Esto es Realidade, tierra prometida para buscavidas y pobres. Y esta, la primera gasolinera tras conducir 500 kilómetros desde el norte por la BR-319, la carretera más controvertida de la Amazonia. Completar el asfaltado es la gran promesa del presidente Jair Bolsonaro para la región, una de las más pobres de Brasil. Lo considera estratégico para el desarrollo económico local. Recorrerla entera, de Manaos a Porto Velho, incluidos los 400 kilómetros de tierra, permite a un equipo de EL PAÍS observar a simple vista el impacto que producen los colonos que desembarcan atraídos por promesas y tierras a buen precio. La deforestación avanza veloz.
En el mapa, la vía es una rayita minúscula. A vista de dron, una línea recta anaranjada en un tupido manto verde que parece brócoli. Probablemente pocos de los que participan en la cumbre COP26 de Glasgow saben de su existencia, pero los que observan el mayor bosque tropical del mundo no le quitan el ojo. El desenlace de esta obra dirá si la parte más virgen de la selva amazónica sigue protegiendo la biodiversidad y capturando dióxido de carbono o no. Y eso influirá en el resto del planeta porque las selvas como esta son cruciales para regular la temperatura global.
El pueblito de Realidade es una sucesión de bares, moteles, camiones, talleres, templos evangélicos y casitas de madera en calles de tierra que a menudo se convierten en un lodazal.
En los últimos años ha crecido hasta merecer escuela y ambulatorio, un boom que se asienta en lucrativos negocios que diezman la selva: la tala ilegal de madera, la cría de ganado o cultivos de soja que atraen a gentes de otros Estados.
La ley resulta un concepto lejano y maleable. Es un territorio tenso donde prevalecen los hechos consumados y el recelo hacia el foráneo que husmea. Nadie llega de turismo o por error, se viene con un objetivo. Cualquiera está en alerta constante. Y en cientos de kilómetros no hay un policía. Los locales esperan ansiosos el pavimento hace décadas, convencidos de que traerá prosperidad. Para científicos y ecologistas, es un escenario de pesadilla. Temen que el monstruo que han visto crecer en Realidade en estos años ascienda carretera arriba.
Los 887 kilómetros de la BR-319 cruzan una de las zonas mejor preservadas de la selva que cubre la mitad de Brasil, una superficie del tamaño de la Unión Europea repleta de ríos, corrientes y lagunas. Durante medio año, el trazado es un barrizal. Los viajeros dejan atrás granjas bautizadas como Grande Esperanza, Tierra Rica o Dios Me Dio.
Entre los más implicados en la batalla a favor del asfalto se encuentra Dona Mocinha. Tiene una pousada en el kilómetro 260, gafas enormes y empuje suficiente para ir a la escuela nocturna a sus 64 años. Se instaló en Igapó Açu hace décadas, una comunidad de palafitos de madera para evitar las crecidas. “Hubo una época en que desde noviembre hasta mayo por aquí no pasaba nadie, naaaadie”.
Ahora, con la carretera más o menos transitable todo el año, ve desde su porche más trasiego de camiones y 4×4. “Dicen que la carretera (asfaltada) va a tener impacto, pero ¿qué impacto? Mire, yo no soy bióloga, pero el mayor impacto se generó cuando la construyeron”, en los setenta, durante la dictadura.
Debió de ser una obra titánica porque el terreno es pantanoso y, por eso, es un área muy productiva, rica en biodiversidad. “Surcada por ríos muy ricos en peces, cocodrilos y mosquitos”, explica Rómulo Batista, de Greenpeace.
Incluso la simpática Dona Mocinha, de la Asociación de Amigos y Defensores de la BR-319, sabe que las mejoras que el pavimento traería a su vida no vendrían solas. “Cuando llega el desarrollo llega la deforestación, invasiones, prostitución, drogas… pero más preocupante es no tener la BR-319 para ir y venir”, reflexiona en su mecedora. Se sienten atrapados en este bellísimo pero aislado rincón porque es la única conexión terrestre de Manaos, capital del estado de Amazonas, con el corazón de Brasil.
