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Opinión

Cristobal Mora: Una válvula de escape

Estos últimos meses hemos vivido un estallido social en el Perú, con gran cantidad de protestas que iniciaron tras el fallido golpe de Pedro Castillo y su remoción del poder, así como más de 60 muertos en el curso de estas manifestaciones. Si el nuevo gobierno de Dina Boluarte parece haber sobrevivido a este intento de jaque, es gracias al apoyo del Congreso y las Fuerzas Armadas. Pero, pese a la fatiga de los manifestantes, la protesta parece que va a mantenerse a diferentes niveles de intensidad hasta que no se encuentre una salida política. La principal demanda ante la crisis es el adelanto electoral, que llegó a ser exigido por más del 90% de los peruanos[1] y se mantiene como el deseo mayoritario de la población[2], así nuestras autoridades lo quieran evitar. Es evidente que hay mucha frustración, y se esperaría que unas elecciones traigan un efecto tranquilizador y renovador. Después de todo, ellas dan la posibilidad de cambiar a nuestros políticos y, más importante, garantizan que los que no tienen voz sientan que son parte del gobierno a través de sus representantes, base ideológica necesaria para justificar y sostener a toda democracia representativa. Por ello, en estas líneas se tratará de analizar hasta qué punto las elecciones pueden significar una salida a este estallido social, así como una garantía del sostenimiento de nuestras instituciones democráticas, golpeadas no solo por las protestas recientes, sino por 7 años de constante crisis política.

La salida para una protesta multifacética

Lo primero es hablar del sufragio como salida política ante las manifestaciones. Para ello, hay que empezar mencionando que, aunque este sea la principal exigencia de los peruanos, estas protestas tienen una gran cantidad de demandas y un origen que a muchos analistas aún les cuesta comprender. Yo creo que en este punto hay que leer al sociólogo Omar Coronel[3], quien nos ha recordado que el estallido social es heterogéneo, con un gran número de bloques y grupos pequeños de distinta procedencia que se han ido sumando a la protesta. Por ello, no sorprende ver como una de las exigencias la liberación del expresidente Castillo e, incluso, su reposición en el poder. Esta demanda es minoritaria, quizá debido a que se comprende que Castillo trató de dar un golpe de Estado, además de que tenía acusaciones serias de corrupción. A pesar de ello, ha servido como excusa, desde el gobierno y sus aliados parlamentarios, para deslegitimar la protesta desde el principio, mediante una vinculación de esta con el propio expresidente preso y los sectores que le apoyan[4]. Algo que se oye con un poco más de intensidad en las manifestaciones es el pedido de una asamblea constituyente, el cual ha crecido y seguramente va a seguir creciendo con el tiempo debido a la significancia que esta institución tiene en el imaginario político. Quizá, lo que más ha motivado los gritos de los manifestantes es la renuncia de Boluarte, un deseo que también comparte la mayoría de peruanos[5] y que se acrecentó tras las muertes en las protestas. No obstante, es evidente que la presidenta no va a renunciar, por lo que quedaría una última solución, o eso era lo que se pensaba hasta hace unas semanas: la última de las grandes demandas, y la más popular de todas entre la población general: las elecciones anticipadas.

La posibilidad de nuevos comicios no solo se ha presentado como un pedido de la protesta, sino como una salida a la propia crisis. Las elecciones son la base de nuestras democracias y la principal garantía de su sostenimiento, por lo que es natural que se piense que ellas son la solución al estallido social de los últimos meses. No solo eso, sino que puede argumentarse que un adelanto podría derivar en una solución para la recurrente crisis política, cuya presión amenaza con hacer estallar nuestra institucionalidad y, con ello, la democracia misma. Las elecciones anticipadas se convertirían, entonces, en nuestra válvula de escape, la cual haría que esta presión que ha aumentado con las protestas baje momentáneamente, mientras esperaríamos que las próximas autoridades elegidas sean capaces de poner una respuesta definitiva a la crisis y de regenerar nuestras instituciones. Por supuesto, hay razones para dudar del éxito que tendrían los comicios en acabar con la crisis, las cuales discutiré más adelante. El punto es que estos son una demanda muy mayoritaria y, por pura lógica, ya deberían haberse convocado. Sin embargo, a día de hoy el proyecto sigue en el limbo del debate parlamentario y parece cada vez más muerto, con la condena de que, mientras más tiempo pase, más tiempo va a tomar el recambio de nuestros gobernantes y la oportunidad de darle nuevos aires a nuestro sistema político. Esto se debe a un Congreso coludido con el Ejecutivo, con el objetivo de quedarse todo el tiempo que les sea posible.

