“Ni un solo líder o lideresa, movimiento, partido o agrupación ha sabido aprovechar el descontento ciudadano e interpretar las ansias de cambio para ofrecer un futuro diferente.”
Durante años, pese a nuestra precariedad institucional y a nuestras poco arraigadas convicciones democráticas, los peruanos hemos venido conjurando nuestras decepciones políticas en las urnas.
Desde que en el año 2000 cayera la dictadura gobernada por Alberto Fujimori y en 2001 Alejandro Toledo inaugurara el nuevo periodo democrático con su victoria presidencial, cada cinco años los peruanos hemos pasado por ciclos repetidos de ilusión–desencanto–indiferencia–deseos de borrón y cuenta nueva atizados por cada nueva elección.
Cada nuevo presidente elegido –en particular Toledo en 2001 y Ollanta Humala en 2012– parecía encarnar la promesa de refundación del país que amplios sectores populares, desatendidos históricamente, venían reclamando.
La ilusión –una vez enfrentados al incumplimiento de promesas electorales, los múltiples escándalos de corrupción y decisiones de gobierno que distintos sectores interpretaban como traición– daba paso rápidamente a la decepción, está a la rabia y, de ahí, a la indiferencia.
En estos más de 20 años de vida democrática, un buen número de los peruanos quisimos creer que era posible vivir de espaldas a la política y sus líderes durante la mayor parte de los cinco años que transcurrían entre una elección general y otra. A esto, por supuesto, contribuyó el desarrollo económico que durante buena parte de estas dos décadas llevó a que muchos peruanos y peruanas abandonaran la pobreza –al menos momentáneamente– y a que el país, quizá por primera vez en su historia, pareciera empezar a construir algo semejante a una clase media.
Los peruanos y peruanas, orgullosos del éxito económico y convencidos de que tenían asegurado un futuro mejor para sus hijos (según la Encuesta de Percepción de Desigualdades de OXFAM y el Instituto de Estudios Peruanos publicada en julio de 2022, 81% los peruanos sigue pensando que “la situación económica de sus hijos menores cuando sean adultos” será mejor que la propia), optamos por despreciar en distintos grados de intensidad al elenco político habitual, renegar de la política en general y, con excepciones en momentos puntuales (como el estallido social en contra del gobierno de Manuel Merino impuesto desde el Congreso en 2020), hacer como si esta no existiera o no pudiera interferir con nuestro día a día.
Eso, hasta que el ciclo de cinco años se acercaba a su fin y las nuevas elecciones generales asomaban en el horizonte. Con ello los sectores más políticamente motivados se reactivaban y sus candidatos vendían, nuevamente, la promesa de la refundación o reforma estructural del país. Eso sí, siempre dentro de los márgenes de la Constitución de 1993 (hasta hace muy poco un cambio total de Constitución era una demanda muy minoritaria), un respeto por las mínimas normas y convenciones democráticas, y sin alienar al electorado que prefería no ver el statu quo demasiado agitado. Incluso Ollanta Humala, satanizado como un agente del chavismo en su primera candidatura, tuvo que cambiar literalmente la camiseta roja por una inofensiva camiseta blanca como símbolo de su “moderación” para derrotar a Keiko Fujimori y ser elegido en 2011.
Esa repetición de ciclos de cinco años a la que nos habíamos acostumbrado –progresiva degradación política, pandemia y desaceleración económica mediante– ha llegado a su final.
Ya no es solo que ninguno de los dos últimos presidentes elegidos haya conseguido concluir el mandato ordenado por la Constitución, sino que la decepción ciudadana con el sistema democrático del país ha alcanzado un punto de no retorno. Para comprobarlo, basta echar un vistazo a los resultados de dos encuestas de reciente publicación.
Hace unos días la Corporación Latino barómetro publicó la nueva edición del informe del mismo nombre, que mide, entre otras cosas, el apoyo y satisfacción con la democracia en 17 países de la región. Como ocurría ya en el Barómetro de las Américas de la Universidad de Vanderbilt publicado en 2022, el Latino barómetro muestra que el apoyo a la democracia en el Perú es una moneda al aire: 50% de los encuestados responde que “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”, un 27% indica que le da igual y un 17% preferiría un gobierno autoritario.
La cosa empeora si atendemos a la satisfacción de los peruanos y peruanas con el estado actual de su democracia. Solo el 8% de los encuestados dice sentirse satisfecho, frente a un 91% que dice no estarlo. De forma similar, solo el 9% de los peruanos cree que “los partidos políticos funcionan bien”, mientras que el 90% señala lo contrario.
Esa insatisfacción, por supuesto, hace pinza con el rechazo que los peruanos y peruanas sienten por quienes ejercen el poder en este momento. Según la más reciente encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), el 81,6% de la ciudadanía desaprueba a la presidenta Baluarte, a la vez que el 90.4% hace lo mismo con el Congreso.
Esto, sumado a la rabia por la impunidad y falta de respuestas políticas con que vienen operando el Ejecutivo y el Congreso, se ha venido traduciendo en protestas intermitentes a lo largo de los últimos siete meses –la última edición tuvo lugar la semana pasada y congregó a entre 20 y 30 mil personas en distintos puntos del país–, que, sin embargo, no han alumbrado una sola propuesta que vaya más allá de pedir la renuncia de Dina Boluarte y el inconstitucional cierre del Congreso.
Las banderas y consignas en las protestas son las mismas desde finales de 2022 y principios de 2023, cuando la Policía y las Fuerzas Armadas reprimieron de forma violenta a manifestantes en distintos puntos del país provocando la muerte de 49 personas. Y, pese al altísimo rechazo de la presidenta Boluarte y sus aliados de ocasión en el Congreso y pese a que, según la misma encuesta del IEP, el 80% de la ciudadanía opina que “lo más conveniente para el país” es que haya “elecciones antes de 2026″ (es decir que Boluarte y el Congreso culminen sus mandatos antes de la fecha establecida por la Constitución), no hay una sola persona en el país que haya planteado qué ocurriría si llegáramos a esa situación.
Ni un solo líder o lideresa, movimiento, partido o agrupación que haya sabido aprovechar ese descontento ciudadano e interpretar esas ansias de cambio para ofrecer un futuro diferente. Nadie con intenciones de hacerse y responder la pregunta más básica: ¿nuevas elecciones para qué?
Esto, en un país donde hoy, según la encuesta del IEP, el descontento y afán de cambio es tal que una amplia mayoría, 69%, está dispuesta a apretar el botón nuclear de una convocatoria a una Asamblea Constituyente.
Como decía al inicio, hasta hace poco esas ansias de cambio y refundación, pese a las múltiples decepciones que traíamos a cuestas, terminaban siendo conjuradas en las urnas con la elección de un nuevo presidente. A estas alturas, visto lo visto, la ciudadanía peruana no parece tener la paciencia ni confianza en sus instituciones y clase política para eso, y está dispuesta a abrazar soluciones más drásticas.
Pese a ello, para bien y para mal, no parece que haya nadie capaz de encauzar ese anhelo. No hay nadie dispuesto a dar forma, pensar y plantear qué ocurriría al día siguiente de que se cumplan los deseos ciudadanos y el grupo de poder político actual abandone las instituciones. Ante la profunda parálisis e insatisfacción política peruana, paradójicamente, nadie está dispuesto a hacer política.