Cuando en el año 41 d.C. estalló una conspiración de palacio en Roma y el emperador Calígula fue asesinado por los pretorianos, pocos imaginaban que aquel joven caprichoso y sanguinario sería sucedido en el trono imperial por un cincuentón cojo, tartamudo y que pasaba incluso por retrasado mental. Es cierto que a sus 52 años Claudio –tío de Calígula, sobrino de Tiberio y nieto de Livia, la esposa de Augusto– ocupaba el primer puesto en la línea de sucesión de la dinastía Julio-Claudia, pero hasta entonces había vivido al margen de la familia imperial, entregado a sus estudios y a los banquetes, y, lo que es peor, siendo víctima del menosprecio y las burlas de la alta sociedad romana.
La razón de esto último eran sus evidentes defectos físicos, causados quizá por una poliomielitis o esclerosis múltiple que le provocaba temblores de cabeza y tartamudez y le hacía caminar con dificultad, lo que, a su vez, hacía pensar que sus capacidades intelectuales también habían quedado mermadas. En realidad, tras esas evidentes cortapisas físicas se escondía un hombre inteligente y hábil, capaz de sobrevivir a la furia de su sobrino Calígula y que finalmente ejercería el poder durante trece años con notable vigor.
Tiberio Claudio Druso Nerón no nació en Roma, sino en la ciudad gala de Lugdunum (la actual Lyon) en el año 10 a.C. Era hijo de un valiente general, Druso, hijo de Livia, fallecido cuando el niño era muy pequeño. Druso y su esposa Antonia la Menor tuvieron otros dos hijos, Germánico y Livila, ambos perfectamente saludables, lo que no hacía sino resaltar los defectos de constitución de Claudio. En la Antigüedad había mucha resistencia a aceptar la discapacidad física, y Claudio fue víctima de estos prejuicios desde su infancia.
Su madre lo consideraba un monstruo (portentum era la palabra latina), y su abuela, Livia, ni se molestaba en dirigirle la palabra, considerando que su nieto era merecedor del mayor de los desprecios. Augusto se mostraba acaso un poco más condescendiente con el pobre muchacho, aunque no se arriesgaba a mostrarlo en público por miedo al ridículo de lo que pudiera hacer. Solía decir que con respecto a Claudio siempre sentían incertidumbre. Más tarde su propia hermana, habiendo oído que Claudio podría llegar en un futuro a ser emperador, declaró en público su esperanza de que algo tan indigno para Roma no llegara a ocurrir.
Pese a su precaria condición física, Claudio fue sometido a una dura formación a cargo de un rudo pedagogo, un caballerizo de origen bárbaro que no ahorraba con él malos tratos. Eso no le impidió mostrar una decidida inclinación por la erudición y el estudio. Suetonio habla del gran interés que el joven sentía por las disciplinas liberales, es decir, aquellas a las que sólo podían acceder quienes tenían la condición social de hombres libres, como la gramática o la retórica.
Tras recibir lecciones nada menos que de Tito Livio, dedicó sus desvelos a la historia, y compuso una historia de las guerras civiles en Roma que habían llevado a la dictadura de Julio César y al establecimiento del Imperio en la cual expresó libremente sus simpatías por el antiguo régimen republicano de Roma e incluso criticó a Augusto. También se interesó por la historia de otros pueblos, como los etruscos y los cartagineses.
EL HAZMERREÍR DE LA FAMILIA
Si Claudio encontró en los estudios un entretenimiento y una vía de escape frente al ostracismo que le impuso su familia, por la misma razón se entregó a las borracheras y al juego, algo que no hizo sino aumentar la mala fama que ya le confería su propia naturaleza. Pese a ello, como miembro de la familia imperial disfrutaba de una posición privilegiada que algunos grupos quisieron aprovechar. Por ejemplo, al morir Augusto, el orden ecuestre –grupo de la aristocracia romana inmediatamente inferior a los senadores– le pidió que fuera su patrono e intercediera para que los caballeros o equites llevaran el cadáver del emperador sobre sus hombros.
