Impresa en un periódico estadounidense de 1913, la escena de un picnic familiar anunciaba una cantimplora revolucionaria: un producto sellado al vacío que mantendría caliente lo caliente y frío lo frío. “El primer coste es el último, y se eliminan el gasto y la molestia de comprar piezas nuevas”, rezaba, y la Stanley Super Vac se convirtió poco después en un emblema de durabilidad y longevidad.
Ahora, un siglo después, la empresa Stanley se ha alejado de su espíritu tan entusiasta de la naturaleza.
En 2016, lanzó su botella “Quencher” de 45 dólares y 1133 gramos, y en 2020, amplió sus opciones de color de su estándar “Hammertone Green” a una gama de colores de edición limitada, creando competencia entre los consumidores para cada botella. En 2023, la popularidad de las botellas de agua Stanley se disparó, generando unos ingresos anuales de 750 millones de dólares. Y en las últimas semanas, vídeos virales en las redes sociales y reportajes han mostrado a consumidores que construyen estanterías enteras para su colección de botellas, niños de los que se burlan en los colegios por tener Stanleys “de imitación” y clientes ansiosos que acampan frente a grandes almacenes en Estados Unidos para conseguir el último color y, a veces, incluso se pelean físicamente por las nuevas botellas.
Stanley es sólo el último envase que se ha visto envuelto en la moda de las botellas de agua reutilizables. Antes llegaron YETI, Hydroflask, Swell, Nalgene y muchos más. La compra constante de nuevas botellas reutilizables pone en duda su sostenibilidad, y algunos vídeos populares en Internet muestran incluso a usuarios llenando sus botellas reutilizables con agua embotellada en plástico.
Lo que antes era una herramienta de sostenibilidad se ha convertido en un símbolo de estatus.
Los expertos afirman que eso no es necesariamente malo: cualquier paso hacia la sostenibilidad puede ser un buen paso, aunque sea con fines estéticos, siempre que los consumidores utilicen realmente las botellas para el fin previsto: la reutilización.
Aja Barber, defensora y autora de Consumed: The Need for Collective Change [Consumido: La necesidad del cambio colectivo], afirma que las tendencias sociales que confieren estatus a los objetos, como las botellas de agua, pueden aprovecharse de las inseguridades de los niños. Las botellas de agua reutilizables, en particular, apelan a las ansiedades sociales de las chicas jóvenes que buscan encajar con sus iguales.
“Los niños no se levantan un día y piensan: ‘Oh, quiero esto’. Se les inunda de spam”, afirma; “se les envía el mensaje [a través de las redes sociales] de que adquirir ciertos productos hará que su vida sea mejor, y tu pelo más brillante, y la gente querrá ser tu amiga”.
Intentar comprar menos y a la vez estar al día de las tendencias no es fácil. Para evitar esta trampa, Barber dice que los consumidores deben tratar de entender qué motiva su compra.
“Pregúntate por qué quieres esta cosa en concreto. ¿Crees que envía un mensaje sobre quién eres? ¿Lo utilizarás realmente durante más de 10 años?”, afirma Barber.
Aunque reconocen el fuerte impacto climático del consumismo, los expertos señalan que, por algunas razones, es esencial no confundirlo con una opción peor que las compras de plástico de un solo uso.
“Cada trozo de plástico que tienes en tu vida y con el que interactúas va a estar en este planeta más tiempo del que estará tu propio cuerpo”, afirma Barber.