Es la directora del programa para Asia en International Crisis Group.
Cuando Estados Unidos retiró a su ejército de Afganistán el verano pasado, se enfrentó a una decisión crucial: permitir el colapso de un Estado que en gran medida se había mantenido a flote gracias a la asistencia extranjera o trabajar con los talibanes, sus antiguos enemigos ahora en el poder, para evitar ese desenlace.
Más de cuatro meses después de que el último vuelo militar estadounidense partió de Kabul, el gobierno de Joe Biden aún no ha tomado una decisión clara, sino que más bien ha optado por actuar de forma improvisada en medio de una crisis humanitaria en aumento. El tiempo se está agotando.
Estados Unidos debería hacerse a la idea de trabajar con el gobierno liderado por los talibanes a fin de evitar que Afganistán se convierta en un Estado fallido. Obstaculizar al gobierno con sanciones continuas y el bloqueo de la ayuda no cambiará el hecho de que los talibanes están a cargo ahora, pero sí garantizará que colapsen los servicios públicos cotidianos, se deteriore la economía y se reduzca aún más el sustento de los afganos.
Eso no le conviene a nadie, ni siquiera a Estados Unidos, tras veinte años de inversión y compromiso. Un Estado fallido sería terreno fértil para que prosperen grupos extremistas, con poca probabilidad de que Occidente pueda trabajar con el gobierno —aunque sea de manera imperfecta— para prevenir más amenazas.
Los afganos ya están en una cuenta regresiva a una catástrofe. Su economía basada en el efectivo no cuenta con el dinero suficiente, la hambruna y la desnutrición van en aumento, la mayoría de los servidores públicos no están percibiendo un sueldo y los servicios públicos esenciales están en un estado precario.
No es de sorprender que Estados Unidos y sus aliados hayan respondido a la toma del poder por parte de los talibanes con medidas punitivas: bloquearon el flujo de asistencia que hasta entonces había solventado tres cuartas partes del gasto público, congelaron los activos afganos en el extranjero, expulsaron al país del sistema financiero global y mantuvieron las sanciones contra los talibanes, las cuales ahora penalizan a todo el gobierno que lideran. Son las estrategias usuales de Washington para tratar de castigar a los regímenes reprensibles. Pero el resultado ha sido catastrófico para los civiles.
Las sequías devastadoras, la pandemia y la incompetencia de los talibanes en materia de gobernanza han contribuido a crear lo que podría ser la peor crisis humanitaria del mundo. Sin embargo, las acciones inmediatas de Occidente para aislar al nuevo régimen detonaron el colapso de Afganistán, en especial porque los países que suspendieron la asistencia permitieron que el Estado afgano dependiera de ella durante 20 años.
El aislamiento fue rápido y fácil de lograr: no costó nada de dinero ni de capital político y cumplió con el imperativo de expresar desaprobación.
A medida que las organizaciones de ayuda humanitaria hacen sonar alarmas cada vez más desesperadas, Estados Unidos y otras naciones occidentales han tomado medidas graduales para ayudar a los afganos sin tener trato con los talibanes. Se ha incrementado el financiamiento para la ayuda de emergencia que proporcionan las Naciones Unidas y otras organizaciones humanitarias, y de ese financiamiento Washington ha aportado la porción más grande, casi 474 millones de dólares en 2021. El gobierno estadounidense también ha ampliado poco a poco las excepciones humanitarias a sus sanciones y ha liderado la iniciativa para que el Consejo de Seguridad emita exenciones a las sanciones de la ONU, lo cual facilita que quienes brindan asistencia puedan continuar sin correr riesgos legales.