Bajo Tiberio, Claudio intentó iniciar una carrera política en Roma y quiso presentarse al cargo de cuestor, pero el emperador lo rechazó con la excusa de que era un estúpido. Años después, durante el principado de su sobrino Calígula, logró ser nombrado cónsul junto al emperador, pero ejerció el cargo tan sólo durante dos meses. Precisamente fue durante el ejercicio de este puesto cuando un águila se posó sobre su hombro derecho, como clara premonición de su futuro destino como emperador. Más tarde logró desempeñar otro consulado, esta vez por cuatro años.
En los años de gobierno de Calígula, Claudio llevó a cabo algunas misiones políticas no exentas de riesgo. Esto ocurrió especialmente tras la conjuración de Lépido y Getulio, que habían planeado, junto con Agripina la Menor, la hermana de Calígula, acabar con el emperador. Como Calígula estaba en Germania, se decidió enviar a Claudio para darle noticia de lo sucedido. Cuando el emperador vio llegar a su tío lo consideró un acto humillante hacia su persona y lo arrojó al río. El gesto de Calígula es muy ilustrativo de la pobre imagen de miembro tonto de la familia imperial que tenía Claudio. No fue esa la única humillación que sufrió. Sonadas eran las burlas de las que era víctima en los banquetes, cuando se quedaba dormido por los efectos del vino y los otros comensales se dedicaban a arrojarle huesos de aceituna.
Su vida conyugal no favoreció precisamente su reputación. Estuvo prometido con Livia Medulina, la cual murió repentinamente el día fijado para los esponsales. Después se divorció de su primera esposa, Plaucia Urgulanila, por sospechas de adulterio y homicidio, lo que hizo dudar de la paternidad de los hijos que tuvo con ella. También estuvo casado con Elia Petina, hermana de Sejano, hombre fuerte del emperador Tiberio, pero el matrimonio sólo duró un año. Más desafortunado si cabe fue su tercer matrimonio con Mesalina, cuyos notorios devaneos serían glosados por los poetas.
Nada hacía presagiar, pues, el repentino ascenso de Claudio al trono imperial en el año 41. Como cuenta Suetonio, fue una admirable casualidad que el apocado hijo de Druso se encontrara entre las personas que los centuriones expulsaron de las salas de palacio antes de asesinar a Calígula. Sin saber muy bien lo que ocurría, Claudio se refugió en una estancia cercana y al percibir el estruendo se arrastró hasta un balcón para esconderse cobardemente entre los cortinajes. No tuvo, sin embargo, la precaución de ocultar también sus pies, que quedaron a la vista. Un soldado que pasaba por allí lo vio y descubrió a un Claudio tan aterrorizado que cayó al suelo al ser reconocido. El soldado tuvo la ocurrencia de saludarlo como nuevo emperador y lo arrastró consigo hasta donde estaban los demás militares, todavía exaltados por el desconcierto y la sangre fresca.
EMPERADOR A SU PESAR
Tras su grotesca proclamación, Claudio fue llevado por los centuriones al campamento subido en una litera. La muchedumbre, al verlo pasar, creía que el pobre tonto iba a ser ajusticiado, a pesar de no tener culpa alguna. Al día siguiente, Claudio terminó aceptando su proclamación ante la presión del pueblo, que reclamaba un nuevo emperador, y la inacción del Senado. Tuvo la precaución de ofrecer a los soldados 15.000 sestercios por cabeza en pago a su fidelidad. Comenzaba así un principado que duró hasta su muerte, en el año 54.
Las burlas, que definen tanto la vida de Claudio como sus dolencias físicas, no terminaron ni siquiera al morir. Séneca, que había sufrido el exilio por mandato suyo, se burló cruelmente –y para la eternidad– del emperador fallecido, en una obra en la que Claudio, en lugar de transformarse gloriosamente en un dios (la denominada apoteosis), se convertía en grotesca calabaza y quedaba a merced de sus libertos y de sus traicioneras esposas.
Fuente: N. G.