proveniente de los gulags, los campos de trabajo soviéticos.
La colectivización del campo
El caso de los agricultores fue muchísimo peor. Como parte de los planes quinquenales, se llevó a cabo una importante reforma agraria con el objetivo de abastecer a los centros industriales y crear excedentes para financiar las importaciones de maquinaria. Esta reforma incluía la colectivización de la agricultura. A partir de 1928, los campesinos propietarios fueron forzados a entregar sus tierras al Estado.
Gran parte de los agricultores vieron como sus condiciones de vida sufrieron un drástico deterioro. Los bajos precios fijados por el Estado para requisar la producción, unidos a una época de malas cosechas (especialmente en Ucrania), provocaron pobreza, epidemias y hambrunas.
La oposición a la violencia colectivizadora de Stalin no se hizo esperar, sucediéndose las protestas, disturbios y sabotajes. Pero la reacción estatal tampoco. La resistencia de los propietarios a entregar sus tierras, en particular los más adinerados, conocidos como kulaks, fue contestada de manera brutal por el gobierno.
Brigadas de trabajadores, apoyados por el Ejército y la policía, iniciaron una campaña de represión para obligar a los propietarios a acatar las órdenes. Como resultado, cientos de miles de campesinos fueron represaliados y enviados a campos de trabajo, y el abandono de las tierras provocó una emigración masiva de mano de obra a las ciudades.
Las motivaciones de Stalin para imponer esta colectivización eran, fundamentalmente, económicas, pero también ideológicas. El líder soviético quería eliminar a los kulaks como clase social. Los consideraba un foco de contrarrevolucionarios. La propaganda oficial les culpaba de entorpecer el avance de la revolución.
En realidad, los verdaderos kulaks, a quienes se podía considerar terratenientes, eran una minoría. La gran mayoría de los campesinos propietarios tenían pequeñas explotaciones familiares. Sin embargo, la feroz y caótica “deskulakización” que se desató, aprovechada por muchos para ajustar viejas rencillas con sus vecinos y efectuar saqueos, se llevó por delante a cualquier campesino que tuviera una vaca o un caballo de más.
Culto al líder
El año 1934 fue clave en la consolidación del estalinismo en la Unión Soviética. El segundo plan quinquenal, más equitativo con todos los sectores productivos que el primero y menos duro para la población, llevaba un año en marcha. La propaganda estatal, muy intensa desde que Stalin subió al poder, se esforzó en ensalzar los logros del régimen y glorificar la figura de su líder.
El país comenzó a llenarse de retratos del “padre de los pueblos”, como se le conocería, y muchos edificios e instituciones se bautizaron con su nombre. Además, la llegada de Hitler al poder, con su agresivo discurso antibolchevique y antieslavo, fue utilizada también por la propaganda para reforzar el sentimiento patriótico y alertar a la población sobre la amenaza del quintacolumnismo.
Fue justamente en 1934 cuando se creó el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD). Bajo la dirección del temible Guénrij Yagoda, este organismo asumió todas las funciones del aparato de seguridad del Estado, incluyendo la policía secreta y la gestión de los campos de trabajo.
Según algunos autores, al poco tiempo de asumir el mando, Yagoda recibió el encargo de eliminar a Serguéi Kírov, jefe del partido en Leningrado. Kírov fue asesinado el 1 de diciembre de 1934 de un disparo en el cuello. Su autor fue un obrero desempleado, aparentemente movido por la venganza en una disputa personal.
Aunque no se ha podido demostrar la implicación del NKVD, Stalin sacó un gran provecho de ese asesinato. Por una parte, desapareció su rival más poderoso en el partido, un líder muy carismático que había recibido un amplio apoyo de los miembros del Politburó. Por otra, le sirvió para atribuir el crimen a la oposición, a una conspiración trotskista, y justificar así la promulgación de un decreto que autorizaba al NKVD a arrestar y ejecutar sin juicio a sospechosos de actos terroristas. El gran terror acababa de comenzar.
La Gran Purga
A partir de ese crimen, Stalin desató una auténtica cacería de disidentes y contrarrevolucionarios, ya fueran reales o imaginarios, que alcanzó su punto culminante entre los años 1937 y 1938. Su natural desconfianza se transformó en paranoia.
Por medio de los llamados “procesos de Moscú”, el mandatario soviético realizó una gran purga pública en el partido. Enjuició y condenó a muerte a la oposición de izquierda, al “centro trotskista antisoviético” (acusado de sabotaje industrial y espionaje por orden de Trotski y el gobierno alemán) y al bloque bolchevique de derecha (liderado por su antiguo rival Bujarin, acusado de alta traición)
También hubo purgas en el Ejército (bajo el pretexto de una conspiración para derrocar al gobierno con la ayuda de Alemania), en el Komintern (de dirigentes extranjeros de la Internacional Comunista acusados de espionaje), contra las minorías nacionales (sospechosas de tratos con el fascismo o el imperialismo para conseguir la independencia) y hasta en el propio NKVD (incluyendo a muchos de los verdugos, Yagoda entre ellos, que habían ayudado a efectuar esas purgas).
Estas medidas generaron un ambiente de terror social, donde la sospecha y la delación se convirtieron en parte de la vida cotidiana.
El objetivo de Stalin con esta política represiva parece que no fue tanto limpiar de obstáculos su camino hacia el poder como librar a la URSS de sus supuestos enemigos. Según James Harris, que se basa en archivos desclasificados, el “gran terror” se debió fundamentalmente al “gran miedo”. Fue la desmesurada reacción del régimen estalinista, que aún se sentía muy vulnerable tras la guerra civil, ante el temor a un golpe de Estado o una invasión externa.
Una reacción que pone de manifiesto la clase de sensibilidad moral que tenía Stalin, y su despiadado dogmatismo. Para el estalinismo, la defensa de la revolución estaba justificada por todos los medios. Como reza el lema bolchevique que coronaba la puerta del gulag de Solovki: “Con puño de hierro conduciremos a la humanidad hacia la felicidad”.