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Opinión

El capitalismo cambia de piel

La pandemia es una lupa que agranda los defectos de un sistema económico “cansado” y acelera las metamorfosis que estaban latentes en la sociedad. Una avalancha de libros analiza este momento crítico

Imagen de la Bolsa de Seúl en agosto de 2020.
Imagen de la Bolsa de Seúl en agosto de 2020.LEE JIN-MAN / AP

Desde hace más de una década la memoria de la Gran Depresión está más viva que nunca. Se recuerdan sus efectos principales (desempleo masivo y quiebras en cadena) y la salida que le dio Franklin Delano Roosevelt, un presidente mítico por enfrentarse a los dos mayores retos del siglo XX: la brutal crisis económica, la más larga, profunda y extendida de la centuria, y el fascismo internacional. A ese mito contribuyeron las circunstancias de su muerte, todavía en el cargo, y a pocas semanas de lograr la rendición nazi: Roosevelt murió en 1945 con las botas puestas.

Un libro del profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) Andreu Espasa (Historia del New Deal) sitúa en su lugar la política que aplicó Roosevelt para acabar con las dificultades estadounidenses frente a quienes han construido del new deal un relato perfecto. Más bien fue un proceso que, lejos de pretender aplicar una teoría concreta —aunque estuvo inspirado por la revolución keynesiana que llegaba de Europa y defendía una mayor intervención del Estado en la economía—, se caracterizó por un fuerte grado de experimentalismo, con numerosas improvisaciones, fracasos parciales y rectificaciones constantes. A pesar de ello, finalmente la Administración de Roosevelt (1933-1945) puso los cimientos para la creación del Estado de bienestar estadounidense y el inicio de una recuperación económica de larga duración.

(Original Caption) Hyde Park, New York: Norwegian Royalty Guests Of President Roosevelt. Mrs. Roosevelt, Crown Prince Olav of Norway, Sara Delano Roosevelt, the President's mother; Crown Princess Martha and President Roosevelt, (from left to right), are shown seated on a porch of the Roosevelt home at Hyde Park, April 30th, as the Norwegian Royalty were guests of the President and First Lady.
(Original Caption) Hyde Park, New York: Norwegian Royalty Guests Of President Roosevelt. Mrs. Roosevelt, Crown Prince Olav of Norway, Sara Delano Roosevelt, the President’s mother; Crown Princess Martha and President Roosevelt, (from left to right), are shown seated on a porch of the Roosevelt home at Hyde Park, April 30th, as the Norwegian Royalty were guests of the President and First Lady.BETTMANN / BETTMANN ARCHIVE

Se pueden establecer analogías y diferencias entre la Gran Depresión, la Gran Recesión del año 2008 y el Gran Confinamiento de 2020. La mayor similitud entre los tres acontecimientos recesivos es su naturaleza múltiple. Lo que empezó en 1929 como problemas de naturaleza económica derivó en muchos países en una crisis de representatividad política, con una rápida disminución del número de regímenes democráticos, y, en el ámbito exterior, en una fuerte crisis geopolítica que terminaría provocando el estallido de la II Guerra Mundial.

Ocho décadas después, durante la Gran Recesión, la debacle económica también generó una dura crisis de legitimación política, con victorias sorprendentes del populismo de derechas en lugares tan significativos como los Estados Unidos de Trump, el Reino Unido de Johnson o el Brasil de Bolsonaro. La pandemia de la covid-19 ha derivado en una sindemia (rasgos sanitarios, económicos, sociales, políticos, vitales) que en el plano geopolítico añade un enfriamiento de las relaciones entre EE UU y Rusia y una guerra comercial con China. Por último, a todas estas dificultades superpuestas hay que sumar la que sobrevuela de modo sistemático toda la época: el cambio climático que amenaza las condiciones de habitabilidad del planeta. De las tres se desprende la inclinación natural de las economías complejas hacia la inestabilidad, como demostró el gran Hyman Minsky (más actual que nunca), y el papel de los gobiernos en impulsar el consumo y la inversión en tiempos de alto desempleo.