Las presiones han llegado hasta la casa de la señora antes que el asfalto de la mano de compatriotas venidos de lejos con jugosas ofertas, atraídos por las fabulosas oportunidades que vislumbran. “Vienen muchos desde Rondonia o Mato Grosso. Buscan terreno, terreno, terreno. Ya les digo que no, que no tengo tierras para vender, que esto es ¡una reserva natural! Mire, llegué hace 44 años y jamás he vendido un lote de tierra. Y eso que hasta me han amenazado de muerte”, explica. Vender parcelas de una reserva es delito. Pero descomunales extensiones de tierras públicas flanquean la carretera. Cualquiera se apropia fácilmente de ellas con documentos falsos y complicidades políticas. El llamado grillagem.
El panorama es un aperitivo del catastrófico escenario que anticipan científicos como la agrónoma tropical Jolemia Chagas, que monitoreó el tramo de carretera entre los kilómetros 250 y 280. “El asfaltado va a intensificar las invasiones de los últimos cinco años”, alerta. Eso trae especulación inmobiliaria, conflictos violentos con los locales y agrava problemas ambientales de consecuencias tangibles. Detalla que “la retirada de la cobertura forestal interfiere directamente en la producción de los ríos voladores (corrientes de vapor de agua) que abastecen parte de Sudamérica, influyendo directamente en la producción agrícola”.
La zona está poblada de familias que viven, principalmente en los extremos de la vía, de la agricultura de subsistencia o del comercio. E indígenas, 18 pueblos dispersos y alejados de la carretera principal. Una de las calzadas de tierra secundarias que empezaron a construir prácticamente toca el territorio donde vive un grupo de nativos aislados, unas 30 personas, probablemente descendientes de los juma que sobrevivieron a una matanza en 1964, explica el indigenista Pedro da Silva, del Consejo Misionero Indígena.
Con el aumento de tráfico, surgieron restaurantes, granjas e iglesias. Por la ruta, circulan camiones, coches que cargan toda la vida de alguien que persigue un futuro mejor, o el negocio de su vida, sea lícito o no, moteros cincuentones de aventura… Recorrerla significa salir de Manaos por una calzada con los carriles cuidadosamente pintados de amarillo y los arcenes, de blanco. Al poco, el río Amazonas, que se cruza en balsa. El transporte fluvial, caro y lento, es lo más habitual.
Km 198. Fin del asfalto. Bienvenidos al llamado trecho del medio, el que perdió el pavimento a finales de los años ochenta por el abandono. Gracias a eso y a las reservas ambientales e indígenas creadas a partir de entonces, el impacto de los humanos es mucho menor que en otras regiones amazónicas.
Incluso el ojo menos entrenado distingue desde el 4×4 cuándo se circula dentro de una reserva ecológica. Los árboles y la vegetación forman un manto verde tan tupido que impide ver más allá. Pero los mejores ojos sobre la región son los satélites, que fotografían parcelas de tres metros para medir dónde y a qué velocidad es destruido el bosque tropical. La deforestación ya estaba al alza, pero con Bolsonaro se ha disparado. El último año fue el peor de los últimos 12, con la desaparición de 11.000 kilómetros cuadrados de árboles. Como si cada minuto del último año la Amazonia hubiera perdido el equivalente a tres campos de fútbol, apunta Greenpeace.
El fazendeiro (granjero) Joeliton Silva, 53 años, no niega la deforestación. Él mismo contribuye hace años abriendo caminos entre la vegetación para otros que luego talan los árboles más valiosos en un negocio multimillonario. Desafía a los periodistas a contar lo que llama “la verdad”, una tesis que pivota sobre el siguiente argumento: la magnitud de la selva es tal que el destrozo es nimio. Contra el consenso científico y citando a un científico concreto, el afable Silva afirma que “el efecto de la acción humana sobre la temperatura es insignificante”. Y para rematar, echa sus cuentas: “A esta velocidad tardaremos 140 años en deforestar el 10% de Amazonia”. Es un discurso que difunde por YouTube desde su casa, a las afueras de Realidade, la ciudad de los aventureros.
Está convencido de que la alarma internacional ante la desaparición de la riquísima flora y fauna amazónica es desmesurada, nada más que una excusa para camuflar la codicia de los extranjeros que pretenden arrebatar a Brasil sus riquezas naturales. Dueño de dos haciendas que suman 6.400 hectáreas, tiene una a la venta porque su incursión en la piscicultura no ha cuajado. Pese a la abundancia de ríos, también los crían.
Contribuir a actividades ilícitas no le quita el sueño a Silva porque, asegura, deforestar legalmente es imposible. Lo ha intentado, es arduo y ni siquiera sale a cuenta. Es mejor negocio, añade, hacerlo a las bravas, y si te pillan recurrir y recurrir las multas. Entregado a Bolsonaro, muestra orgulloso un vídeo en el que abraza al ministro de Infraestructuras mientras este afirma que “la BR-319 ya se está materializando”.
