Porque, aunque solo nueve kilómetros separan el Cuartel General del Ejército, donde comenzó la marcha, de la Plaza de los Tres Poderes, donde se produjo el asalto al Congreso brasileño, todo un océano separa ambos poderes. Y es que, como suele ser habitual, los militares están escorados a derecha y ultraderecha. Por ello, el mundo militar brasileño se muestra cercano a las élites, dudoso a los valores democráticos, timorato a los resultados electorales progresistas, reclamado a derecha y ultraderecha locales, levantisco a la disminución de la desigualdad y la pobreza, pero, por suerte, y de momento, práctico e impertérrito. Falto del espíritu aventurero de otros tiempos.
Por esa falta de valores democráticos occidentales, Jair Bolsonaro es un “payaso” preferido por Mario Vargas Llosa antes que el recién elegido presidente Lula da Silva. No es de extrañar que las élites occidentales, a las que pertenece Vargas Llosa —con pomposidad e histrionismo remunerado por la prensa rosa en los últimos años junto a Isabel Preysler—, prefieran a un payaso que a un político, sobre todo si este tiene tendencia distribuir la riqueza en lugar de trabajar para que las élites la amasen. Encaja mejor para el puesto que realmente quieren que ocupen: de títere.
“Mandar a las tropas al combate mientras huyes a Miami alegando complicaciones estomacales es propio de ‘cagones’. De demócratas occidentales derechistas y ultraderechistas que anhelan golpes de Estado, pero sufren de colitis cuando tienen que encabezarlos”.
Y por esa falta de valores democráticos, Jair Bolsonaro no felicitó la victoria electoral de Lula, alentando con ello el fantasma de la falta de legitimidad con dudas al respecto del recuento electoral. Alentando con ello a sus seguidores para consumar el asalto. Exactamente igual que hizo Donald Trump hace dos años. Y, exactamente igual que entonces, los seguidores ultras del presidente ultra acabaron paseándose por los despachos del poder con una facilidad insultante. Y, exactamente igual que entonces, Bolsonaro, como Trump, arrojó la piedra que guio a sus seguidores y, después, escondió la mano.
Lo cual en el expresidente norteamericano de fluidas relaciones con actrices porno era más que esperable, pues el valor ni se le atribuye ni se le reconoce, pero en el caso del excapitán —y su tropa, porque militares en su equipo hay a mansalva— es más que censurable. Mandar a las tropas al combate mientras huyes a Miami alegando complicaciones estomacales es propio de ‘cagones’. De miedosos. De taimados. De demócratas occidentales derechistas y ultraderechistas que anhelan golpes de Estado, pero sufren de colitis cuando tienen que encabezarlos.
Bolsonaro construyó con sus propias manos, manoseó, como Donald Trump, un relato ficticio con el que justificar su derrota electoral y, desde un primer momento, basar su oposición en la ilegitimidad de la victoria de Lula. Para ello no tuvo empacho en usar falacias evidentes, datos descontextualizados, equívocos y cualquier otro elemento que pudiera arrojarse a la argamasa del embuste
Sin embargo, mal haríamos si pensáramos que el asalto de los seguidores de Bolsonaro, como el de hace dos años por los seguidores de Donald Trump, a pesar de las diferencias obvias —los trumpistas asaltaron el Capitolio con congresistas dentro mientras la Plaza de los Tres Poderes permanecía vacía—, se trata de un hecho aislado y ajeno a las democracias occidentales. Se trata, más bien, de una revelación más sobre la inexistencia de valores democráticos en las democracias occidentales. Es, por desgracia, parte inherente de las democracias occidentales.
Porque cualquiera que piense en cómo terminan la mayoría de las manifestaciones populares, sea en Chile, Perú, España o Estados Unidos se preguntará cómo o por qué no molieron a palos y dispararon a quemarropa y sin piedad ni escrúpulos a los ultraderechistas norteamericanos que asaltaron el Capitolio o a los ultraderechistas brasileños que asaltaron el Congreso brasileño. Y no lo expongo porque esta sea la solución a cualquier manifestación, todo lo contrario, sino porque la diferencia de trato es más que evidente. En España, una manifestación popular que pretendía rodear el Congreso terminó como el Rosario de la Aurora mientras que años después policías ultras que se manifestaron se saltaron todo tipo de controles frente al Congreso.
“El asalto del Capitolio norteamericano, el asalto del Congreso brasileño, el permanente golpismo ‘blando’ en España o la interminable operación para derrocar el Gobierno venezolano se asientan en los medios de comunicación y las élites económicas, locales y globales”.
Además de los fallos de seguridad que se observan en las manifestaciones ultras reseñadas en Brasil, Estados Unidos o España y que contrastan con la brutalidad y severidad con la que los manifestantes progresistas son tratados o de la estrecha relación de cuerpos policiales y militares con la ultraderecha y los manifestantes ultras, existen otros elementos en común. Como los medios de comunicación y las élites. Porque pensar que se trata de movimientos aislados sería un error: hay medios de comunicación financiados por las élites que amplifican, protegen y proyectan los mensajes políticos que les conviene y los políticos que les sirven.
Por ello, el asalto del Capitolio norteamericano, el asalto del Congreso brasileño, el permanente golpismo ‘blando’ en España o la interminable operación para derrocar el Gobierno venezolano se asientan en los medios de comunicación y las élites económicas, locales y globales. Élites que están conectadas y coordinadas. Por ejemplo, Eduardo Bolsonaro, hijo del ya expresidente brasileño, se convirtió, y no por casualidad, en el ariete del proyecto ultraderechista de Steve Bannon en América Latina.
Como decía al comienzo, las elecciones en las democracias occidentales son procesos preparados para que gane el partido —o los partidos— de las élites, por lo que siempre que los ciudadanos eligen aquello que las élites no desean, estas mueven sus hilos. Y no hablamos de la segunda mitad del siglo XX en América Latina, que golpearon de forma salvaje todo el continente, sino del siglo XXI: 2002, 2019 y 2020, Venezuela, contra Hugo Chávez y Nicolás Maduro; 2009, Honduras, contra Manuel Zelaya; 2010, Ecuador, contra Rafael Correa; 2012, Paraguay, contra Fernando Lago; 2015 y 2017, Brasil, encarcelamiento de Lula y destitución de Dilma; 2022, Argentina, intento de asesinato de Cristina Kirchner; y 2023, Brasil, contra Lula.
Por desgracia, los gobernantes latinoamericanos —y el resto— que son elegidos en las democracias occidentales en contra del gusto de las élites padecen durante todo su mandato acusaciones de falta de legitimidad y, sobre todo, operaciones golpistas de muy diversa índole: judicial, policial, mediática o militar. La fiesta de bienvenida de Lula Da Silva, ahora solo un nombre más en la oscura agenda de las élites occidentales, mayoritariamente derechistas y ultraderechistas, no es un episodio aislado, insólito o inconexo, es una de las tradiciones más arraigadas, respetadas y practicadas de las democracias occidentales.