“Somos conscientes de estar transitando del purgatorio al infierno, pero no podemos sacudirnos de nuestra colectiva trampa”.
Que el Perú galopa hacia el despeñadero lo aceptan tirios y troyanos. Hace un mes explicaba en este espacio que no es fácil determinar qué nos ocurre. Tenemos pedazos de diagnóstico, muchos contradictorios. En aquel artículo proponía que una pieza clave de la degradación reside en la debacle del Estado de derecho. Sin ley, la convivencia civilizada es imposible. Terminé el artículo prometiendo que analizaríamos cuáles son las formas imaginables para abandonar esta trayectoria.
Pero antes de pasar a esos escenarios, quiero detenerme en un comentario muy pertinente que me hicieron llegar varios lectores de aquella columna: ¿por qué la erosión del Estado de derecho sería un rasgo de la crisis contemporánea y no una constante peruana? En otras palabras, ¿qué hay de nuevo, viejo?
Si vemos la historia nacional, es evidente que nunca hubo un momento en que fuimos regidos por un imperio de la ley eficaz e igualitario. Sin embargo, es muy distinto que la ley tenga dificultades en regular las relaciones sociales a que esta sea capturada para beneficio particular. En otras palabras, no es lo mismo que la capacidad estatal sea insuficiente para frenar la minería ilegal a que las mafias del oro infiltren las instituciones y la promuevan; es sustancialmente distinto burlar la ley para conducir un colectivo informal que alquilar congresistas para que legalicen dicha actividad; hay un gran trecho entre pescar clandestinamente anchoveta no adulta y lograr que el Congreso legalice su pesca; es distinto tener problemas técnicos o económicos para monitorear la calidad de los docentes y otra que un sindicato —amparado por todos los grupos políticos— legisle para que los maestros no respondan a ningún concurso ni mérito. En síntesis, es muy diferente un Estado de derecho débil que demolerlo deliberadamente bajo una vasta lógica de depredación de lo público. Esta vocación de pillaje estuvo contenida —no ausente— durante los primeros tres lustros de los 2000, pero luego se ha esparcido con voracidad. La orden del día es arranchar mientras se pueda. Quizás mañana no quede nada. Si el horizonte económico es la recesión, que a mi actividad le reduzcan el impuesto. Nos rige un extendido carpe diem lumpen. Se triunfa torciéndole el cogote a la ley. Y la política acoge a los cogoteros. Las mafias cayeron en la cuenta —antes que la ciudadanía y el empresariado— de que la política importaba. Somos conscientes de estar transitando del purgatorio al infierno, pero no podemos sacudirnos de nuestra colectiva trampa.
Entonces, regreso a la pregunta en la que me quedé el mes pasado. ¿Es posible quebrar esta trayectoria? Desde luego. Cambios más grandes se han visto. Por ejemplo, vale la pena leer la autobiografía reciente de Fintan O’Toole, donde pone de manifiesto cómo, en apenas unas décadas, Irlanda pasó de ser una nación rural y pobre a una próspera y libre. Es claro que todos los países pueden. También que muy pocos podrán. En todo caso, la situación de los países no responde a una esencia, sino a lo que sus líderes y ciudadanía realicen.
Dicho esto, ¿cómo se acaba con la trayectoria de degradación peruana? ¿Cuáles son sus desenlaces posibles? En términos generales hay cuatro. Les llamaré las cuatro C.
Continuidad
Hay que sacarlo del análisis pronto, pero hay que decirlo. El desenlace más probable es el no desenlace. Escucho a menudo que si logramos salir de la crisis de 1990, también escaparemos de esta. Quizás. Quizás no. Mis lecturas juveniles de Bertrand Russell me enseñaron que el hecho de que hoy saliera el sol no prueba que también saldrá mañana. Los factores políticos, sociales y económicos apuntan al statu quo. Como explica Danilo Martuccelli en su nuevo libro, buena parte del Perú funciona desde la paralegalidad (El otro desborde. La Siniestra, 2024). O para explicarlo en los términos de una mochasueldos: tomar una parte del salario del trabajador forma parte de la cultura parlamentaria; no se debería perseguir a quien mantiene vivo el fuego de tan venerable tradición.
En el pauperizado Perú pospandemia, las actividades informales e ilegales pasan por un boom. Mala combinación. En síntesis, tanto en la política como en la economía, demasiada gente aprendió a jugar el juego de la paralegalidad y quienes ansían un juego alternativo devinieron fantasmales irrelevancias.
Concentración
Ahora sí, pensemos en los escenarios que podrían detener la degradación. El primero es uno donde alguien concentra gran poder. Rosa María Palacios en su columna de hace una semana sugería que nos acercamos al golpe de Estado. La forma clásica de la concentración del poder. En estas semanas he escuchado demócratas anhelar un golpe de Estado “institucionalista”. Algo así como una incursión breve de los militares para purgar el sistema. Es, pienso, casi imposible. El respaldo de las FFAA esta semana a Dina y sus Rolex prueba que el statu quo les sienta bien.
