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Opinión

Baldo Kresalja: El Poder persuasivo de los hechos

Puede afirmarse, sin temor a errar, que tanto la política como la actividad económica tienen una conexión permanente con la mentira y con la verdad. Tanto los políticos como los empresarios pueden actuar como charlatanes o demagogos y trasladar ello a los instrumentos que manejan, como son la publicidad o la propaganda. Pero pueden también proponer lo que verdaderamente creen o ambicionan sin más muralla que su honesta conducta o sus sueños edificantes u odiosos.

La mentira consiste en dar una visión de la realidad diferente a la que se tiene por verdadera; se define entonces por su relación con la verdad. La mentira desfigura la realidad, va unida al engaño y dificulta el diálogo, que es la base de la política. Puede ser que en la guerra sea necesario mentir, pues ninguna de las partes en conflicto se arrepentirá de ello, ya que con el enemigo absoluto no tenemos ninguna obligación moral. Pero es preciso recordar que la guerra es la destrucción de la política.

La gran filósofa alemana Hannah Arendt considera que la mentira es constitutiva al hacer político y afirma que “el conflicto entre verdad y política reside en que en la política en lugar de una verdad de la razón, entre a jugar la verdad de los hechos”. La libertad de opinión, en consecuencia, sin reconocimiento de los hechos, es una característica trasgresión de los regímenes totalitarios o dictatoriales, y de los que aspiran a serlo. Según Arendt la transformación del hecho en opinión es la peor de las mentiras, ya que de una opinión falsa podemos decir que es hasta normal en la política, pero falsificar un hecho es destruir la realidad. Y la política trabaja sobre esa realidad, por lo que si se le destruye con mentiras ya no tiene en dónde sustentarse. Lo que no se puede sustituir es la verdad. Arendt cree (“Crisis de la República”, 2015) que en circunstancias normales el que miente es derrotado por la realidad, pues el mentiroso hallará imposible imponer la mentira como principio, y que ésta es una de las lecciones que cabe extraer de los experimentos totalitarios.

Lo anterior viene a cuento porque desde nuestra propia vecindad y también desde patios extranjeros hay una corriente que se ha empeñado en falsificar groseramente la realidad ocurrida durante el régimen de Pedro Castillo y su posterior prisión, negando su intento de golpe de Estado y sus robos cotidianos. Si alguien cree que afirmar esto es una defensa del gobierno de la Sra. Boluarte o tiene el propósito de ocultar las responsabilidades por las injustificadas muertes de compatriotas, no ha entendido nada. A ese gobierno lo juzgará la historia y a los que mataron se les debe juzgar sin demora ni reparo. Pero también señalar que el asalto coordinado a varios aeropuertos fue un acto de violencia extrema, cercano al terrorismo, y que para enfrentarlo se necesita una respuesta adecuada y eficaz, porque la destrucción de esas infraestructuras va bastante más lejos de ser una dura protesta ciudadana.

Esa campaña, tanto nacional como internacional, de falsificación de los hechos nos ha puesto a los ciudadanos pacíficos del Perú, con toda nuestra variedad de opiniones políticas, en posición de indefensión, porque no tenemos armas jurídicas suficientes para desvirtuar la falsedad. La pérdida del poder persuasivo de los hechos es por el rechazo sistemático de aquellos que por interés, ideología o traición no quieren reconocer que los hechos no encajan con sus prejuicios.

No son escasos los que, arropados de títulos académicos diversos, tanto nacionales como extranjeros, y domiciliados temporalmente en instituciones universitarias de prestigio, ocultan la realidad, pues no quieren reconocer lo que en verdad ha ocurrido. Se niegan a reconocer que, durante el gobierno de Castillo, con una intensidad casi inédita, se produjo una sistemática destrucción institucional para impedir los numerosos y plurales esfuerzos para el desarrollo de los más humildes y desafortunados. Esos defensores del gobierno de Castillo han olvidado que se dinamitaron sin descanso, en una combinación de ignorancia y corrupción, los derechos fundamentales de las mayorías, apoyados inclusive por los remanentes del no tan antiguo terror y olvidando que las políticas identitarias extremas, tan cercanas a las minorías agresivas del más desembozado capitalismo, son mecanismos de división y debilitamiento, y han dejado de lado el bien común (Mark Lilla, “El regreso liberal”, 2018). Resulta difícil de comprender que algunos profesionales se hayan prestado a servir provechosamente a un presidente y a ministros que tenían como carta de presentación el plagio o robo cometidos, desconociendo los esfuerzos de aquellos que luchan por un país mejor. La mayoría de nuestros parlamentarios han tenido conducta igual de condenable. Y muchos de nuestros centros superiores de educación han mantenido un sonoro silencio ante ello.

Pero a todo lo anterior se suma la aparente aceptable repetición periodística de que nuestro país es un depósito de todas las miserias imaginadas, en el cual se echa barro a cualquier intento de superación, sin reconocer el mérito de tantas mujeres y hombres que diariamente luchan, en ambientes incluso de infortunio, por un destino mejor y que aman a su patria sin estridencia. Esas aparentemente convencidas voces, que tan buena sintonía hacen con ciertos centros universitarios y diarios extranjeros, desean para no tener que enfrentar su pasado sin ofrendas para una humanidad mejor, encontrar en nosotros el mal ejemplo comparativo. Pues bien, a pesar de todos nuestros pesares debemos enfrentar esa infamia, no con rezos ni procesiones religiosas, ni con alabanzas repetidas a nuestra comida, sino construyendo un destino político laico, integrador, con la seguridad de contar con lo que muy pocos tienen, el pertenecer a un país que persigue intensa y trabajosamente la construcción de una nación de naciones. Ello exige una interpretación razonada de los hechos, bregar para que se entienda que no hay causa política honesta que justifique alterar la realidad. Si estamos de ello convencidos podremos con éxito enfrentar cualquier reto o provocación.

No hay otra forma de enfrentar a las numerosas mentiras que circulan dañando a nuestro país que exponiendo con severidad y templanza los hechos tal como son, pues es preciso insistir en el poder disuasivo y regenerador de ellos, para desenmascarar a los agentes de la mentira, la intolerancia y la violencia.

Fuente: Pata Amarilla

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