El rechazo al adelanto electoral

Las variadas razones de la oposición de sectores del Congreso, que han sido suficientes para que la iniciativa sea bloqueada constantemente, han sido ya barajadas por los analistas. Estas irían desde las más inocentes (congresistas que no quieren perder el sueldo), hasta las más oscuras (que en el Congreso habría dinámicas corruptas de las cuales los representantes se benefician)[6]. Los propios congresistas han alimentado estas narrativas al poner excusas a la propuesta de adelanto[7][8]. En estas, suelen minimizar la crisis y el hecho de que más del 90% de la población los desprecia, y parecen esperar que las cosas se apaguen solas y que no vuelvan a estallar. Además, cierta derecha parece haber interiorizado la idea de una guerra ideológica, donde quienes piden nuevas elecciones son enemigos a los que hay que derrotar, por las balas si es necesario. Por otro lado, desde la mayoría de parlamentarios de izquierda, se ha insistido tercamente en la asamblea constituyente, y se han rechazado los proyectos de adelanto que no incluían una consulta popular en favor de esta[9]. No obstante, la probabilidad de quedarse sin nada más que con el desprecio de los propios manifestantes, parece haber hecho recapacitar a parte de la izquierda, que se ha sumado parcialmente a la propuesta electoral[10], aunque algunos de sus congresistas sigan saboteando las votaciones respectivas[11]. Pero el rechazo hacia unas elecciones anticipadas no viene solo desde el Congreso, sino que el propio gobierno de Dina Boluarte hace lo mínimo posible para que la demanda se haga realidad. Cada vez que se le pregunta por las elecciones, la presidenta les tira la pelota a los congresistas y evita pronunciarse más[12]. Parece bastante cómoda en su cargo y quizá con algo de temor de que se le juzgue por los muertos en las protestas o por sus recientes acusaciones de corrupción si es que su mandato se acaba. Así, parece que Dina Boluarte y el Congreso se van a quedar, siempre haciendo todos los malabares que sean necesarios para lograr este objetivo. Hoy, lo que mueve la posibilidad de nuevas elecciones es la opinión pública que, como ya sabemos, es inmensamente favorable a esta. Lo que nuestros impopulares representantes están esperando es que los peruanos se harten de protestar, se resignen al 2026 y luego vuelvan a votar por ellos (previa aprobación de la reelección congresal) o por políticos similares a ellos. Falta ver si la ciudadanía les permite salirse con la suya.

Las elecciones como solución… ¿de qué?

Pero, ¿son las elecciones una solución? Como se ha explicado, el consenso ha insistido en presentar un adelanto como una ruta de salida a la escalada de la crisis. Por ello, quizá sería una solución para las actuales protestas, pues los manifestantes sentirían que al menos han obtenido algo. Esto no significa que el estallido no pueda volver a darse, pero al menos sería contenido por la perspectiva de poder ir a votar. Por supuesto, lo mismo podría decirse sobre elecciones el 2026 y cómo ellas podrían traer tranquilidad, aunque los estallidos sociales esporádicos se conviertan en una constante. Por otro lado, sobre cómo solucionar la crisis política más general, que inició con la presidencia de Pedro Pablo Kuczynski y ya entra en su séptimo aniversario, las posiciones son diferentes. Algunos analistas piensan que para esto es necesario seguir con la reforma política, para lograr que haya mejores candidatos. También hay opiniones más escépticas, que piensan que, mientras sigamos “votando mal”, unas elecciones no van a solucionar nada. Desde la izquierda, tampoco hay demasiada fe en ir a votar por nuevas autoridades, y se considera a la asamblea constituyente como la alternativa preferida.

