Vivir en la capital de Arizona, con temperaturas que rozan los 50 grados durante el día y no bajan de 32 por la noche, es casi imposible. Sin aire acondicionado, la mitad de la población requeriría asistencia hospitalaria
Casi nadie camina por las calles y las anchas avenidas de Phoenix estos días. Y las aceras, cuando las hay, amplias y despejadas, son de adorno. La quinta ciudad más poblada de Estados Unidos, la capital de Arizona, es un desierto literal y figuradamente. Bate récords. Lleva más de 20 días seguidos superando los 110 grados Fahrenheit (43,3°); a menudo se superan los 45 o 46°; las noches, tórridas, no bajan de los 32° desde hace mucho; no llueve desde hace cuatro meses.
Vivir en una ciudad así no solo no es fácil, es casi imposible. Requiere de unas rutinas organizadas y de mucha, mucha agua. Al llegar allí, los labios se agrietan, se nota en apenas unos minutos. La boca se seca, después la piel. El teléfono empieza a quejarse: demasiado calor, incluso para cargarse. Los ojos molestan. No se puede estar más de 15 minutos al sol. Duele la cabeza, el cuerpo se queja y tarda en recuperarse tras un impacto tan brutal. El calor es tan seco, que apenas se suda. Algo que no da pistas de la deshidratación, acechante. Las noticias locales repiten y repiten sus consejos: beba agua, no solo refrescos; manténgase en lugares frescos; no haga ejercicio físico. El calor es tal que el ayuntamiento cuenta con un departamento específico para darle respuesta y advertir a los ciudadanos, la Oficina de Respuesta y Mitigación del Calor.
Gerald no sabe mucho de esa oficina ni le interesa. Bastante tiene con esperar al 72, que sigue sin pasar después de 20 minutos asándose a más de 44°. A sus 60 años, este nativo americano afirma que le gusta más el clima de su zona, más al norte, “donde sí que hay cuatro estaciones de verdad”, asegura. Es el único en la parada del autobús, y se ha sentado allí pocos minutos antes, cuando se ha ido el sol, sobre las ocho de la tarde. Antes, esperaba en la sombra de los pocos árboles de la avenida Camelback. “Esto no me gusta, en verano a nadie le gusta, pero hay que trabajar”, afirma. Lleva cinco años en la ciudad y vendió su coche, farfulla, porque era demasiado caro de mantener, “una ruina”. Aun así, no se acostumbra al calor. Pero es que nadie puede acostumbrarse a vivir a 50°. El organismo no puede con ello.
Así lo explica uno de los meteorólogos de la oficina en Phoenix del Servicio Meteorológico Nacional de Estados Unidos, una de las 122 que hay en todo el país. Jeral Estupiñán asegura que estas temperaturas, de forma constante, “solo se ven en Dubai, en Kuwait, pero un periodo así de cálido, aquí, no”. Canario de nacimiento, lleva más de 40 años como meteorólogo en EE UU, y afirma que todavía cuesta concienciar a la gente, que la difusión y la concienciación son lo más importante. “Cuando el cuerpo sube de 37°, se recalienta, y puede haber daños permanentes en hígado, cerebro… hay que evitar estar expuesto a ese calor, y beber y beber”.
Para él, más que simplemente informar, su tarea es de servicio, de alerta. Más que al fenómeno llamado El Niño, achaca este episodio a la idiosincrasia de la propia ciudad. “Phoenix es una ciudad que no está muy alta, a unos 300 metros sobre el nivel del mar. Estamos rodeados de montañas, sin vegetación, con rocas y un sol continuo, con un ángulo solar intenso, de 80°. A eso se suma el tipo de construcción, las carreteras, el cemento… ”, reflexiona.
Porque Phoenix es entre gris y marrón, con escasísima vegetación. Su atracción turística más popular, de hecho, es el Jardín Botánico del Desierto: un jardín de cactus. Ahora solo se permite entrar hasta las dos de la tarde, por el calor.
Pero, ¿por qué Phoenix? El profesor y presidente de la facultad de Urbanismo y Geografía de la Universidad del Estado de Arizona Randy Cerveny, que también es relator de récords meteorológicos para la ONU, explica que hay cuatro causas que ponen el foco del calor en Phoenix. “Primero, está en el desierto de Sonora, lo que provoca altísimas temperaturas. Después, como ciudad con casi cinco es de habitantes, los edificios y las carreteras generan más calor. Tercero, hay una presión atmosférica realmente poderosa, altas presiones, sobre todo el sudoeste de EE UU. Y cuarto, que el monzón, nuestra temporada habitual de tormentas de verano, se retrasa”.
