La diáspora venezolana arrancó con fuerza en la región latinoamericana, y particularmente en el Perú desde el 2017, a raíz de la crisis multidimensional que atravesó Venezuela con el Gobierno de Nicolás Maduro. Así se convirtió en el evento migratorio internacional más grande en territorio peruano en los últimos ciento cincuenta años. Ante a esto, surgieron una serie de desafíos para el Estado y la sociedad nacional en términos de convivencia. Uno de estos desafíos ha sido la discriminación, traslucido en prácticas de estigmatización y en los peores casos xenofobia. ¿Cuál es el estado de la discriminación de las personas venezolanas en el Perú, ahora que han pasado seis años después del inicio de la diáspora venezolana en nuestro territorio? Este artículo invita a explorar un poco este tema con algunas reflexiones al respecto.
Conocí a Daniel[1] hace unos años en la región Lambayeque, en un distrito del litoral suroeste costero de Chiclayo. Era un muchacho joven, que recién había acabado el colegio en Venezuela un par de años atrás y vino al Perú buscando una salida a la crisis para su familia. Por ese tiempo, Daniel quería abrir una pastelería en su localidad, pero no tenía los recursos suficientes para hacerlo, por lo que hacía dulces a pedidos. Por ello, se vio obligado a trabajar como dependiente de una tienda, ayudando en las cuentas y el almacenamiento de productos. El trabajo era muy pesado. Normalmente debía durar 8 horas, pero solía trabajar en realidad entre 9 a 10 horas diarias, y había jornadas de hasta de 11 horas, cuando llegaba nueva mercadería. Un día, el dueño de la tienda le dijo que ya no podía seguir contratándolo, que no tenía el dinero suficiente para mantenerlo en el trabajo. Daniel se resignó; le pidieron que volviera una semana después por el sueldo pendiente.
Cuando Daniel regresó en el tiempo establecido, le dijeron que volviera nuevamente la semana siguiente, que había un problema de recursos, que por favor entendiera. Incómodo y sin empleo, con la necesidad del dinero, aceptó el pedido. Pero la semana siguiente fue nuevamente lo mismo, no le podían dar el dinero. El dueño no quería dar la cara, por lo que esperó durante horas a que saliera de la tienda. Cuando lo vio y lo encaró, le dijo que ya le daría de su dinero, que no tenían recursos y justamente por eso lo habían despedido. Daniel sabía que era mentira, porque vio a otro muchacho en su antiguo puesto durante el día. El dueño le dijo que eso no tenía por qué importarle, que era su negocio y no entendía de esos asuntos. Además, le cuestionó que le reclamara su dinero, que él le había dado empleo cuando nadie quería contratar venezolanos, y que si ha podido llevarle un pan a la casa es gracias a él.
Ofendido por su actitud, por sus mentiras y lo humillante de sus palabras, Daniel le dijo que lo buscaría todos los días hasta que le pagara. El dueño del negocio se indignó, le dijo fuertes palabras y quiso golpearlo. Intervino un policía que estaba por la calle y terminó deteniendo a Daniel por hacer disturbios en la vía pública:
—Imagínate, el agredido era yo, a quien querían golpear y estafar era a mí, pero fui detenido y llevado a la comisaría —cuenta indignado Daniel—. ¿Por qué, señor policía? Por disturbios, me dice. Que los venezolanos causamos muchos problemas. Hace poco se acaba de morir un joven venezolano, que seguro lo mataron sus amigos. Ustedes son muy violentos, me decía.
Terminaron por liberar a Daniel sin ningún cargo, pero la herida quedó abierta. Y mucha desconfianza también. El dueño terminó pagándole solo la mitad del sueldo pendiente. Desde entonces, Daniel ha preferido trabajar de manera independiente. Siente mucha desconfianza hacia los empleadores. El miedo de que puedan estafarlo nuevamente, así como a muchos de sus compatriotas, está patente. Y no solo eso. El miedo también a que nadie le preste apoyo porque es venezolano, a que terminen por incriminarlo cuando más bien él necesita ayuda, esa marca que le coloca la sociedad, sigue muy presente.