Frente a esta aparente necesidad de la renovación que viene con los procesos electorales, también se deben recordar los problemas que suelen traer estos en el Perú, y que han sido constantes en los últimos años. Después de todo, ¿qué nos han dejado las últimas elecciones, sino un país polarizado y fragmentado políticamente? Es esta realidad la que deja el sentimiento nihilista de que, si bien tenemos muchos partidos, en realidad no hay alternativas y nuestros votos irán a las mismas personas, esas que se convierten en los congresistas que la gran mayoría del país detesta. Todo esto está propagando una crisis más general, cuyo síntoma principal es una desconfianza con la democracia, la idea de que esta no funciona adecuadamente. Quizá sea exagerado decir, en este momento, que nuestras instituciones se van a derrumbar en los próximos años. Pero el riesgo existe y hay que tomarlo en cuenta. Las elecciones, así como nos traen una posibilidad de regeneración democrática, también nos pueden llevar a la degeneración: al convencimiento de que el voto, y con ello la democracia, no sirven para solucionar los problemas del país. Como es evidente, de esta decepción es que se alimentan las posturas autoritarias.

El significado de las movilizaciones

Hasta ahora, hemos visto a las protestas solo a partir de sus demandas, el cual es un error en el que se suele caer al analizarlas, pues también hay en ellas una significación política, que parte de las emociones que se expresan en el discurso de los manifestantes. Hay una protesta contra una injusticia percibida por estos, contra el sentimiento recurrente de que su voz no importa y es menospreciada, contra el desprecio que ellos perciben por parte de las élites del país[13]. Estos manifestantes no creen en los políticos ni en sus promesas, y si votaron por Castillo, a pesar de que era un personaje improvisado sin plan de gobierno, es porque al menos lo sentían cercano, lo veían como ellos. Pero, desde Lima y otras ciudades importantes, trataron su voto como el de bárbaros incivilizados o el de simpatizantes del terrorismo. Esto último con la ironía añadida de que muchos de los ciudadanos del sur peruano, que masivamente votó por Perú Libre, fueron quienes más sufrieron las acciones terroristas de Sendero Luminoso.

Pese a la campaña en contra, estas personas de las zonas rurales del Perú hicieron presidente a Castillo, y la primera acción de sus rivales fue pretender desconocer la victoria y acusarles de haber manipulado la elección, mientras que hoy se les acusa de ser cómplices con el golpismo del expresidente. De esas formas antidemocráticas que inicialmente mostraron los opositores del gobierno de Castillo, para no dejarle gobernar desde antes de su primer día en la presidencia, empezó a nacer el actual convencimiento de muchos de los manifestantes, alimentado por las balas y los muertos, de que hemos caído en una dictadura. A esto nos llevó la polarización, a que hubiera algunos que estaban de acuerdo con renegar del proceso electoral o, incluso, apoyar un golpe de Estado, con tal de que el “enemigo” no gobierne[14]. Contra todo este desprecio es que se protesta, hay un deseo de reivindicación en los manifestantes, un impulso bastante democrático de que su voz sea escuchada y de que sean tratados como iguales. Que el sur se levante no es cosa nueva en nuestro país, pero sí es inusual la magnitud que la movilización ha alcanzado. Y algo que no parecen comprender quienes minimizan la protesta es el hecho de que, a través de ella, se puedan formar vínculos entre los manifestantes, lo que puede tener consecuencias políticas en el futuro.

