Pese a lo cruel de la guerra, con sus secuelas de muerte, dolor y desesperanza, la UE no apuesta por la solución de la guerra, por el contrario la impulsa, no hay otra salida; tarde o temprano se tendrá que dar la solución negociada.
Quienes trabajan en los cementerios y las morgues de Ucrania soportan distintas presiones al tener que ocuparse del creciente número de víctimas de la guerra.
LEÓPOLIS, Ucrania — Muchos ucranianos que enfrentan la invasión de Rusia tienen la esperanza de poder ganar las batallas diarias: un soldado intenta hacer retroceder a sus enemigos. Un rescatista podría sacar milagrosamente a un sobreviviente de los escombros. Un médico podría salvar una vida.
Pero existe un trabajo, que también ha sido muy afectado por esta guerra, en el que el luto parece ser el único propósito inequívoco: el manejo de los muertos.
Desde sepultureros hasta embalsamadores, desde directores de funerarias hasta médicos forenses, estos trabajadores tienen profundas heridas psíquicas producidas por la guerra y hay pocas personas que pueden identificarse con ellos.
“Hoy en día, me siento adormecido”, dijo Antoniy, un trabajador de la morgue en Leópolis, Ucrania. “Incluso cuando alguien me cuenta un chiste que sé que es divertido, no puedo reírme. Mis emociones están dormidas”.
En gran medida, Leópolis, una ciudad relativamente segura en el oeste de Ucrania, no ha sido afectada materialmente por la guerra, pero la muerte llega de todos modos. Los residentes locales entierran los cuerpos de los soldados que cayeron luchando en los campos de batalla que se encuentran más al este. Las familias que huyeron de sus lugares de origen, ahora ocupados por las fuerzas rusas, deben enterrar aquí a sus seres queridos que perecieron lejos de casa
Junto con otros trabajadores de este sector, Antoniy pidió ser identificado solo por su nombre de pila porque, aunque los ucranianos mostraban una profunda reverencia por los caídos en la guerra, los trabajadores dijeron que quedaba un estigma residual en torno a quienes se ocupan de los muertos. Antoniy se unió al ejército cuando Rusia anexó Crimea en 2014 y está en las fuerzas voluntarias de Ucrania.
Pero cuando Rusia comenzó su invasión a gran escala en febrero, le dijeron que se quedara en casa: su trabajo se consideraba fundamental. A menudo, se da cuenta de que los soldados en la morgue no se atreven a mirar a sus camaradas caídos.
“Tenemos que quedarnos aquí y hacer este trabajo porque nadie más puede hacerlo”, dijo.
Las cifras en aumento reflejan cómo ha cambiado el frente de batalla desde que Ucrania expulsó a las fuerzas rusas de su capital, Kiev, a principios de la guerra. Las batallas se han trasladado al este, enfrentando a combatientes atrincherados contra implacables ataques de artillería, en los que Moscú parece tener una ventaja.
“Solíamos hacer uno o dos funerales al mes. Ahora, nos falta personal”, dijo Mikhailo, un sepulturero que entierra a muchos de los muertos que Antoniy prepara. “Todos los días hay un funeral, a veces varios a la vez. Y todos son tan jóvenes”.
Antoniy, aunque se muestra áspero, trata a los cuerpos con cuidado. Envuelve las piernas destrozadas en plástico, pone polvo en los rostros magullados. Con gentileza, viste a los soldados con uniformes extraídos de una pila de donaciones o, a veces, con un traje especial elegido por sus seres queridos.
“Vienen aquí en malas condiciones, cubiertos de tierra, sangre y heridas abiertas”, dijo. “Los limpiamos, los cosemos de nuevo y hacemos que se vean aceptables”.
Borys Ribun, que dirige la morgue, dice que el trabajo “se siente psicológicamente mucho más complicado”, en comparación con antes de la guerra.
Los muertos que llegan son jóvenes, dijo, y traen heridas espantosas.