Se cumplen seis años de la llegada de migrantes y refugiados venezolanos al Perú. Antes de la gran diáspora, apenas se contaba con poco más de 6 mil ciudadanos venezolanos en nuestro país en el 2016. Para mediados de este 2023, la plataforma R4V estima que existen más de un millón y medio de residentes venezolanos, y decenas de miles más en situación de tránsito hacia otros países de la región. Este es un panorama que, sin duda, ha cambiado vertiginosamente las relaciones y percepciones de la comunidad de acogida peruana y la propia comunidad migrante y refugiada venezolana en nuestro país.
¿Siempre han existido tensiones entre ambas comunidades? Inicialmente, el flujo de movilidad venezolana era visto con simpatía por un buen sector de la sociedad peruana, debido a que la crisis en el país norteño era conocida y divulgada desde distintos medios nacionales e internacionales. Muchos vieron en el gesto de acogida del Gobierno de Pedro Pablo Kuczynski el 2017 como un acto de solidaridad; otros lo cuestionaban como una postura geopolítica que intentaba mellar la izquierda regional liderada por Venezuela. Como fuera, las puertas se abrieron en el Perú y en las grandes ciudades (particularmente en Lima) se mostraron entusiastas con la llegada de personas venezolanas. Hay que recordar que nuestro país históricamente no ha sido un lugar de grandes flujos de movilidad, por lo menos en la república, con excepción de la gran inmigración china en segundo tercio del siglo XIX.
A mediados del 2018, sin embargo, las cosas empezaron a cambiar. Desde la prensa peruana, empezó a retroceder la narrativa de la diáspora como un hecho preocupante de crisis regional y humanitaria, y empezó a predominar más una narrativa que ponía su preocupación sobre el desempleo para peruanos en las ciudades, su supuesta relación con la presencia de migrantes y refugiados, y además apuntaba a relacionarlos con discursos securitistas que afirmaban que los delitos habían aumentado en el Perú. Para el 2019, esta narrativa se hizo predominante, por lo que empezó a haber un fuerte estigma contra la comunidad venezolana en el Perú.
Entre la población peruana, el cambio de narrativo fue calando notablemente conforme avanzaron los años. Así, según unas encuestas dirigidas por el Instituto de Opinión Pública (IOP) de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), en el 2018 un 55 % de limeños y chalacos pensaban que muchos venezolanos se encontraban dedicados “a actividades delictivas en el Perú”, cifra que creció al 81 % para el año 2019, cuando se hizo la misma consulta. De igual manera, para el 2018, un 39 % señalaba que “La mayoría de venezolanos son personas poco confiables o deshonestas”, cifra que también se incrementó a un 61 % el 2019. Por último, consultándose si es que la llegada de venezolanos trajo “perjuicios a la economía de los peruanos y peruanas”, un 72 % aseguró que sí el 2018, y para el 2019 esta cifra también se incrementó al 77 %.
Ni siquiera la pandemia de COVID-19 pudo frenar esta narrativa de estigmatización contra los migrantes y refugiados, lo que se agravó terriblemente con prácticas discriminatorias, como el cierre de fronteras, así como la persecución, detención y expulsión de personas venezolanas en condición migratoria irregular. Como se ve, desde el propio Estado —y los proyectos de leyes xenofóbicas del Congreso también son testimonio de ello— existió un desprecio y demonización del migrante, al cual se consideraba como el chivo expiatorio de los males de la sociedad peruana.
A mediados del 2021, una nueva encuesta de percepciones, esta vez del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP, y a nivel nacional, puso de conocimiento que un 70.5 % de encuestados consideraba que la migración venezolana tenía un impacto negativo para el país. Un 61.3 % no creía que en los próximos años la convivencia entre la población peruana y venezolana podía mejorar y “ser más pacífica o solidaria que en la actualidad”. Y un 50.8 % consideraba que las personas venezolanas eran “discriminadoras y/o racistas”.