Y sin agua no hay frescor. Tampoco sin noches suaves. Aunque está claro que sobrevivir a los casi 50° que marcan los termómetros caseros y de los coches (no los busquen en marquesinas o espacios públicos: obviamente no los hay) es durísimo, que en las noches no refresque mantiene a la ciudad en el epicentro de la canícula. Dormir es imposible, solo se logra con aire acondicionado, lo que obliga a tener estos aparatos encendidos día y noche. Según datos de la propia ciudad, se están rompiendo constantemente récords de consumo eléctrico, el último, el 15 de julio, cuando se superaron oficialmente los 47,8°.
De ahí que la factura haya subido (un 12% de media) y los ciudadanos lo noten. Kyle Tokasey trabaja desde hace dos años en el restaurante Montauk y cuenta que estos días tienen la mitad de los clientes de lo habitual, pero gastan el doble de electricidad. Con temperaturas tan extremas, no pueden permitirse apagar la refrigeración ni de día ni de noche. Estas semanas apenas hay despedidas de solteros ni graduaciones. Su terraza, por mucho que tenga difusores de agua, está vacía. “Solo he tenido una mesa en todo el día. Era una parejita muy joven, creo que buscaban intimidad…”, ríe a media hora del cierre, agobiado por la situación y aliviado por no tener que salir a atender.
Noches a 40 grados
Diez de la noche, 40°. Las noches son complicadas. El asfalto aún calienta, los botones metálicos queman. Esta no es una ciudad con una gran vida de puertas afuera, así que tampoco se sacan las sillas al fresco al anochecer. La manzana de clubes de Old Town, del HiFi al Whiskey Row, normalmente a tope entre octubre y mayo, pero nunca vacíos con el calor, está a medio gas. Terrazas solas a medianoche, interiores con pocos ocupantes. “Es mejor trabajar de noche. El día lo duermes”, reconoce Tyler, el portero de El Hefe, mientras pide la documentación a los veinteañeros deseosos de beber margaritas a 16 dólares. “Pero esto está muy vacío, sí. Menos de la mitad”.
No es ni medianoche y Ashley y Emily, de 26 años, ya se van de Old Town. Conduce Emily, Ash no está para muchos trotes. La más serena cuenta que su familia se mudó hace poco de California a Arizona y que, después de seis años aquí, ya no se quiere ir. “Nada, aquí no sirve ni ir a la piscina. Es caldo. Te tiras meses así”, se señala, con camiseta de tirantes, vaqueros cortos y chanclas negras. “Pero supongo que al final compensa”, asegura, corriendo tras Ash, que va directa al coche.
Para quienes no quieran problemas de transporte, por la zona se mueven carritos de golf que llevan a hoteles, centros comerciales y casas cercanas, día y noche. Daniella Megía, de 25 años, conduce uno desde hace unos meses. En este clima, el carricoche tiene lo peor de cada casa: el calor de un vehículo y lo malo de estar al aire libre. Y los borrachos que se montan cada noche, cuenta Megía que, aun así, está contenta. Por trabajar media jornada saca 400 dólares al día; sus compañeros, a jornada completa, 900. Mucho calor, mucho dinero. “Y hay que beber mucha agua”, afirma risueña, rodeada de botellas a medias. “Es de los trabajos más duros, sí, pero la gente lo quiere. No puedo dejarlo”, cuenta. Estará dando vueltas hasta las dos o las tres de la mañana, a unos 37°.
Y si son así las noches, los días pueden ser simplemente mortales. Según un informe de mayo de la Sociedad Estadounidense de Química, quedarse sin luz es una condena en la capital del Valle del Sol. Un apagón en una ola de calor supondría que la mitad de la población de Phoenix requiriera de asistencia hospitalaria, algo inasumible: la ciudad tiene 1,6 millones de habitantes; sumada a su área metropolitana, el llamado condado de Maricopa, 4,5. Y porque no hay que olvidar que, pese a los intentos de Barac Obama o los más recientes de Joe Biden, en EE UU unos 27 millones de personas (el 8,6% de la población) no tienen seguro médico. Y hay quien no tiene nada.
Uno de los principales problemas es el sinhogarismo. Los datos municipales afirman que en 2022 había unas 3.100 personas sin casa en la ciudad; probablemente sean muchas más, porque crecen cada año y porque los recuentos no son del todo precisos. Tengan o no techo, para ayudar a quienes no tienen recursos ante una temperatura así, la ciudad ha creado la llamada Red de Alivio del Calor.
Medina Zick dirige uno de los casi 200 centros. En concreto, la biblioteca pública Mustang, en Scottsdale, al este de la ciudad. Porque dicha red está formada por lugares de todo tipo, centros comunitarios, residencias, bibliotecas o iglesias que pueden tener una de cuatro funciones: centro de refresco, estación de hidratación, centro de descanso y lugar de recogida, en este caso de alimentos y ropa. Mustang cumple la primera: permite permanecer en sus instalaciones, a menos de 25°, todo el tiempo que se quiera. También se acoge a la segunda, proporcionando agua fresca gratis. Zick se lamenta que no puedan ser considerados centro de descanso, porque aunque tienen sillas y sofás, no hay zonas para tumbarse.
