En un rincón desolado de la meseta de Somuncurá, en la provincia argentina de Río Negro (donde parece haberse inventado la palabra “inhóspito”), Gerardo Rodríguez, veterinario, divisó un caballo pastando tranquilamente en medio del agreste paisaje. Ver cualquier caballo en una región tan aislada y árida ya era inusual, pero este no se parecía a nada que hubiera visto antes: su pelaje era rizado.
Al principio, Rodríguez pensó que el pelo rizado del caballo indicaba que estaba enfermo o sudoroso, pero un gaucho, o jinete, le contó algo sorprendente: estos caballos de pelo rizado solían ser más comunes antes de que las sequías, las erupciones volcánicas y otras adversidades hubieran diezmado su población.
El lugareño se ofreció a venderle el caballo. Encantado con la criatura, aceptó de inmediato. Su mujer, Andrea Sede, sintió la misma conexión instantánea con el animal. “Nunca olvidaré su encuentro”, recuerda: “Se acercó a nosotros como si siempre hubiera sido nuestro”.
Fue en ese momento cuando despertó el sueño de la pareja de formar su propio rebaño. Casi 20 años después, Rodríguez y Sede tienen 40 de estos caballos de pelaje rizado (los únicos de su especie en toda Sudamérica) que conservan un capítulo fascinante e inesperado de la historia natural de la Patagonia, que incluso se le escapó al famoso naturalista Charles Darwin, que documentó meticulosamente la flora y fauna de la región durante su viaje sudamericano en el Beagle. El evolucionista había oído rumores sobre estos caballos, pero nunca consiguió encontrarlos.
Para entender la historia de los caballos de pelo rizado de Argentina, debemos remontarnos varios siglos atrás, hasta la introducción española de los primeros caballos en América. En 1535, el conquistador Don Pedro de Mendoza recibió el encargo de establecer una colonia en la región del Río de la Plata, parte de lo que hoy es Argentina. Cruzó el Atlántico con colonos, soldados y un centenar de caballos, entre caballos de trabajo y excelentes caballos de guerra procedentes de las caballerizas de la ciudad española de Cádiz.
Sólo seis años más tarde, en 1541, la colonia de Buenos Aires en esa región fue destruida e incendiada por tribus indígenas que se resistían a los abusos coloniales. Los españoles huyeron abandonando sus posesiones y entre 12 y 45 caballos. Estos caballos sobrevivieron y vagaron libremente por la vasta pampa argentina.
“Los caballos que escaparon se adaptaron y reprodujeron portentosamente”, explica el Dr. Mitch Wilkinson, vicepresidente del Departamento de Investigación de la Organización Internacional del Caballo Rizado (ICHO). “Los descendientes formaron manadas de cientos de miles de caballos salvajes conocidos como ‘baguales’“.
Cuando los españoles regresaron 40 años después, no sólo encontraron una población en auge (estimada por Wilkinson en 36 000 corceles debido a condiciones favorables como abundante comida y llanuras abiertas), sino también un rasgo inesperado: algunos caballos habían desarrollado pelaje rizado, una característica no vista en España.
Lo que ocurrió fue que los nuevos caballos importados de España se cruzaron con las manadas asilvestradas, dando lugar a los caballos “criollos”, de ascendencia española pero nacidos en América. Estos caballos prosperaron tanto en libertad como en el ámbito doméstico y se extendieron por Argentina, Uruguay y el sur de Brasil.
En 1739, los exploradores españoles Cabrera y Solanet documentaron la presencia de caballos de pelaje rizado entre las manadas salvajes de Argentina y Brasil. Décadas más tarde, el naturalista español Félix de Azara también describió estos caballos en su libro Cuadrúpedos del Paraguay, publicado en París en 1801. Incluso Charles Darwin tomó nota de los caballos en su obra de 1868 The Variation of Animals and Plants Under Domestication, citándolos como ejemplo de selección natural. Darwin especuló que una mutación aleatoria permitió a estos caballos adaptarse a su nuevo entorno sudamericano. Sin embargo, cuando viajó a Sudamérica, Darwin nunca observó caballos de pelaje rizado en libertad, lo que le llevó a preguntarse si habían desaparecido.
Otros, sin embargo, atribuyen su presencia a una fuente mucho más legendaria. Según un mito local, los Caballeros Templarios (una orden militar católica francesa de la que se dice que trajo el Santo Grial a la remota meseta de Somuncurá) llevaban estos caballos de pelaje rizado, introduciéndolos en la región mucho antes de que llegaran los conquistadores. Aunque no hay pruebas históricas que apoyen esta teoría, la leyenda persiste, añadiendo un aire de misticismo al ya enigmático pasado de la raza.
Durante años, Rodríguez y Sede escribieron a asociaciones internacionales con la esperanza de identificar el linaje de sus propios caballos, pero siempre recibían la misma respuesta: no había caballos de pelo rizado en Sudamérica. Todo cambió cuando se pusieron en contacto con ICHO, y Wilkinson decidió visitarlos.
¿Su primera impresión de los caballos? “Me parecieron únicos y hermosos”, dice. Las muestras de ADN tomadas en el Laboratorio de Genética Equina de la Universidad A&M de Texas confirmaron el carácter distintivo de los caballos Rodríguez-Sede, diferenciándolos de cualquier raza conocida. A diferencia de otros caballos de pelo rizado, su mutación genética no se había identificado antes. Estos caballos se clasificaron como un tipo de criollo argentino, un linaje ancestral que desciende directamente de los caballos españoles introducidos hace siglos.
“Tener un pelaje rizado no constituye en sí mismo una raza”, explica Wilkinson. “El pelaje rizado es un ‘rasgo’ causado por una mutación”. Aunque se encuentran rasgos similares en caballos de Norteamérica y Siberia, la mayoría de las mutaciones surgen de forma natural en poblaciones indígenas aisladas por la geografía. Los caballos de pelo rizado de la Patagonia, intactos para las razas europeas modernas, conservan una conexión genética ancestral con los ponis ibéricos del norte, como el Gallego y el Garrano, aunque son ligeramente más grandes, con una alzada de entre 14 y 16 manos (unidad de medida de la alzada de los caballos).
Las ventajas adaptativas del pelaje rizado siguen siendo especulativas. El Dr. Ernest Gus Cothran, profesor de genética equina en la Universidad A&M de Texas, señala que, aunque desde los tiempos de Darwin se ha planteado la hipótesis de que este rasgo podría ofrecer una ventaja de supervivencia en invierno, “no hay pruebas de ello”. El duro clima patagónico podría favorecer esta adaptación, pero se necesitan más datos para confirmar la teoría.
Además, la limitada financiación de la familia Rodríguez-Sede les ha impedido enviar muestras recientes de ADN de su manada, muestras esenciales para avanzar en los estudios genéticos. Los investigadores aún tienen que determinar la mutación genética específica responsable del pelo rizado de los caballos y confirmar el patrón de herencia.