Otra vía de concentración del poder sería la de un caudillazo que seduce al país entero. Paradójicamente, tendría que ser uno con ganas de compartir el poder —eso es lo que implica la construcción del Estado de derecho—. Pero, además, esto resulta difícil de imaginar en un país donde no hay ya liderazgos —sociales o políticos— simpáticos, inteligentes, ni siquiera ocurrentes. Vizcarra era muy popular y lo vacaron. Antauro podría incendiar el país, pero nunca capturarlo. Es francamente difícil imaginar que alguien concentre poder en el Perú de hoy. Y para hacer el bien, un viaje lisérgico.
Consenso
Un componente fundamental de nuestra trampa colectiva es que no se confía en nada ni nadie. Sin ley y con la economía estancada, somos un atado de enemigos. La consecuencia, para decirlo en mexicano, es que chingas o te chingan. Es la ley de la política nacional. Se sobrevive grabando y filtrando. La audiocracia.
¿Cómo se acaba con una crisis de confianza? Con un consenso vasto y nuevo. Algunas sociedades quebradas por desconfianzas históricas han logrado resanar la vida en común a través de estos procesos. Requiere que los actores políticos y sociales sean capaces de asumir responsabilidades y reconocer que están destinados a vivir juntos y, por tanto, que no pueden ya anhelar la opresión o aniquilamiento del opositor. Implica reconocer genuinamente que, si ellos mismos construyeron situaciones trágicas, de ellos mismos depende construir una nueva forma de vida en común.
En el caso peruano, esto significaría un gran acto nacional de responsabilidad y contrición de parte de muchos actores. El sur peruano ha visto cómo buena parte de la derecha política, el empresariado y de los medios impulsaron, primero, el intento de desaparecer cientos de miles de votos en esa región y luego avalaron o celebraron las masacres completamente ilegales cometidas ahí mismo. Es normal que se expanda el rencor. Al mismo tiempo, la izquierda y la ‘sociedad civil’ fueron cómplices o indulgentes con el Gobierno delincuencial de Pedro Castillo y muchos siguen pasando por agua tibia el golpe de Estado. O pensemos en la Fiscalía que al inicio contó con respaldo de la población y luego ha dilapidado su legitimidad con investigaciones que se alargan sin ton ni son ni producir acusaciones.
En fin, el punto es que todos estos actores —y probablemente otros— deberían reconocer que sus acciones nos trajeron aquí. Y que ahora toca plantearse una nueva vida colectiva en la cual ya no se comportarán desde los miedos atávicos, sino desde el nuevo consenso nacional. Se trataría de personas que —para decirlo con el poema de Borges en el cual celebra la fundación suiza—, “han tomado la extraña resolución de ser razonables/ Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”.
Pues no va a ocurrir. O, al menos, no en el corto plazo. ¿Quién tendría la entereza de aceptar responsabilidades en el Perú de hoy? Rolex, balas e impunidad. Esos son los términos de intercambio.
Coalición
Entonces, nadie tiene la fuerza para concentrar ni la entereza de consensuar. Queda una sola ruta con alguna viabilidad: construir una coalición de políticos y ciudadanos que defienda cosas muy básicas. O sea, queda hacer política. Erigir una coalición abocada a limitar —ni siquiera a desaparecer— la depredación de lo público.
Esta vía tiene dos condiciones favorables. Primero, los rivales. A veces no somos conscientes de una de las grandes paradojas de nuestra situación: es una democracia que no muere a manos de algún titán, sino de personajes patéticos e impopulares. Basta escuchar los ‘argumentos’ de Boluarte, sus abogados u Oscorima, de Adrianzén y sus ministros, para ver que lidiamos con una galería de personajes que los italianos descartarían como deficienti. Que te arrebate la democracia Hugo Chávez, Vladimir Putin o Daniel Ortega es una desgracia. Que te la quite Dina y su combo, un bochorno.
La otra ventaja es también un problema: en la próxima elección se podrá pasar a segunda vuelta con el 10% o 15% de los votos. Es un contexto favorable para asegurar un candidato en esa instancia, así como una bancada pequeña pero suficiente para impedir lo peor. Pero es también un contexto anticoalición. Con más de treinta inscripciones disponibles para participar en las elecciones, se incentiva que cada quien opte por jugarse el huacho individual. Lo cual sería la fórmula para el fracaso. Aun así, tampoco estaría mal alentar coaliciones mínimas en la derecha, izquierda y centro que tengan como punto de partida que hay momentos de particular gravedad en los cuales más importante que representar la diversidad ideológica, es proteger el interés general.
Entonces, la única vía realista para sacar al país de su degradación es la coalición mínima. Para esto, es importante subrayar que es falso que el Perú esté bien representado en este Congreso. No dejemos que nos venza el cinismo, el Perú no es una colección de rufianes. Existe un país digno pero apaleado, consciente pero harto, decente pero alienado, que está subrepresentado. Piensen en la votación innoble de esta semana: solo seis de 130 congresistas votaron contra la demolición de la educación pública. Eso no es el Perú. La mayoría del país no milita en el proyecto político del Rolex y la bala. Pero no tiene voz, no está en la mesa de negociación. Hay que traerlo de vuelta. Porque quien no está en la mesa está en el menú. Si una coalición mínima no le da representación, nos van a seguir almorzando. No solo Dina: todos estamos contra el reloj.