“La historia ocurre dos veces, la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”. Esta conocida frase de Marx en el “18 de brumario de Luis Bonaparte” cae como anillo al dedo al “autogolpe” de Pedro Castillo, en una crisis develada rápidamente en las dos horas que siguieron a su discurso del mediodía de este miércoles 7.
No solo la sangre no llegó al río, sino que para muchos se abrió un camino de relativo alivio y hasta de esperanza a partir de un golpe que generó un curso inesperado y de vital consenso nacional en medio de la creciente polarización que venía corroyendo al Perú. Día de crisis que condujo, nada menos, a que una mujer, Dina Boluarte, desempeñe la jefatura de Estado por primera vez en la historia republicana.
A ello llevó, cual inesperado forcep, el insólito y fracasado propósito de Castillo de tumbarse toda la institucionalidad para gobernar por decreto. Hasta usó, como “miserable farsa”, exactamente la misma terminología que Fujimori en 1992 ―“disolver” el Congreso― pero sin contar con la aceitada maquinaria de inteligencia del autócrata de los 90 ―Vladimiro Montesinos― ni con una sociedad entonces predispuesta a respaldar la concentración de poder ante los feroces ataques de Sendero Luminoso y la hiperinflación entonces reinante.
Fueron varios los factores que condujeron a la crisis que estalló esta semana. Dentro de ellos destacan tres.
En primer lugar, el contexto político de la elección de Pedro Castillo en 2021 y los meses que siguieron durante su Gobierno. Período signado por una agresiva resistencia desde la derecha que se negó a aceptar el resultado electoral y actuó en consecuencia: cerril oposición desde el Congreso. Planteando ad nauseam la vacancia/renuncia de Castillo, incluso desde antes de que asumiera funciones a fines de julio de ese año. Impidiéndole desempeñar las funciones de jefe de Estado en las relaciones internacionales, bloqueando, por ejemplo, la autorización congresal para su viaje a la asunción de Petro en Colombia o a la reciente reunión de la Alianza del Pacífico en México hace pocas semanas. Todo empezó, pues, a trompicones y generó un creciente afán conspirativo que fue ingrediente decisivo en la creciente polarización a lo largo de los 16 meses que siguieron.
En segundo lugar, un Gobierno en el que, si algo destacó, fue la impericia de Castillo y una calamitosa “selección de personal” con algunas notables excepciones. Siguiendo una sucesión de aciertos/errores, en el breve lapso del Gobierno se hicieron decenas de designaciones de altos funcionarios poco o nada calificados y hasta con prontuario, y se cambió nada menos que a 81 ministros, quebrando desde dentro cualquier rendija de estabilidad y eficiencia institucional. En esa sucesión de cambios, por lo demás, no prevalecieron los aciertos. La designación del último ministro de defensa en días pasados (Emilio Bobbio) no podía dejar de sorprender; pues le había amenazado públicamente con “fusilarlo” nada menos que el jefe de la Dirección Nacional de Inteligencia (Dini), Wilson Barrantes.
En tercer lugar, las numerosas denuncias e indicios de corrupción sobre personas de alto nivel del Gobierno, del entorno presidencial inmediato y, crecientemente, sobre el propio presidente de la República. Cierto que algunas de las denuncias podían ser endebles y eran magnificadas/distorsionadas por los grandes medios. Además, debía prevalecer la presunción de inocencia en un contexto arrollador que día a día convertía en dato “probado” de primera plana una mera declaración que no había sido materia de corroboración. Pero, a la vez, sin embargo, el propio Castillo o su entorno no mostraban interés y decisión de esclarecer las crecientes denuncias existentes, lo que derivaba en fundadas sospechas adicionales. Ello fue generando la creciente sospecha hamletiana de que “algo se pudre en Dinamarca”.
Lamentable y triste final de una gestión presidencial fracasada que derivó de una elección popular que por primera vez caía sobre los hombros de un campesino y maestro escolar de la serranía andina que se convirtió en breve esperanza para millones de hombres y mujeres, en especial de los andes. Esa página quedó volteada. Primero, al ser vacado el presidente por el Congreso en correcta aplicación de la Constitución, y al asumir luego la jefatura de Estado la vicepresidenta Dina Boluarte. No se podrá olvidar en todo ello la central responsabilidad de Pedro Castillo ante la historia, hoy detenido, y al borde de una decisión judicial de detención y de un proceso penal que promete durar.
Volteada la página, la gran pregunta es cuánto durará la luna de miel abierta con la sucesión perfectamente constitucional producida en medio de un marco de inestabilidad y polarización que se arrastra desde antes de la “gestión Castillo”. Dina Boluarte, abogada de profesión y, como Pedro Castillo, proveniente de una localidad andina (en su caso, la región de Chalhuanca, Apurímac). Boluarte había venido dando claras y positivas señales de espíritu concertador; fueron ellas explicitadas y expuestas en el llamado a concertar al juramentar el miércoles en la tarde. Concertación, sin embargo, que no es una apuesta fácil en un contexto en el que la representación política orgánica y los partidos políticos se han desvanecido, con lo que las cosas no pintan fáciles.
Una agenda y objetivos fundamentales podrían sustentar un proceso político constructivo y viable: recuperar el equilibrio de poderes; promover un diálogo nacional; contra la corrupción, decisiones políticas adecuadas y respaldo a investigaciones serias; estrategia eficiente y democrática de articulación con los gobiernos regionales; articular una política exterior que apunte a concertar con los países de la región estrategias frente al difícil entorno global; y mejoramiento radical en la capacidad de reclutamiento para desempeñar altas funciones gubernamentales y, con ello, superar la desastrosa ineficiencia en la ejecución del gasto público hoy prevaleciente.