“El calor es una inmensa preocupación”, concede esta mujer con más de 25 años de servicio público a sus espaldas y cuatro en este centro que se alimenta de impuestos públicos y donaciones privadas y abre los siete días de la semana. “Aquí no solo tenemos libros, creamos comunidad. Quien quiera puede venir a sentarse y descansar, a refrescarse. Muchas personas sin hogar vienen a cargar sus teléfonos, o a pasar el día viendo DVD en nuestros ordenadores”. En un país donde el consumo es el rey, Zick tiene una de las claves de que estos centros sean tan exitosos: “Aquí puedes estar todo el día sin comprar absolutamente nada. Y nadie te va a echar”.
Reconoce Zick que le gustaría hacer más, y ya hacen. Nadie necesita tener un documento de identidad para usar sus instalaciones. Para quienes no tienen coche, hay transporte que los lleva gratis a los centros con solo llamar al teléfono 211. Tienen preparados kits de higiene para quien lo necesite, un neceser unisex que incluye cepillo y pasta de dientes, champú, peines, pañuelos, toallitas y tiritas. Y un par de veces al año hacen entregas de mochilas para ayudar a combatir la pobreza menstrual. Pero les queda un trecho: “En Phoenix hay muy pocos albergues, y aquí sin electricidad no se puede vivir. Hay mayores atrapados en sus casas, con alquileres muy caros, que no pueden pagar la luz. La gente está muriendo. Tenemos que intentar ayudar”. Según datos de la red, en 2021 en el condado de Maricopa hubo 339 muertes asociadas al calor (cuatro de cada cinco, hombres), un 5% más que en 2021 y un 70% más que en 2020, el año de la pandemia.
La ciudad es imposible para disfrutar, para trabajar, para pasear, para vivir. Ni en las afueras ni en el centro más turístico. Las tiendas de souvenirs están vacías, confirman sus dependientes, aburridos, mientras ordenan facturas. Las heladerías, a medio gas, aseguran sus camareros sirviendo sorbetes de hielo rosa Barbie; los brownies calientes no son de temporada. Katie, de 27 años, y Savannah, de 21, visten camisetas negras y pantalones largos (”si no, ¡vaya marcas!”) bajo un toldo de plástico azul marino intentando recaudar dinero contra el cáncer de 10.30 a 18.00. Es decir, a más de 40°-42° durante toda la jornada. Tienen varios termos de agua enorme sobre una mesa. “La gente es maja, nos traen helados, agua”, cuentan. Aguantan bastante bien, dicen. Pero es frecuente verlas en las cafeterías y tiendas cercanas, por turnos, tomando refrescos.
En los parques tampoco hay nadie. Vista del Camino está situado en uno de ellos, con una pradera y columpios infantiles. Son las dos de la tarde y el termómetro marca 46º. En el salpicadero del coche, desde hace ya unas horas y hasta que se ponga el sol, 49,5°; no subirá más. Dentro, con un medidor de temperatura de los que se suelen tener en casa, ha llegado a marcar 59°.
Junto al centro hay un lago; ni siquiera hay patos. No se ven animales por las calles, nadie pasea a su perro. Claudia Morales, a la que sus 25 años en Arizona no le arrancan el acento chileno, afirma que a menudo tiene que advertirles a los clientes del hotel donde trabaja que no los saquen a pasear. “Se les queman las patas, los pobres animales vuelven a saltitos, doloridos. Aquí hay que ponerles zapatitos”, asegura. Ella tiene un gato callejero acogido que duerme a la sombra de su jardín. De lo poco que le aguanta en él: “Nada, todo se pone amarillo. Y regar es imposible, el agua es cara. Tampoco aguanto yo mucho en el jardín, me pongo toda colorada en cinco minutos”.
Pero por imposible que sea, hay tareas que hacer. Pasadas las dos de la tarde, ya hay más de 45°, y Christopher Nectsosie está sobre el asfalto. Lleva vaqueros largos, botas de cowboy, manga larga, chaleco, guantes, verdugo, casco. Su pura imagen es agobiante, “pero el cáncer de piel no es una broma”, argumenta él, risueño pese a todo. Mueve unos conos, señales, guía a los coches. Está gestionando el tráfico de una carretera en obras. Es su primer año en este trabajo, donde se empieza a las cinco de la mañana (amanece a las 5.30) y se hacen turnos de entre media y una hora. “Está bien pagado”, se encoge de hombros. Mientras, el tráfico sigue. Una ciudad sin ciudadanos, una inmensa mancha marrón rojiza que no para. Un indicio de un futuro casi apocalíptico en el que vivir, e incluso sobrevivir, parece una quimera.