El líder de la izquierda toma posesión este domingo en Brasilia y pone fin a la era de Bolsonaro, que viajó a EE UU para evitar colocarle la banda presidencial
Cuatro años después de encumbrar a un presidente que capitalizó la ira contra los políticos y llenó el Gobierno de militares, Brasil retoma este domingo la senda de la política más clásica con Luiz Inácio Lula da Silva, de 77 años. Antiguo líder sindical y presidente entre 2003 y 2010, regresa a la jefatura del Estado con la promesa de que sus compatriotas volverán a ser felices. Sus prioridades son reactivar la economía, combatir el hambre, la pobreza y que la primera potencia latinoamericana vuelva a brillar en la escena internacional. Con él, la izquierda regresa al Gobierno brasileño tras el traumático impeachment de 2016.
Decenas de miles de militantes del Partido de los Trabajadores (PT), llegados de muchos rincones del gigantesco Brasil, desembarcaron en Brasilia luciendo con orgullo el rojo que tanto detesta el bolsonarismo en banderolas, camisetas y gorras. Iban a pasar la Nochevieja, a dar la bienvenida a 2023 y a festejar la democracia. Un esperanzado Brasil le da una nueva oportunidad al antiguo obrero metalúrgico, protagonista central de la política brasileña desde hace tres décadas.
Con la ceremonia de este Año Nuevo culmina la resurrección de Lula. Y termina la era Bolsonaro. Acaba de manera poco digna. El ultraderechista decidió poner tierra de por medio —en lo que parece más bien una huida— para no ser él quien entregue la banda presidencial a su némesis. El exmilitar y exdiputado voló el viernes con su esposa, Michelle, a Orlando (Florida), feudo de su gran ídolo, el estadounidense Donald Trump. Se aloja en la mansión de un luchador de artes marciales brasileño retirado. Durante su mandato emprendió una sistemática ofensiva para desmantelar políticas sociales —salvo la paga mensual para los más pobres— y medioambientales. Su gran legado es la flexibilización de la venta de armas.
El operativo de seguridad en Brasilia será inmenso. Incluirá francotiradores, drones, un despliegue de 8.000 miembros de las fuerzas de seguridad y el veto a que los civiles circulen armados. La policía ha recomendado al futuro presidente que use chaleco antibalas y desfile en un coche blindado, pero el izquierdista adora los baños de masas y se resiste a renunciar a este.
El vicepresidente saliente, Hamilton Mourão, ha dado un discurso televisado en su calidad de presidente en funciones ante la ausencia de Bolsonaro. Mourão, un general retirado, ha acusado a su ya antiguo jefe de “crear un clima de caos” con su “silencio o protagonismo inoportuno” y dañar así a las Fuerzas Armadas, acusadas desde un bando por inacción y, desde el otro, “de fomentar un supuesto golpe” de Estado.
El tenaz y pragmático líder de la izquierda brasileña estará arropado por una nutrida representación de mandatarios extranjeros, incluidos casi una veintena de jefes de Estado, como el Rey de España, Felipe VI, y los presidentes de Argentina, Alberto Fernández; de Colombia, Gustavo Petro; de Chile, Gabriel Boric, de Portugal, Marcelo Rebelo de Sousa, o de Alemania, Frank Walter Steinmeier. El equipo de Lula está haciendo todos los esfuerzos para que el venezolano Nicolás Maduro, al que Bolsonaro tenía vetado, pueda asistir.
En paralelo a la solemne ceremonia, se celebrará una monumental fiesta con música para todos los gustos organizada por la futura primera dama, Rosangela Silva, conocida como Janja.
A medida que la toma de posesión se acercaba, en el distrito hotelero de Brasilia aumentaban el sábado los cánticos a favor de Lula. “Nadie roba 60 millones de corazones”, gritaba un simpatizante desde un balcón. Son los votos cosechados el 30 de octubre por el izquierdista al frente de una amplia coalición; Bolsonaro obtuvo 58 millones. Un triunfo por los pelos que contrasta con sus dos anteriores victorias, ambas bien holgadas.
El sábado, entre los pocos transeúntes de Brasilia —una capital diseñada para el coche, tan bella como incómoda—, muchos eran entusiasmados simpatizantes del PT que entonaban cánticos a favor de Lula intercalados con gritos de “Fora Bolsonaro”. Pero la polarización pasa factura y el miedo cala hondo. Afiliados al PT llegados en autobuses desde Río de Janeiro —24 horas de viaje— fueron instados a vestir con discreción en la ruta, por si acaso. Es decir, que dejaran el rojo y la estrella blanca del partido para las calles de la capital.
El ambiente político en general ya estaba enrarecido por la polarización imperante, porque el presidente saliente no ha reconocido su derrota y porque persisten las protestas golpistas. Pero la preocupación se disparó a niveles inéditos con el atentado fallido de la semana pasada. Un bolsonarista fue detenido y acusado de terrorismo por intentar causar una gran explosión para generar el caos y desatar una intervención militar. Antes de despegar para Florida, Bolsonaro condenó el atentado y se esforzó por desvincularse de los manifestantes que piden hace dos meses una intervención militar que impida a Lula estrenar un tercer mandato.
Los afiliados y simpatizantes del PT, que para buena parte de los brasileños fue un partido símbolo de corrupción, viven el regreso de Lula a lo más alto del poder como un acto de justicia poética tras la travesía del desierto de los últimos años, incluida la prisión de Lula y la destitución de Dilma Rousseff. La organización política más potente de América Latina fue desalojada tras 14 años en el poder. Una caída de la que se redimió el 30 de octubre, cuando Lula venció al ultraderechista Jair Messias Bolsonaro, de 67 años.
Para que a nadie se le olvide que fue obrero, Lula ha convertido la falta del meñique que un torno le amputó en marca personal. Los brasileños más necesitados y muchos entre aquellos pobres, sobre todo mestizos y negros, que por fin pudieron enviar a sus hijos a la universidad, comprarse un frigorífico o viajar en avión tienen inmensas expectativas depositadas en él. También los más izquierdistas entre los privilegiados y minorías, como los brasileños LGTBI o muchos indígenas, se vuelven a sentir a gusto en un país en el que, de la mano del presidente Bolsonaro, un antiguo capitán del ejército, homófobo y misógino, la extrema derecha salió orgullosa del armario.
El PT será el pilar indiscutible del próximo Gobierno, pero deberá compartir el poder con fuerzas más a la derecha y a la izquierda. Incluso entre los que han venido a Brasilia y los más fieles a Lula, se oye a menudo que “esta no es una victoria de Lula, ni del PT, es una victoria de la democracia”. Una idea que él mismo verbalizó la noche electoral en su discurso.
El primer adversario al que Lula convirtió en aliado con la vista puesta en derrotar a Bolsonaro será vicepresidente a partir de esta tarde. Se trata del antiguo gobernador Gerald Alckmin, de 70 años, figura de la derecha clásica, liberal en economía y católico. Para dirigir los ministerios estratégicos, el izquierdista ha designado a un puñado de hombres del PT, con larga experiencia de gestión y fuerza electoral en el nordeste, la más pobre de Brasil y su gran caladero de votos. Presidirá un Gabinete con 37 carteras, uno de los más amplios y diversos. Incluye un tercio de ministras y nueve partidos.