“A veces, es realmente difícil unir las partes del cuerpo. Puede haber daños muy graves”, dijo, conteniendo las lágrimas. “Pero lo intentamos. Hacemos lo que podemos para que sus familias puedan darles una despedida adecuada”.
Hace tiempo que Antoniy se acostumbró a los cadáveres, independientemente de su estado, incluso cuando solo puede devolver los restos de una persona a sus familias en una bolsa de plástico.
Pero sus manos tiemblan cuando describe los encuentros con los familiares. Una mañana, retrocedió en silencio cuando una mujer entró en la morgue para ver el cuerpo de su hijo. Ella gimió, desconsolada, y luego se desmayó y cayó al suelo.
“Puedes acostumbrarte a casi cualquier cosa, puedes acostumbrarte a casi cualquier tipo de trabajo”, dijo Antoniy. “Pero es imposible acostumbrarse a las emociones de las personas que vienen para ver a sus seres queridos”.
Afuera del cementerio de Lychakiv, Mikhailo y sus colegas comienzan su trabajo al amanecer, mientras la ciudad se despierta. Cavan un metro y medio de profundidad, se limpian la frente, fuman varios cigarrillos, uno tras otro, y hacen bromas cuando se detienen a descansar.
“Tienes que seguir bromeando, tienes que hacerlo. Si te lo tomas todo a pecho, enloqueces”, dijo Mikhailo.
El cementerio histórico de Leópolis, que data de 1786, está repleto de personalidades locales e incluye un monumento a los soldados soviéticos que lucharon contra los nazis. Ahora, el cementerio no tiene espacio para la cantidad de cuerpos que son llevados. Hay alrededor de 50 tumbas recientes en un campo de hierba que está afuera de los muros del cementerio.
La nueva parcela se encuentra a la sombra de varias cruces de piedra, cuyas placas conmemoran a otra generación de combatientes ucranianos: los que lucharon contra la Unión Soviética durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Los huesos de esos hombres fueron desenterrados de una fosa común, encontrada a principios de la década de 1990, cuando Mikhailo comenzó su trabajo como sepulturero. Una de sus primeras tareas fue darles a esos restos una nueva sepultura.
En aquellos primeros días de la independencia de Ucrania, era difícil encontrar empleo con un salario regular. Mikhailo aceptó su trabajo como sepulturero en parte porque, aunque el sueldo era bajo, el pago llegaba a tiempo.
“Al principio, no le dije a nadie que trabajaba en el cementerio”, dijo. “Me avergonzaba”.
Limpiándose las lágrimas, Mikhailo dijo que aún no le encontraba sentido a su labor: “Con este trabajo, no hay mucho de lo que sentirse orgulloso”.
“Cada una de sus historias es única. Deberían escribir sobre todos ellos”, dijo Yelyzaveta, de 29 años, que había trabajado en la empresa durante solo seis meses cuando comenzó la guerra.
Encima de muchas tumbas, las familias dejan recuerdos en memoria de quiénes eran sus seres queridos en vida: un raspador de masilla de pintor. La consola de videojuegos de un adolescente. Un medallón tallado en una pluma de escritor. Una golosina favorita.
Sobre algunas de las tumbas hay lechos de flores cuidadosamente plantadas. Casi todas tienen velas, que parpadean cada día cuando cae la noche.
De vuelta a la morgue, Antoniy dijo que la única vez que él y sus colegas decidieron no trabajar con un cuerpo fue cuando el soldado caído había sido un amigo. Entonces, dijo, se encuentra con la misma incredulidad que suele ver en los ojos de los dolientes.
Trabajar aquí le ha enseñado a no encontrar aterradoras las morgues o los funerales, dijo. Pero no ha disminuido su miedo a morir.
“No hay una sola persona que no tema a la muerte”, dijo su colega Mikhailo. “He enterrado a todo el mundo, desde médicos hasta científicos. Al final, la muerte nos lleva a todos”.