Una regeneración democrática

Así, sabiendo que las movilizaciones van más allá de una demanda para la convocatoria a elecciones, y que esta última sería solo una ruta de escape ante la magnitud del desprestigio político de nuestras autoridades, vale volver a la pregunta sobre la necesidad de un proceso electoral. Es cierto que este traería nuevos aires y la presencia de un gobierno más legítimo. También es cierto que, al negar la convocatoria, el Congreso está minando activamente la democracia. No obstante, es posible que con una elección vuelvan a aparecer los problemas antes mencionados, junto con la victoria de un candidato que no solucione nada y lleve al país a más conflicto. En el fondo, la salida de emergencia puede no ayudarnos a escapar del incendio, y podría generarse solo una tranquilidad momentánea antes de que una crisis vuelva a estallar. Ante ello, quedará una segunda alternativa como garantía de una necesaria regeneración democrática, esa de la que muchos reniegan pero que cada vez parece ganar más adeptos: el cambio de Constitución.

Por supuesto, la idea de una asamblea constituyente todavía levanta mucha polémica y algunos la toman con mucho temor. Temor que es alimentado porque los principales actores que han demandado el cambio son de izquierda, y entre la derecha se ha fortalecido un anticomunismo recalcitrante, que rechaza todo lo identificado con sus rivales políticos. Sin embargo, la asamblea parece haberse convertido en el espacio de reivindicación a través del cual los sectores marginados del país esperan romper simbólicamente con un presente donde no se sienten escuchados o reconocidos, como ese espacio que permitirá la regeneración, y que podría devolver la legitimidad a nuestro sistema democrático[15]. Una nueva Constitución quizá no varíe mucho del texto actual, con la alta fragmentación que tenemos es difícil imaginar una asamblea muy radical. Y, aun así, el solo hecho de que la población peruana se sienta escuchada y representada mejor que por este Congreso hace que la posibilidad de aquella se vuelva atractiva. Después de todo, la idea de cambiarlo todo resulta un símbolo poderoso.

Al final, la democracia realmente existente vive de ficciones, ideas sobre las que se sostiene su conglomerado institucional. De estas, quizá la más importante es la que establece que el pueblo gobierna a través de sus representantes, que realmente hay una soberanía popular a pesar de que quienes toman las decisiones son unos pocos. Esta ha sido llamada como la “ficción de la representación política” y es uno de los fundamentos ideológicos de todo sistema político que se califique como una “democracia representativa”. Esta idea se sostiene sobre supuestos, como el hecho de que podemos influir sobre el gobierno a través del voto, así como elegir un rumbo completamente diferente. Para que esta perspectiva de control gubernamental y cambio sobreviva basta que existan elecciones libres, donde todo grupo significativo de ciudadanos pueda participar sin restricciones. Pero, ¿qué pasa cuando creemos que nuestro voto ya no vale para nada? Al sentir que no podemos interferir sobre las decisiones políticas la noción de la soberanía popular también muere. Y esta muerte de la idea que sostiene la democracia puede derivar, lógicamente, en la muerte de la democracia, con una población que ya no cree en ella y acaba sintiéndose más representada por un caudillo autoritario que pretende hablar en nombre del pueblo. En el Perú, la fe en nuestro sistema político está muy débil: tenemos un Congreso que no quiere personificar la voluntad de las mayorías, tenemos un gobierno sin legitimidad que no quiere irse. Los cantos de “esta democracia ya no es democracia” no son casuales, y parecen indicar un augurio, una oscura profecía que se puede acabar cumpliendo a sí misma. Ante esta sensación de agonía, una regeneración democrática parece cada vez más necesaria. ¿Qué opción nos queda, entonces? En estos días, quizá la mayor esperanza sea abrir nuestra válvula de escape: que unas nuevas elecciones no solo apacigüen al país, sino que nos den un Ejecutivo y un Congreso que hagan que las mayorías se sientan representadas. Por supuesto, si nuestras autoridades deciden cerrarla, ignorar la opinión de las mayorías y quedarse hasta el 2026, el riesgo de una explosión de nuestras instituciones políticas seguirá aumentando, pero aún quedarán las elecciones reglamentarias de aquel año como oportunidad. Sin embargo, si una regeneración electoral no resulta (algo que, viendo la desidia de nuestros representantes ante la crisis, no es improbable) solo quedarán o la asamblea constituyente o la dictadura.

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