El discurso de Bolsonaro de que la protección medioambiental lastra el desarrollo cala hondo y da alas a la explotación predatoria, el lucro fácil y la impunidad. Brasil lucha contra su imagen de villano ambiental. Triunfa “la idea perversa de que, si el resto de los países deforestaron para desarrollarse, ese es el precio a pagar”, afirma Fernanda Meirelles, en Manaos, en la sede del Observatorio BR-319, una alianza de ONG que supervisa la carretera. “No estamos contra la calzada, pero queremos que antes [de asfaltar] se resuelvan los problemas de titularidad de la tierra, de fiscalización, cómo gestionar las unidades de conservación [reservas ecológicas]…”, dice. Tras unas prolijas explicaciones de los innumerables desafíos, remata sonriente: “Mi sueño sería una pasarela elevada”.
Dona Mocinha participó en las recientes audiencias públicas, la mejor muestra de que el proceso burocrático avanza. El Gobierno de Bolsonaro ha dado más impulso al proyecto que cualquier predecesor. Falta que el Ibama, organismo gubernamental que gestiona la política medioambiental, autorice o no el asfaltado. Ninguno de los consultados cree que lo rechace, pero las ONG recuerdan que los indígenas deberían haber sido ya consultados. Asomaría luego el desafío de la financiación.
A menudo, un camión atrapado en un barrizal corta en seco la circulación, incluso en estos días del final de la temporada seca. Un factor acude al rescate. Impresiona ver cómo patina el inmenso tráiler. Ocho días llegó a estar atrapado el camionero Aulcides Costa, de 49 años. “A los cinco días se nos acabó la comida y el agua mineral”, recuerda.
Estas áreas vivían incomunicadas hasta que internet les abrió una ventana al mundo, los convirtió en comunidad y los entretiene durante la larga estación de lluvias. Resulta muy útil. Cualquiera puede saber casi en tiempo real cómo está la ruta gracias a los 46 grupos de WhatsApp de la Asociación de Amigos de la BR319, que suma 10.000 socios.
A medida que se avanza hacia el sur, surgen claros en el arcén. Cada vez más frecuentes y mayores. De repente, vacas y más vacas pastando plácidamente. La bucólica escena disfraza su nefasto efecto sobre la Amazonia. Las propias reses y la tala de árboles para abrir pastos son los principales responsables de las emisiones brasileñas de gases de efecto invernadero, esas que aquí aumentaron incluso el año de la pandemia mientras a nivel mundial se desplomaron por el inédito parón. Tras la tala, los pastos sirven para ademarse de la tierra y luego llegan los cultivos de soja. En el aparente caos existe un método.
El empresario Antonio Graças, de 71 años, está convencido de que es ahora o nunca. En su almacén en Careiro de Castanho, rodeado de camas, electrodomésticos y ventiladores, opina que nadie más propicio que un presidente formado en los cuarteles y nostálgico de la dictadura, con un ministro de Infraestructuras que sirvió como militar en Amazonia, para dar continuidad al proyecto impulsado por los generales hace medio siglo. Desbravaron la selva para construir carreteras. Donaron tierras. En plena Guerra Fría, la obsesión era poblar aquella inmensidad, habitada durante milenios por indígenas, para asegurarse de que nadie se la arrebatara. “Integrar para no entregar” era el lema de la época.
Graças desea fervientemente que Bolsonaro no deje pasar la ocasión. “Si no da un empujón inicial para que una empresa haga 100 kilómetros, otra, otros 100… no va a salir. Entonces, solo Dios dirá”.
El empresario descarta cualquier riesgo de que aumenten los delitos ambientales porque para eso está el Estado; y enumera una larga lista de instituciones con potestad fiscalizadora. Sobre el papel la tienen, la práctica es otro cantar. Hacia el final de la BR-319, donde se cruza con la mítica carretera Transamázónica, se llega a Humaitá. Una turba incendió en 2017 la sede del Ibama en la ciudad. La vegetación ya cubre las ruinas del edificio. El vicepresidente del país, el general Hamilton Mourão, admite que, con el asfalto, el riesgo de desforestación aumentará y sostiene que habrá que reforzar la vigilancia, pero apunta que también facilitará la llegada de la Policía Federal a estas tierras remotas.