Frente a un panorama así de opiniones negativas, y con estereotipos o imágenes construidas de antemano, sin duda es difícil que la convivencia entre nacionales y personas venezolanas pueda mejorar a corto plazo. O por lo menos esto no sucederá frente a la actividad del Estado, por un lado, para frenar la discriminación; pero también, por otro lado, frente al papel activo del propio Estado y los actores políticos para contribuir a un imaginario negativo sobre el fenómeno de movilidad humana.
Frente a este fenómeno de discriminación, ¿cuál ha sido la percepción de los propios migrantes y refugiados venezolanos? Según una encuesta recogida por el Instituto Nacional de Estadísticas e Informática (ENPOVE, 2022), un 29.6 % de personas venezolanas asegura haber experimentado discriminación en el Perú (las mujeres, con un 31 %, declaran haber sido víctimas de discriminación más que los hombres, con un 28.1 %). Sobre los lugares en que se padeció discriminación, un 67.4 % de encuestados señala que el hecho ocurrió en un lugar público, un 38.3 % en un centro de trabajo, un 14 % en el transporte público, un 9.6 % en el barrio y un 8.3 % en una institución educativa. Y respecto a quiénes han ejercido discriminación, un 80.5 % señala que han sido extraños, un 19.6 % compañeros de trabajo, un 8.7 % vecinos, un 7 % compañeros de colegio, un 4.6 % empleados del sector público y un 2% miembros de la fuerza del orden.
En el trabajo de campo desarrollado por el Instituto de Defensa Legal (IDL) durante estos cuatro últimos años, principalmente en la zona norte del país (Tumbes, Piura y Lambayeque) —con la realización de entrevistas, grupos focales, talleres de sensibilización y caminatas de integración—, hemos podido tomar nota de una serie de afecciones relacionadas con los problemas que viven los migrantes y refugiados venezolanos en el Perú. La discriminación, en todos sus niveles, es de uno de los principales, y que trae serios perjuicios para la comunidad venezolana.
¿A qué nos referimos con ello? En concreto, prácticas como el bullyng escolar contra niños, niñas y adolescentes; maltrato y abuso laboral contra adultos, sean hombres o mujeres; acoso y estigma sexual, para el caso específico de mujeres (sin distinción de edad); criminalización de migrantes cuando existen delitos patrimoniales en sus barrios (siendo más bien los migrantes víctimas de estos delitos); maltrato por parte de servidores públicos, quienes pueden negar el acceso a atención en casos donde se vulneren derechos, entre otros tantos. La forma cómo opera la discriminación en la cotidianidad toma escala institucional, sean en los prejuicios de los tomadores de decisiones o en los propios actores políticos que no desean perder popularidad con un tema tan delicado.
Han pasado ya seis años desde el inicio de la diáspora y la discriminación se ha afianzado como uno de los principales desafíos para la convivencia cotidiana y para la propia gobernanza en el Perú. Siendo los migrantes y refugiados venezolanos sujetos de derecho (y en situación de vulnerabilidad), además de ser motores para la economía peruana por la inmensa PEA que proporcionan al país, y una oportunidad de mirarnos de cerca frente a un “otro” que en realidad es muy similar a nosotros, es hora de repensar la diáspora como un fenómeno que viene marcando impronta en el desarrollo sociohistórico del Perú. Frente a ello, surge la necesidad de afianzar las estrategias de inclusión e integración, dando voz correspondiente a migrantes y refugiados, no solo como personas que han venido para forjar su futuro, sino también para participar en conjunto por el nuestro, pensándonos colectivamente. Y hacia allí vamos.
Fuente:
Revista Ideele N°310 Julio-Agosto 2023