Pero estas medidas no son suficientes. Los alimentos, el apoyo a la atención médica y los otros pocos tipos de asistencia que se están dando solo mitigarán las condiciones extremas en las que están viviendo los ciudadanos afganos. Para restaurar un sector público que apenas funciona y detener la caída libre de la economía afgana, será necesario levantar las restricciones a las actividades comerciales ordinarias y relajar la prohibición de la asistencia para el gobierno o por medio de él. Sin estas soluciones, hay pocas esperanzas de que la ayuda humanitaria pueda ser más que un paliativo. Además, si continúa la prohibición, es casi una garantía que se prolongue la dependencia del país de la ayuda externa, ya que eludir al Estado debilitará sus instituciones.
Estados Unidos debe marcar una diferencia entre los talibanes como antiguos insurgentes y el Estado que ahora controlan.
Esto comienza con la suspensión de las sanciones contra los talibanes como organización (manteniendo las sanciones contra individuos específicos y el embargo de armamento); el financiamiento de funciones estatales específicas en áreas como el desarrollo rural, la agricultura, la electricidad y los gobiernos locales, y la restauración de las operaciones del banco central para reconectar a Afganistán con el sistema financiero global.
La ayuda para los servicios públicos es de especial importancia, no solo porque los afganos necesitan esos servicios, sino también porque el gobierno es el mayor empleador del país.
Tomar estas medidas también beneficiará los intereses de Occidente. Ayudará a frenar la migración creciente de ese país y el aumento de la producción ilegal de narcóticos por parte de los afganos desesperados por obtener ingresos. También podría crear oportunidades, al menos limitadas, para lograr que los talibanes cooperen con Estados Unidos a fin de reprimir las amenazas terroristas del grupo afiliado al Estado Islámico en Afganistán y otras agrupaciones.
Es una certeza que Afganistán padecerá más pobreza bajo el régimen talibán de la que vivió en los años recientes, y ningún país reanudará la ayuda a la escala que gozó el último gobierno. Pero la población necesita una vía de transición gradual para acostumbrarse a un nivel de apoyo cada vez menor, en lugar de la interrupción abrupta que sacudió la economía hasta la médula.
Para apaciguar las preocupaciones de las capitales occidentales respecto a que estas medidas puedan apuntalar la posición de los talibanes o su capacidad para desviar fondos con fines perversos, podrían implementarse restricciones y vigilancia.
Como era de esperarse, Estados Unidos y sus aliados son reacios a hacer algo más que ayudar a los afganos hambrientos a sobrevivir este invierno. Es probable que les inquiete el precedente de legitimar a un grupo islamista militante que tomó el poder por la fuerza. Además, se vería muy mal que se hicieran de la vista gorda ante las violaciones actuales y pasadas de los talibanes a los derechos humanos.
Comprendo la renuencia, que quizá también tenga el objetivo de mantener una ventaja sobre los talibanes. Sin embargo, en las últimas dos décadas, he visto cómo las potencias de Occidente han sobrestimado una y otra vez su capacidad para lograr que las autoridades afganas —sean las que sean— accedan a sus demandas. Los gobiernos que dependían completamente del apoyo financiero y de seguridad estadounidense no se inmutaron ante las presiones para que adoptaran las estrategias preferidas de Washington en cuanto a la pacificación, la guerra y la lucha contra la corrupción.
Esto no quiere decir que el Occidente deba renunciar a sus esfuerzos para hacer que los talibanes respeten los derechos humanos y cooperen en lo referente a las prioridades de seguridad. Pero las expectativas deben ser modestas.
Los talibanes jamás van a promulgar una política sobre los derechos de la mujer que concuerde con los valores occidentales. No han dado señales de querer aceptar siquiera versiones limitadas de un gobierno democrático, y tampoco es probable que algún día tomen medidas activas para destruir o entregar a los remanentes de Al Qaeda, aunque tal vez los mantengan bajo control.
A nadie en Washington ni en las capitales europeas le puede complacer la idea de trabajar con este tipo de gobierno.
No obstante, la alternativa es peor, sobre todo para los afganos que no tienen otra opción más que vivir bajo el régimen talibán y que necesitan medios de subsistencia.