A punto de acabar el año más cálido de la historia, el mundo se cita en Dubái en busca de un acuerdo que nos desvincule de los combustibles fósiles y auxilie a los países más acorralados por el cambio climático
De todos los conflictos que atenazan el futuro de la humanidad no existe otro, tanto por nivel de amenaza como por rango de certeza, equiparable a la crisis climática. Todos los informes elaborados por los científicos demuestran que el cambio climático es veraz y que estamos avanzando hacia los peores escenarios, aquellos que se abren más allá de los 1,5 grados de aumento de las temperaturas, a una velocidad mucho más rápida de lo previsto. Y lo peor de todo es que lo hacemos a sabiendas.
Sabemos a ciencia cierta que ese aumento de las temperaturas se debe al aumento de las concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmosfera. Sabemos que ese aumento de las emisiones de GEI se debe en su mayor parte a la quema de combustibles fósiles (gas natural, petróleo y carbón) para la generación de energía. Y sabemos, no ya porque lo digan los científicos, sino porque estamos empezando a sufrirlas, que las consecuencias van a ser graves para todos.
Sabemos que si no atajamos de inmediato las emisiones de GEI las olas de calor serán cada vez más intensas y persistentes. Aumentarán los episodios de sequía, que serán cada vez más severos, largos y recurrentes. Aumentarán los temibles megaincendios climáticos, también llamados incendios de sexta generación, que resultarán cada vez más grandiosos y devastadores.
Sabemos que los fenómenos meteorológicos extremos aumentarán todavía más de lo que lo están haciendo, provocando graves inundaciones, arrasando poblaciones enteras y causando millones de refugiados climáticos en todo el mundo. Y sabemos, porque ya lo estamos observando, que el rápido deshielo de las regiones polares y los glaciares, unido a la dilatación térmica de los océanos debida a su recalentamiento, provocará un aumento del nivel del mar sin precedentes. Una dilatación que ya está empezando a borrar playas en todo el mundo, incluidas nuestras costas, y amenaza con adentrarse tierra achicando continentes y borrando del mapa archipiélagos y estados insulares enteros.
Todo eso son ya evidencias, no pronósticos. Y todo ello nos aboca a vivir en la incertidumbre, aunque todavía estamos a tiempo de eludirla. Y el mejor remedio contra la incertidumbre es la reducción. Sabemos que reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles es necesario para reducir las emisiones de GEI que están alimentando al monstruo climático. Sabemos que hay que reducir, que no frenar, nuestro ritmo de desarrollo y redirigirlo hacia la economía circular para disociar de una vez por todas el crecimiento económico del agotamiento de los recursos naturales que está esquilmando la naturaleza. Porque si algo está claro es que las soluciones a la doble crisis a la que nos enfrentamos, la crisis climática y la crisis de biodiversidad, están en ella: en la naturaleza.
Sin la naturaleza, sin su auxilio y sus oportunidades, nuestra especie, que no vive desconectada del resto, sino que forma parte del conjunto de la biosfera y por lo tanto permanece umbilicalmente unida a ella, no tiene esperanza. Sin embargo, hay algunos que reniegan de esa dependencia del mundo natural y prefieren depositar sus esperanzas en los avances tecnológicos para eludir la distopía hacia la que nos dirigimos de cabeza y a toda velocidad.
Hay quienes creen que la inteligencia artificial, antes que la naturaleza, acudirá en nuestro auxilio y nos permitirá revertir la situación climática para seguir avanzando a zancadas más allá de los límites que nos marca el planeta. Incluso hay quien propugna desatender todas las alertas que nos está enviando la Tierra y seguir creciendo a toda costa, sin necesidad de cambiar de modelo ni renunciar a nada, porque al final “ya encontrarán una solución a todo esto”. Y en esa ensoñación tecnológica, en esa negación de la realidad y esa falta de conciencia crítica de especie, radica la mayor amenaza.
Un mundo cada vez más dividido…
Una buena muestra de ello es lo que se está empezando a percibir en estos primeros días de la cumbre del clima que tiene lugar en Dubái (COP28). El mundo político, representado en la zona azul de la cumbre, donde se reúnen las delegaciones gubernamentales de los doscientos países asistentes y donde tienen lugar las deliberaciones y las votaciones que deben conducir al acuerdo final, se halla divido en dos.
Por un lado, están quienes apuestan por un cambio de modelo de desarrollo desvinculado de las energías fósiles y proponen un calendario para su abandono definitivo, que nos permita acelerar la transición hacia las renovables para detener las emisiones de GEI y evitar los peores escenarios climáticos: es decir quienes hablan de mitigación. Y por otro, están quienes defienden que lo urgente no es cambiar de modelo, sino adecuarlo a la nueva situación, recurriendo para ello a las herramientas tecnológicas y las medidas de compensación que nos permitan afrontar el reto del calentamiento global sin desmontar el actual patrón de desarrollo: es decir quienes hablan básicamente de adaptación.
…Y una sociedad cada vez más movilizada
Mientras tanto, en la zona verde de la cumbre, donde tienen lugar los encuentros entre las instituciones y organizaciones no gubernamentales, los pueblos indígenas, los grupos ecologistas y otros representantes de la sociedad civil, el mensaje sigue siendo el mismo que en las veintiocho cumbres anteriores: ¡pacten un acuerdo urgente ya! Un acuerdo que permita ambas cosas: mitigar el cambio climático y adaptarnos (todos juntos) a él. De lo que se trata es de detener el constante aumento de las temperaturas para evitar que se desboque más allá del grado y medio y de actuar de manera conjunta para eludir los peores escenarios, como los que se abren a partir de los tres grados de aumento y hacia los que nos dirigimos con rumbo fijo.
El estándar es ahora la sostenibilidad no el crecimiento económico: o mejor dicho, no este tipo de crecimiento económico. En ese sentido, para seguir avanzando como sociedad sin desvincularnos del planeta, urge un cambio de paradigma. Una nueva hoja de ruta que nos permita alejarnos de la incertidumbre en lugar de aceptarla, y todavía estamos a tiempo de lograrlo. Pero para ello debemos avanzar de manera rápida hacia una economía descarbonizada que nos permita frenar en seco el avance de la crisis climática.
Y a su vez, hay que poner en marcha el tan traído fondo de pérdidas y daños, cuyo acuerdo se anunciaba el primer día de la cumbre, que instaure de una vez por todas la justicia climática y asista a los países más vulnerables a afrontar los daños. Unos daños que, si no somos capaces de evitarlo entre todos, serán cada vez más graves y acabarán afectándonos a todos. A ello debería contribuir el avance anunciado en la cumbre. Como reconoció el ex primer ministro de Granada, Simon Stell, máximo responsable de la convención marco de la ONU para el cambio climático (el jefe de los presidentes de las cumbres), todas las declaraciones y anuncios que se han empezado a escuchar estos días en Dubái están muy bien, pero “lo importante es lo que se firme”.
En ese sentido, este alto representante de la diplomacia climática, uno de los políticos más comprometidos con la causa medioambiental, ha afirmado que “me comprometo a que desde la secretaría de la convención se haga un seguimiento de todos los anuncios e iniciativas hechas, para que mucho después de que las cámaras se hayan ido, podamos garantizar que todas esas promesas acaben sirviendo realmente al planeta” y no se queden en un mero postureo para el que ya no tenemos tiempo.