Lo que empieza como un problema económico deriva en crisis geopolítica y de la democracia

Ahora parece que estamos en un nuevo momento Roosevelt que también se caracteriza por pasos adelante y hacia atrás, fuertes contradicciones y, en general, por una falta de teorización. La práctica política va delante de la teoría. Solo hay algo común: hacer lo contrario que en la Gran Recesión con el austericidio (gastar más, repensar la fiscalidad y la deuda, preocuparse por las recuperaciones débiles y desiguales, incentivar la presencia del sector público, etcétera), con la paradoja de que las instituciones más desacomplejadas con esta nueva política son, sorprendentemente, las mismas que antes estrangularon el bienestar de los ciudadanos (el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo, la Reserva Federal, la Comisión Europea, etcétera). Sus representantes son los “nuevos conversos”.

Durante los últimos 40 años el eslogan que resumía todo era el de “There is no alternative” (TINA), atribuido a la primera ministra británica Margaret Thatcher. El sociólogo Boaventura de Sousa Santos, que nos traslada de la pandemia a la utopía, entiende que, si se sigue defendiendo que no hay alternativa posible, ello nos conduce al suicidio. Es el tiempo de las alternativas. Copérnico y los científicos que le siguieron cambiaron el modo de entender el cosmos al demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés como se creía hasta entonces. Los muchos libros que se publican sobre el asunto coinciden básicamente en que la coyuntura requiere avances revolucionarios en cuanto a la manera de concebir las ciencias sociales, y entre ellas la economía política, para aumentar el bienestar de la gente.

El historiador canadiense Quinn Slobodian es de los más críticos con el papel que el neoliberalismo y la revolución conservadora de la TINA han ocupado en estos últimos 40 años, por su profundo conservadurismo y su hostilidad hacia la democracia. Slobodian da una vuelta de rosca a sus pretensiones: al revés de lo que de sí mismos predican los liberales económicos, divididos en diferentes tribus, su movimiento no surgió para reducir el gobierno y para limitar las regulaciones, sino para utilizar el primero y capturar las últimas; usar al Estado y sus instituciones para aislar a los mercados de la soberanía política y de las turbulencias democráticas de igualdad y justicia social que conducen a los déficit y a la deuda pública. Lejos de descartar el Estado regulador, los neoliberales quieren aprovecharlo para su gran proyecto de proteger el capitalismo a escala global. Cuarenta años de droga ultraliberal han debilitado toda voluntad y todo recurso por parte del Estado para actuar con firmeza y aplicar su voluntad a un proyecto.

El déficit y la deuda no son crisis, sino desequilibrios que deben ser tratados instrumentalmente de otro modo

Ha aparecido una heterodoxia en los últimos años, la Teoría Monetaria Moderna, que desvía el foco de atención del déficit y la deuda (los países con moneda propia tienen holgura para pagarlos siempre que ello no descontrole la inflación) y lo sitúa en las verdaderas crisis cuya solución eleva el bienestar ciudadano: crisis es un paro de dos dígitos, o la brutal desigualdad de salarios y de patrimonio, o que la ausencia de vacunas multiplique el número de muertos por el coronavirus. El déficit y la deuda no son crisis, sino desequilibrios que deben ser tratados instrumentalmente de otro modo. La centralidad del déficit y la deuda es una “narrativa económica”, en palabras del Nobel Robert Shiller, aunque ambos no llegan a la calificación de noticias falsas como la creencia de que las acciones tecnológicas no dejan de subir, la convicción de que el precio de la vivienda nunca disminuye o la seguridad de que algunas empresas son demasiado grandes para quebrar.

Sean ciertas o falsas, esas historias se transmiten por el boca a boca, los medios de comunicación o las redes sociales, y crean percepciones sobre el gasto, el ahorro o la inversión que, en última instancia, tienen un gran impacto en la vida de los ciudadanos y la sociedad. La catedrática norteamericana Stephanie Kelton está dispuesta a ser alanceada —y a defenderse— por su libro El mito del déficit, que sin duda será objeto de polémica con la academia.

El balance del periodo neoliberal se puede resumir en un crecimiento exponencial de las desigualdades, acompañado de una falta de dinamismo empresarial y productivo. Las dos cosas a la vez. Lo desarrolla el catedrático Carlos Sebastián en El capitalismo del siglo XXI, en el que no se olvida de incidir en una tesis muy querida para él: el sistema no funciona bien si sus instituciones no tienen la calidad necesaria para apuntalarlo.

