Cada día la naturaleza reacciona en forma violenta, hasta donde el hombre seguirá destruyendo la naturaleza, reaccionara cuando ya es tarde ?
Con ráfagas de hasta 300 kilómetros por hora, más de 15.000 familias se quedaron sin nada tras su paso por Siargao, una isla filipina muy querida por el turismo surfero que resultó la más dañada. Casi dos meses después, algunos afectados cuentan cómo lo vivieron y qué hacen para salir adelante
Los habitantes de Siargao, al sureste de Filipinas, una isla turística que atrae a surferos de todo el mundo, despertaron la mañana del 16 de diciembre conscientes de que un tifón de categoría dos estaba en camino. Pero a pocas horas del impacto, las estaciones meteorológicas internacionales informaron de que ya no se trataba de una tormenta tropical sino que el temporal Odette, llamado Rai internacionalmente, había cobrado fuerza y era de categoría cinco, el más grave y violento con vientos de 195 kilómetros por hora y ráfagas de hasta 260, según informó la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios.
Juan Tudela, un español que vive en la isla desde hace cinco años, cuenta como a las diez de la mañana, a cuatro horas de que el ojo del tifón tocará tierra, la marea baja, que suele estar a un kilómetro de la orilla, ya sobrepasaba la playa y en algunos puntos llegaba hasta la carretera colándose dentro de los resorts. Las primeras palmeras empezaron a caer. “En ese momento te bloqueas, no sabes cuál es la decisión que te salvará la vida en caso de que el nivel del mar crezca”, explica Tudela. Ante el pánico y el poco tiempo, algunos optaron por refugiarse en casas situadas en las colinas; más tarde descubrirían que fue una elección desacertada. Los lugares más altos fueron los más dañados por los vientos huracanados.
Muchos acudieron a un complejo deportivo que los servicios de urgencias habían habilitado como punto de evacuación. Esta opción parecía sabia, ya que el edificio estaba construido con una estructura de metal robusta. Pero pronto el techo se desintegró y voló, dejando a centenares sin refugio en medio de la tormenta. Juan decidió refugiarse en la vivienda con las paredes más resistentes que conocía. Allí se encontró con varios amigos y juntos pasaron las horas más inverosímiles de sus vidas. Matías Olivieri, un fotógrafo argentino, también estaba ahí: “Vivimos horas de muchísimo miedo y desesperación. Nos preparamos con agua y comida para casi una semana, sin saber muy bien qué esperar”.
Hacia las once de la mañana, la compañía eléctrica cortó todas las líneas como método de prevención y se perdió completamente la comunicación. Ya dentro del ojo del tifón, todas las ventanas de la casa donde Juan y Matías se escondían se abrieron de par en par, dejando entrar el agua y el viento. “El techo entero se movía. Nos colocamos debajo de una mesa en el corredor, el único lugar dónde estábamos a salvo de objetos voladores. Y en esta postura, siete personas y un perro, pasamos las tres horas de mayor intensidad del tifón”, revela Matías.
Hay muchísimas historias de cómo los isleños vivieron el tifón. Con o sin protocolos. Todos buscaron refugio en lo que encontraron. Escondiéndose dentro, entre y debajo de muebles, poniéndose un casco o una almohada en la cabeza por si el techo caía y creando un muro humano de protección entre ellos.
Al alba del día 17 de diciembre, los vecinos se levantaron en lo que parecía otra isla. “Ese amanecer fue hermoso, las palmeras y los árboles caídos permitían ver el horizonte, pero apenas pusimos un pie en la calle nos dimos cuenta de que todo lo que conocíamos se había esfumado. Casi no hablábamos entre nosotros, no podíamos creerlo. Solo intentábamos adivinar lo que había antes allí”, narra el argentino.
Las primeras noticias llegaron tres días después, cuando los vuelos de rescate aterrizaron y algunos, por orden de prioridad, huyeron trayendo consigo las primeras experiencias, fotografías y listas de nombres escritas a mano con un centenar de personas que habían sido vistas y estaban bien. La situación era devastadora y a pesar de esos apuntes, no había manera de conocer el estado de salud de todos. Los nombres de Juan y Matías fueron escritos en una lista cuatro días más tarde.
