Chimbote dejó de ser hace mucho el polvorín donde las organizaciones populares se erguían impetuosas enfrentándose a la dictadura militar y a los abusos del gobierno y del empresariado. De los noventa en adelante, otra ha sido la historia. La represión y la crisis económica, pero sobre todo la carencia de liderazgos contundentes y la proliferación de oportunismos y de escandalosa corrupción en todas las esferas y niveles de la seudopolítica, desarticularon y destruyeron las organizaciones y activismos sociales, el espíritu rebelde, comunitario y colectivo que caracterizó a este puerto arguediano cuyo tejido social fue absorbido y anulado por el neoliberalismo más salvaje y por las mafias de turno que se apoderaron desde entonces de las instituciones y de la forma de pensar de sus habitantes. Es duro decirlo, pero es así; “es lo que hay”, como suelen decir las más recientes generaciones, mayoritariamente de espaldas a las circunstancias sociales, a la lucha colectiva y a la historia, a su propio futuro.
¿Qué ha hecho que las chimbotanas y chimbotanos hayan perdido la fe en el puerto y en su destino? De momentos grises y amargos ya hemos tenido demasiado, ya son varias las décadas en que la nueva sociedad por la que nuestros padres luchaban en los sesentas y setentas haya quedado en el olvido. La grandeza del explosivo movimiento popular que estalló en Chimbote, derrotado y perseguido por la dictadura de Fujimori, no pudo replicarse en las generaciones posteriores por las razones arriba expuestas; los tiempos y la coyuntura han cambiado, sin embargo, otros vientos son los que corren.
El salto histórico de un pueblo rebelde está esperando, la lealtad con las masas y sus principios, así como el ejemplo de los ciudadanos del sur que resisten y entregan su vida por las causas justas, así lo determinan. Recuperar las redes y espacios de solidaridad con los más débiles, comprometerse con las jornadas de concientización y de lucha, es lavar la bandera del racismo, la indiferencia y la exclusión en un puerto cuyas incapaces y corruptas autoridades han fracasado históricamente en la urgente tarea de encaminarlo a un verdadero desarrollo.
El mutismo del pueblo de Chimbote, a lo largo del estallido social, constituye un silencio cómplice y ominoso; duele decirlo, pero es así. Que los pueblos de otras ciudades hayan renunciado a la lucha, no justifica la pérdida de fe y de pasión, de mística y voluntad, de emoción y de confianza en las nuevas batallas que hoy se libran. Hay silencios que hieren, llama la historia y es momento de estar a la altura de las circunstancias.