En 2023, los ríos de la Amazonía se secaron como nunca antes, ciudades como Río rozaron los 60 grados de sensación térmica y las lluvias dejaron decenas de muertos en el sur del país
Brasil vivió el pasado fin de semana la novena ola de calor del año, con 15 Estados en alerta por altas temperaturas. Son los últimos latigazos de un año que va camino de ser el más caluroso de la historia. En Brasil, desde julio se han ido batiendo mes a mes todos los récords de temperatura media, según el Instituto Nacional de Meteorología. Lo saben bien los vecinos de Irajá, en la zona norte de Río de Janeiro. En los últimos años, el barrio se ha ganado a pulso la fama de ser el más caluroso de la ciudad. Aquí, a 30 kilómetros de las playas de Ipanema y Copacabana, la brisa marina ni se intuye, y los árboles en las calles escasean. Nada que ver con la exuberante ciudad tropical de la postal turística. En una esquina, Giselle Silva vende sardinas en cajas repletas de hielo. Cada día se unta en protector solar nivel 80 para trabajar bajo una sombrilla. A pesar de la sombra, siempre acaba quemada. “Lo más estresante de esto es el calor, es insoportable. Empeoró mucho en los últimos años. Y te digo una cosa: esto es la previa del infierno. Este verano va a ser terrible”, dice resignada.
Los vecinos de Irajá saben bien que lo del sol abrasador no es un fenómeno aislado: “Para mí, la deforestación en la Amazonia es el motivo primordial”, dice Waldir Cavalcante, un taxista que espera sentado en una silla de plástico junto a la puerta de un supermercado para sentir algún frescor del aire acondicionado. Su taxi se pasa el día aparcado en la acera de enfrente, a pleno sol. Hasta las cuatro de la tarde no le llega un poquito de sombra, comenta su dueño, que recuerda una infancia con un barrio muy diferente; con calles de tierra y muchos más árboles. Ahora, Irajá es un mar de asfalto.
Las olas de calor, la sequía extrema que ha secado los ríos de la Amazonia o las inundaciones en el sur del país son eventos climáticos extremos que este año han sido multiplicados por El Niño. Este fenómeno calienta el ambiente de forma natural, pero es cada vez más intenso debido al cambio climático, alertan los especialistas. Para la directora del Instituto Clima y Sociedad (iCS), María Netto, el aumento de la frecuencia e intensidad de las catástrofes ambientales es algo que ha venido para quedarse, pero no es sólo eso. “Hay impactos no tan perceptibles, que van creciendo poco a poco, como el aumento de la temperatura o la variación en la frecuencia de las lluvias, que tienen un impacto enorme en la agricultura y la calidad de vida de las personas, y esos impactos afectan sobre todo a los más vulnerables”, recuerda en una charla por teléfono.
En noviembre, en plena primavera austral, Brasil registró las mayores temperaturas de su historia. Debido a la elevada humedad, en Río se llegaron a registrar 59,7 grados de sensación térmica a las ocho de la mañana. En un concierto que la cantante Taylor Swift ofreció en la ciudad esos días, una joven de 23 años, Ana Clara Benevides, murió de una parada cardiaca. Dentro del estadio el calor era insoportable y el acceso a agua potable casi imposible. El Gobierno reaccionó aprobando a toda prisa un decreto que obliga a las productoras de eventos a ofrecer agua gratis en días de altas temperaturas. El segundo concierto de la estrella pop se aplazó un día porque el calor no daba tregua.
Cancelar un concierto por el calor hasta hace poco sonaba como ciencia ficción para los cariocas, acostumbrados a convivir con “un sol para cada uno”, como suelen bromear, pero últimamente se están rebasando los límites. El propio Ayuntamiento ha incluido por primera vez la sensación térmica como uno de los indicadores que balizan los niveles de alerta en la ciudad, igual que cuando hay previsión de lluvias intensas, por ejemplo, y se pide a los vecinos que eviten salir a la calle.
Con el sofoco generalizado, las ventas de aire acondicionado en Brasil se han disparado un 38%, y el precio, un 14%, el mayor aumento desde 1994, según el sector. El encarecimiento no se explica sólo por el aumento de la demanda; tiene que ver con lo que pasa muchos kilómetros al norte, en el corazón de la Amazonia, donde la peor sequía en 121 años ha bajado de forma drástica el caudal de los ríos. Todos los aparatos de aire acondicionado que se fabrican en Brasil salen de la zona franca de Manaos, la capital del estado de Amazonas. Este polo industrial sólo se conecta con el resto del país por barco, y navegar es cada vez más difícil, y más caro. Mucho peor que las empresas fabricantes lo tienen los indígenas y las comunidades ribereñas que dependen del río para su subsistencia. Aunque las lluvias empezaron a amenizar la situación en las últimas semanas, en el pico de la sequía hubo 62 municipios en alerta, con 600.000 personas necesitando ayuda humanitaria para comer, medicarse o incluso acceder a agua potable. Los incendios en la selva volvieron a sumergir Manaos en una irrespirable nube de humo. El fuego también fue especialmente voraz con otro valioso bioma, el Pantanal, un humedal que ardió como nunca antes porque las lluvias tardaron en llegar más que otros años.
Si en la Amazonia los habitantes de la región del mundo con más reservas de agua dulce tienen que beber agua embotellada, en el extremo sur, el problema es de excesos. Desde septiembre los continuos temporales han dejado un rastro de destrucción: al menos 55 muertos y miles de desalojados. Las cataratas de Iguazú alcanzaron el mayor nivel de agua en nueve años y hubo que cerrar el paso a los visitantes. São Paulo, orgulloso motor económico del país, tampoco se libró. En noviembre vivió un apagón histórico. Un temporal con rachas de viento de más de 100 kilómetros por hora dejó siete muertos y derribó cientos de árboles, que al caer dañaron el tendido eléctrico. Más de dos millones de residencias estuvieron sin luz durante días.
A las puertas del verano, ahora se teme, además del calor, la llegada de las violentas tormentas que cada año provocan deslizamientos de tierra y las consiguientes víctimas mortales. Otro factor de preocupación es el pequeño e incómodo Aedes Aegypti, el mosquito transmisor del dengue, el zika y el chikungunya. Este año, los casos de dengue aumentaron un 15,8% respecto a 2022, llegando a 1,6 millones. El Ministerio de Salud lo atribuye a los efectos de este El Niño inflado por el cambio climático, que causa lluvias y calor por encima de la media, además de la circulación del dengue tipo 3, que no se registraba en Brasil desde hace 15 años. Para este verano, se espera una explosión de casos. Con el aumento paulatino de las temperaturas en los últimos años, esta enfermedad típicamente tropical ha ido avanzando hacia latitudes donde no era tan común, como los estados del sur, de clima más templado.
Para Netto, la frecuencia e intensidad de las tragedias ambientales podría marcar un antes y un después sobre todo en términos de concienciación a pie de calle. El cambio climático está en las conversaciones del barrio, en la cola del autobús, en la panadería. Falta que esa conciencia se traduzca en acciones, y ya no se trata apenas de reducir emisiones de CO2, sino hacer contención de daños, porque lo que vivimos y lo que vendrá ya es inevitable. “Creo que no hay suficiente sentido de urgencia de cómo es necesaria una agenda de adaptación, porque ya lo hicimos todo mal y ahora hay que corregir”, advierte la especialista.