Jennifer y Daniel, una pareja vasca-colombiana residentes en Siargao, habían viajado a Manila justo el día antes. Impotentes, esperaron tres largos días para saber algo de su hogar en la isla. “Lo último que supimos es que el agua estaba entrando en la casa. La angustia empezó una vez había pasado el temporal y seguíamos sin tener información. No parábamos de llamar a nuestros amigos, a las dos, a las tres, a las cinco, a las siete de la mañana… y así hasta tres días”. Jennifer cuenta como la incertidumbre y la incomunicación hizo todo mucho más duro. “Lloras porque tu vida está en pedazos y no sabes si tus amigos están vivos, si los animales están bien, ni si tu casa sobrevivió”, lamenta.
Sin comunicación, agua o comida
Desde la capital de Filipinas, residentes y voluntarios empezaron a organizarse y a detallar un plan para asistir a los ciudadanos. “Sin noticias de dentro, la tarea se hacía muy difícil. No sabíamos qué necesitaban exactamente, cuáles eran los daños ni la gravedad de la situación”, cuenta Samuel Wilson, un filipino-australiano, que desde el principio estuvo organizando la ayuda. Algunos de ellos decidieron volar a la isla para asistir a los damnificados, mientras que otros deseaban poder salir.
Al cuarto día, se instalaron varios móviles satelitales y al fin muchos pudieron mandar un mensaje a sus seres queridos. Los familiares de Carolina en Málaga supieron de ella a través de un sms que decía: “Papá soy Carol. Estamos todos bien pero necesitamos ayuda. Llama a la embajada”.
Fue más difícil comunicar con los locales. Tan solo pudieron hacer saber como estaban al séptimo día cuando volvió por unos instantes la señal telefónica. “Estamos todos bien pero no tenemos casa”, cuenta Levy Aboy, madre de una familia de cuatro. Mandó el mensaje junto con una fotografía de lo que era su hogar y de la cuál no queda ninguna pared en pie.
Ese día empezaron a surgir problemas aún mayores. Las reservas de comida y agua potable se habían acabado. Estaban atrapados, no podían viajar a la costa más cercana para comprar porque los cajeros no funcionaban y gran parte de los barcos estaban rotos.
Debido al agua contaminada, decenas de familias acudieron al hospital de Dapa, la capital de Siargao, para recibir tratamiento médico. Desgraciadamente, hubo ocho muertes locales por gastroenteritis y diarrea. Además, sin las palmeras que daban sombra en los días calurosos, ni un techo donde poder refugiarse de la lluvia, los días se volvieron muy duros.
A las puertas de la Navidad, la celebración más sentida por los filipinos, la agencia nacional NDRRMC informó de que 40.000 familias en Siargao habían sido afectadas por el tifón y el 90% de los edificios y estructuras estaban en ruinas. La ONG local Lokal Lab lideró y centralizó la ayuda, empezando un recogida de fondos y en menos de una semana recibieron más de cinco millones de pesos filipinos, unos 85.000 euros.
Con la ayuda financiera, los barcos y aviones se cargaron de miles de kilos de arroz, comida enlatada, agua y medicinas. Varios voluntarios cortaron las palmeras que obstruían las carreteras para poder circular y fueron distribuyendo las provisiones por los diferentes pueblos. “Allí donde mirabas las colas eran eternas”, explica Olivieri.
Con el paso de los días, el mínimo de provisiones de primera necesidad fue cubierto. Entonces se paso a la segunda fase de asistencia. En las últimas semanas, residentes, negocios y organizaciones se han coordinado por tareas para ser más eficientes. Un grupo se ha volcado en comprar materiales de construcción, Lokal Lab ha estimado que unas 30.000 residencias necesitan ser reconstruidas. Esa es ahora la prioridad, la temporada de precipitaciones no ha hecho más que empezar.
Otro grupo está cocinando a gran escala para los locales y residentes, y con la ayuda de World Center Kitchen, han conseguido servir alrededor de medio millón de comidas desde Navidad. Otros instalan placas solares para ofrecer un mínimo de energía y los hoteles se han reconvertido en centros de reparto y atención médica.