Es subrayable que la mayor parte de los autores de esta tanda de libros tan críticos con el hipercapitalismo de nuestros días (una de las excepciones sería el economista y político griego Yanis Varoufakis, que ha escrito una novela de ciencia ficción para llegar a la conclusión de que ya no estamos en el capitalismo, sino en un tecnofeudalismo más propio de una distopía) finalmente prefieren ese capitalismo —eso sí, reformado— que cualquier otro sistema. Por ejemplo, el exministro español Juan Costa sostiene que la mayoría social está tirando la toalla, que el capitalismo sufre una crisis de confianza estructural porque la ciudadanía piensa que es injusto, que no funciona para todos sino tan solo para una pequeña élite, y sin embargo sigue defendiendo una entelequia llamada “multicapitalismo” que no pasa de las enumeraciones retóricas.

Que la confianza de la gente en el capitalismo es escasa (Stiglitz, Jeffrey Sachs…) lo manifiesta Joan Coscubiela en La pandemia del capitalismo al recoger un estudio de la Fundación Edelman de enero de 2020: en 22 de los 28 países examinados, más del 50% de la población considera que el sistema capitalista produce más mal que bien y es socialmente injusto. La antinomia consiste en que el capitalismo es, al mismo tiempo, el único sistema socioeconómico existente, no tiene alternativa, da síntomas de agotamiento (el profesor Luis Arenas lo denomina “capitalismo cansado”) y actúa como una pandemia con gran capacidad destructiva.

Un operador de la Bolsa de Kuala Lumpur, ante un tablero con las cotizaciones.
Un operador de la Bolsa de Kuala Lumpur, ante un tablero con las cotizaciones.AFP

Entre los mayores defensores del capitalismo están los profesores eméritos de Princeton ­Anne Case y Angus Deaton (este último, Nobel de Economía), que describen en su texto Muertes por desesperación la situación del corazón blanco de Estados Unidos: baja la esperanza de vida, aumenta el número de muertos por sobredosis, suicidios o enfermedades relacionadas con el alcohol, y no solo entre las minorías, sino entre los trabajadores de raza blanca. El libro retrata con toda crudeza el declive del sueño americano para muchos trabajadores que ven cómo sus familias se rompen y sus esperanzas se frustran. El texto documenta la desesperación y la muerte, y analiza cómo el capitalismo, que sacó de la pobreza a multitud de personas, está destruyendo ahora a la América obrera. No posee soluciones que sirvan a todo el mundo y, sin embargo, Case y Deaton declaran: “Creemos en el capitalismo (…) no es necesario abolirlo, pero debería reorientarse para servir al interés público”.

En el análisis del capitalismo actual, muchos autores introducen el aspecto ecológico. El más coherente es el profesor en Viena Clive L. Spash, que reconoce que siendo incapaz la economía ortodoxa de abordar las dimensiones social y ambiental como aspectos cruciales para entender el funcionamiento del sistema económico, tampoco las corrientes heterodoxas como el marxismo/socialismo, el feminismo, el poskeynesianismo o la economía institucional han sabido incorporar de manera coherente esas mismas dimensiones en su análisis.

La profesora de Ciencias Políticas y Filosofía Nancy Fraser añade otros asuntos a la ecología: además de la sociedad visible, hay una serie de “talleres ocultos” como son el trabajo de cuidados no remunerados, los bienes públicos y la riqueza expropiada. Desde un punto de vista socialista, Fraser entiende que una visión ampliada del capitalismo implica que su antagonista debe incorporar no solo la explotación del trabajo asalariado por parte del capital, sino también sus múltiples formas alternativas de explotación parasitaria.

En este contexto, la pandemia de la covid ha actuado como una especie de lupa que ha agrandado la visión de los problemas y los puntos débiles del sistema, y ha acelerado las metamorfosis que estaban latentes. El coronavirus es la metástasis de un sistema que hace tiempo que ya daba señales de insostenibilidad social, ambiental y democrática. El mundo debe prepararse para lo que viene, que, según Jacques Attali, el consejero especial del presidente Mitte­rrand, es una crisis económica, filosófica, social y política difícilmente imaginables. ¿Recuperaremos nuestro nivel de vida de antes?, ¿y nuestro modo de vida?, ¿y nuestra forma de consumir, de trabajar, de amar? ¿Podremos preservar la democracia? Varoufakis entiende que el armisticio de la guerra de clases que se logró tras la II Guerra Mundial en forma de pacto social ha terminado.

Falta otra pandemia: una ola política oscura en la que, en medio de un ambiente de fin del mundo, se impongan regímenes autoritarios que preconicen abiertamente la xenofobia y el absolutismo. Los partidarios de esos regímenes sostendrían que los demócratas no fueron capaces de resolver las crisis. Y, por tanto, tratarán de sustituirlos.

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