Fueron tres días de película. Una de acción y suspenso que comenzó el 11 de abril de 2002: una trama de conspiraciones políticas y armadas, protagonizada por la mayor protesta de la historia democrática de Venezuela, un millón de personas, y luego, una masacre: 19 muertos, más de 120 de heridos, francotiradores en el centro de Caracas. Indignación, estupor. Y luego, lo inevitable: el presidente Chávez fue obligado a dejar el poder. Un golpe de Estado.
Después vinieron dos días de excesos: el nuevo gobierno, embriagado de triunfalismo, desarmó la institucionalidad con un decreto, y desató una grotesca ola de persecución y represión; entonces, los militares, ahora los leales a Chávez, decidieron hacerse del Palacio de Gobierno. Un golpe dentro del golpe. Hubo confusión, incredulidad, rumores que fueron confirmados al filo de la madrugada del tercer día, el 13 de abril: una luz cruzaba el cielo pétreo de la capital: era un helicóptero militar. Adentro, recién liberado de su prisión improvisada en una isla del Caribe, venía Hugo Chávez para retomar el poder. ¡Qué película! Pero no terminó allí: a partir de entonces comenzó otro filme, este, en cambio, de terror, cuyo legado, veinte años después, se traduce en la destrucción del Estado y su economía, la división social y, en última instancia, la consolidación de una despiadada dictadura.
Tras el golpe de abril de 2002, el chavismo se apresuró a tomar el control absoluto de la industria petrolera. La estatal PDVSA, motor económico del país, había liderado la huelga general que hizo estallar la crisis. Por eso, la prioridad del oficialismo fue garantizar que aquello no ocurriera nunca más. De modo que desmontó la élite gerencial de la compañía, sustituyéndola por un puñado de fieles, aunque esas designaciones traicionaran los principios de la meritocracia que la industria había cultivado celosamente durante décadas.
Pero los chavistas no tenían la capacidad para gerenciar algo tan grande, y por allí entró la incompetencia, la mediocridad, y luego la corrupción. Tomar el control de PDVSA, insignia sagrada del país, sentó un precedente lamentable. Después vino el desmantelamiento de las instituciones para garantizar el poder absoluto y sostenido: Consejo Nacional Electoral, Tribunal Supremo de Justicia, Contraloría General de la Nación, Procuraduría, Defensoría del Pueblo. Esta última se desvirtuó tanto que, con el tiempo, y dado que no protegía los intereses ciudadanos sino los de Chávez y su camarilla, fue rebautizada popularmente como la Defensoría del “Puesto”.
Luego vino la expropiación de la empresa privada como retaliación política, como acto hegemónico del poder, o simplemente como una nueva forma de robar. Industrias fértiles se marchitaron a causa de la malversación de fondos, y la sumatoria de todas estas catástrofes produjo la inevitable destrucción de la economía nacional, hoy asfixiada en un mar de inflación incalculable y perdida en reconversiones monetarias que apenas sirven para quitarle ceros al devaluado bolívar, pues no logran detener el descalabro.
Ese período de transformación del Estado hacia un modelo autoritario conllevó, en segundo lugar, a un creciente descontento popular, que a su vez trajo división social como nunca se había visto en Venezuela. Por un lado, los chavistas; por el otro, los “escuálidos”, un término peyorativo con el que el oficialismo designaba a la oposición. La intolerancia hacia la crítica se liberó de los linderos de la política para instalarse en los hogares y en las familias. Innumerables veces esa confrontación ha tomado las calles, y el resultado son cerca de trescientos muertos en dos décadas de manifestaciones, según cifras de la ONG Foro Penal. La crisis del 11 de abril le enseñó al chavismo que era necesario controlar el descontento popular, y para ello debía silenciar la disidencia, la prensa libre, el pensamiento independiente, y los partidos de oposición: una forma de hacer gobierno que condujo a la tercera desgracia: la dictadura.
Aunque tenía vicios autoritarios, el Chávez que recibió el golpe en 2002 era un demócrata. Pero luego de aquel abril se transformó. Se radicalizó. Se convirtió en el tirano que premiaba en televisión a los esbirros que reprimían las manifestaciones opositoras, que metía políticos en las cárceles, y que manipuló todo el sistema electoral para detentar el poder para siempre. Hasta que el cáncer lo sorprendió.
Sin el golpe de aquel abril, tal vez Chávez no se habría hecho un dictador, que -con todo lo que ello implica- es el origen de todos los males que hoy padece Venezuela. Debió irse el 11 de abril. Hoy sería recordado como un presidente de izquierda que quiso cambiar el país, pero que fue vencido por la derecha tradicional. Pero volvió. El 13 volvió para convertirse en lo que fue hasta el día de su muerte. Su regreso fue un error para él, para su memoria, para la izquierda. Pero sobre todo fue un error para Venezuela y para América Latina. Si el 11, el día del golpe, es una fecha trágica que ahora cumple veinte años, el 13, cuando regresó, es un día que nunca debió existir. (dz)