Por su parte, Unicef, anunció a principios de este mes que ampliaba el llamamiento de emergencia para captar fondos hasta 34,5 millones de euros, de los 10 iniciales. Las nuevas evaluaciones del organismo internacional han revelado que las necesidades de las familias afectadas son mayores que lo que se creía en un principio. De los 16 millones de personas afectadas, se estima que 2,4 millones, incluidos 912.000 niños y niñas, precisan ayuda. “Los niños y niñas de las zonas afectadas por los tifones en Filipinas ya estaban sufriendo el impacto de la covid-19 en su salud y bienestar. Rai asestó otro golpe a su salud, nutrición, educación y protección. No hay tiempo que perder”, explicó en un comunicado la representante de Unicef en Filipinas, Oyunsaikhan Dendevnorov.
Reconstrucción tras la pandemia y el tifón
Juan fue evacuado en un avión militar a la capital y desde ahí con buena conexión a internet se ha centrado en recaudar fondos. Matías ha cogido su cámara y ha empezado a documentar la nueva realidad de la isla, recorriendo los varios distritos y pueblos.
Más de un mes después de que Odette cambiara todo, el fotógrafo argentino cuenta como es su vida ahora: “Pasa todo muy despacio. Nos levantamos temprano y recogemos agua de los pozos o de la lluvia para lavarnos. Trato de participar en todas las misiones que puedo, en distribuir materiales de construcción o comida. La gente te recibe con los brazos abiertos y son muy agradecidos, pero cuando miras a tu alrededor y ves en las condiciones en las que viven se te hace un nudo en la garganta. El día se termina pronto. Seguimos sin luz y no para de llover”.
Suzie F. Abela, una chica filipina emprendedora y residente en Siargao, colgó una reflexión en su Facebook que emocionó a muchos ciudadanos y viajeros que han sido tocados por la isla. Decía: “Como superviviente del tifón, escribo esto para que conste. A Siargao no la salvará el Gobierno, sino su comunidad”. A pesar del estado de calamidad y la crisis humanitaria que vive el país, el presidente Rodrigo Duterte anunció que tan solo se repartirán cinco mil pesos filipinos por familia, que se traduce en 88 euros, debido a la situación vivida por la pandemia.
Ante tal destrucción, Siargao necesita un plan de desarrollo a largo plazo. Los arrozales, el océano y las palmeras, las tres grandes fuentes de alimentación y subsistencia de la isla han sido lastimadas. Según la autoridad de cocoteros filipinos, el 70% de las palmeras están en el suelo y tardarán entre cinco y 10 años en recuperarse. Debido a la crisis sanitaria actual, los niños no van a la escuela de forma continuada desde hace un año y medio. Ahora, los centros educativos están inoperativos, haciendo aún más difícil la vuelta a la normalidad. Queda añadirle la herida psicológica que aflora tras perder todo.
El turismo es la fuente de ingresos de la gran mayoría de la población y lamentablemente la recuperación va a ser lenta. Las primeras estimaciones sobre el restablecimiento de el suministro eléctrico es de unos seis meses, según la compañía encargada. El paisaje de postal que enamoraba a los turistas está en pedazos. Además, tras dos años de ingresos negativos debido a la pandemia, muchos empresarios no disponen del capital suficiente para la recuperación, agravando más el proceso. Desde marzo de 2020, las fronteras internacionales del país se han mantenido cerradas.
Levy trabajaba limpiando hoteles y su marido construyéndolos. Ahora han perdido sus empleos: “No sabemos que hacer, no tenemos ahorros para reconstruir nuestra casa”. Su cuñada, Analou Estrera, asegura que la vida se ha vuelto muy dura: “Seguimos sin luz, sin techo, sin ingresos y con la comida racionada. Mi hijo enfermó y por suerte una amiga me dio dinero”. Sobrevivieron a una de las tormentas más fuertes del año, pero sin recursos económicos, el futuro de muchísimas familias cuelga literalmente de un hilo.
Siargao no es una isla de lujos, es una isla surfera. Sus habitantes y el entorno han cautivado a viajeros de todo el mundo convirtiéndola en su nuevo hogar, desde el respeto y el cuidado. Ahora, la pregunta más común es: ¿Os vais a ir? Jennifer y Daniel lo tienen muy claro: “A pesar de que todo haya cambiado, Siargao es nuestra casa, nos ha dado mucho y nos quedamos”.
Un mes y medio más tarde, el verde de la vegetación ha empezado a florecer, hay comida y agua potable para todos y 115 familias disponen ya de una vivienda nueva y de luz solar. La comunidad sigue trabajando duro día tras día para que pronto todos tengan una vida digna.