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Opinión

Enrique Vega-Dávil: Blume, una flor más del jardín autoritario

Las declaraciones de Ernesto Blume en torno a lo que él llama “ideología de género” no son gratuitas ni inocentes. Los grupos religiosos vienen estableciendo lo que en materia retórica he llamado “narrativas de disfraz” (Vega-Dávila, 2022). Esto significa que detrás de su formulación pública, su odio o posición antiderechos se ha venido validando en posturas que se presentan como científicas, como amor e, incluso, como democracia. Pero en esta ocasión, como la examinada en relación con el señor Rafael López, estos grupos han hallado lo propicio para presentarse sin máscara alguna debido al caldo de cultivo autoritario que vive el país.  En medio de la severa crisis política e institucional, lo religioso cada vez más viene a presentarse como una de las raíces que colocan en evidencia el colonialismo que seguimos arrastrando por no haber separado la institucionalidad creyente como sí lo han hecho otros países en el continente.

I

Ciertamente, el Perú es un país mayoritariamente cristiano (Instituto Nacional de Estadística e Informática, 2018). Y en un lugar donde la débil democracia es la suma del 50% más uno, ha hecho que esta construcción de mayorías se dé bajo pugnas de poder por el poder, lo que ha significado no perder lo que se posee en el caso de la Iglesia Católica, manteniendo sus privilegios, y ganar lo que no se tuvo, como es la situación de muchas denominaciones cristianas en el país que pelean por ese mismo afán totalizante. En ambos casos, por más instancias progresistas que existan hacia dentro de las denominaciones, la imposición de las creencias religiosas ha sido la herramienta de control en materia de educación o salud. Lo que puede ejemplificarse en el país en la persona de Milagros Jáuregui, quien siendo congresista funge de pastora al momento de legislar, y que, bajo “inspiración” cristiana, haya culpabilizado a “Mila”, quien fue sometida a un aborto debido a la violación sistemática que sufrió. De más presente situación, la constante arremetida contra el enfoque de género es otra muestra que atenta desde lo religioso a una sociedad de derechos que tiene que volver a empezar ante cada nuevo ataque.

Lo religioso en el país ha tenido un rol en la construcción de ciudadanía, para bien y para mal. Escuelas religiosas han sido semillero de grandes autoridades que han forjado el país, pero también han acunado a delincuentes y a algunos de sus cómplices. Y es cierto que no se puede acusar a La Recoleta por acoger en sus aulas a la señora K o a la PUCP por otros tantos como Cavero, pero no deja de ser lo religioso un factor que constituye el tejido necrosado de la sociedad peruana. Nadie puede quitar las cosas buenas realizadas por creyentes, que son muchas, especialmente donde el Estado no ha llegado, pero lo bueno nunca debe borrar lo malo cometido, ni mucho menos quedar impune. Me parece que es importante hacerse cargo de ello, puesto que se trata de una deuda histórica que tiene el mundo creyente con el Perú: no haber transformado la sociedad en algo mejor habiendo tenido la oportunidad de hacerlo.

Ya G. Gutiérrez, padre de la teología de la liberación, denunciaba como un escándalo que América Latina sea al mismo tiempo cristiana y pobre (Gutiérrez, 1999) y en un contexto como el nuestro deberíamos añadir un rosario de calificativos para hablar de nuestro Perú. ¿Cómo es posible que el Perú, católico/cristiano desde la arremetida colonial de los españoles sea al mismo tiempo corrupto y cristiano, sea cómplice de violencias y de “hermanitos”? ¿Cómo es que puede estar en contra de los derechos de las mujeres para decidir sobre sus cuerpos y llamarse cristiana u oponerse al matrimonio igualitario y decirse maestra de humanidad? Cada grupo social que puede ser añadido en esta lista debería ser un llamado de atención, porque la pelea no es contra una supuesta ideología que ven con temor, sino contra la vida concreta de muchas personas que no tenemos derecho a un futuro sostenible en nuestra tierra.

Lo religioso sirve y es válido creer, pero no puede estar en contra de la vida constituida de las personas. Y mucho menos avalar bajo su libertad religiosa el restar derechos a las quienes también formamos parte del país.

II

Si el señor Blume es católico o bautista u ortodoxo o neopentecostal poco debería importar. Pero en este caso, ha colocado sus creencias para satanizar esfuerzos loables por conseguir derechos. Él puede afirmar que no discrimina a nadie y que respeta a las personas LGBTIQ+, como suelen repetir a capa y espada quienes se oponen a nuestros derechos, pero se opone a nuestras vidas al estigmatizar como ideología -estudiado muy bien por Angélica Motta (Motta, 2019)- a una herramienta analítica y epistémica que permite despertar consciencias, justamente aletargadas por lo religioso.

¿Qué le ha dado el Perú cristiano, devoto del Señor de los Milagros y de Santa Rosa a las personas LGBTIQ+ en materia de derechos? ¿Qué les ha dado los dones de lenguas o las ministraciones históricas a las mujeres? Las preguntas tienen una respuesta rotunda: Nada. Las personas LGBTIQ+, las mujeres y diversidades, existimos como ciudadanos y ciudadanas porque eso no han podido quitarnos, pero todo el autoritarismo que estamos viviendo en el país solo redunda en quitar más y más derechos. Y ahora que se encuentran cada vez más con la plataforma política para hacerlo, serán las mismas personas olvidadas por el sistema las que sufran más. Y eso no querrá verse. Y habrá seguro otra CVR que negarán esos sectores porque no hemos transformado el tejido social.

La gente que se encuentra haciendo política está en su derecho legítimo de profesar alguna fe, la quiera, la que desee, la que le han enseñado o la que ha aceptado años después. Pero ninguna persona que represente al país en alguna instancia puede hacer de sus creencias religiosas una norma o conducta para el estado entero, porque no tenemos por qué someternos a su forma de comprender a la humanidad. Sus creencias para sus espacios religiosos. Los roles sociales y políticos conferidos son para buscar el bien común de toda la ciudadanía y las posturas religiosas no deben impedir el avance de derechos según los cánones de sus denominaciones o religiones.

Pienso que esa es la piedra de toque en materia religiosa: qué denominaciones están apostando por derechos plenos y cuáles no. Y es que una denominación o grupo religioso que niegue la posibilidad de matrimonio civil a personas LGBTIQ+ o el derecho a decidir a una mujer simplemente lo hace porque no nos considera seres humanos. A cada quien le toca decidir si milita o no en lo religioso, pero la oposición a derechos debería alertarnos, especialmente a quienes vemos en lo político una posibilidad de transformación. Esta posición no niega que lo personal sea político, tal y como se plantea en los feminismos (Millet, 1995), es más, lo sigue sosteniendo con mucha fuerza, pero insiste en que no es lo mismo que sea político lo personal de quien atenta contra los derechos que la que viene luchando por ellos. Siguiendo a Judith Butler (Butler, 2020) la diferencia entre quienes luchamos por nuestros derechos -y que atentan en nombre de su libertad religiosa en contra nuestra- radica en la vulnerabilidad constante a la que somos expuestas o expuestos. Nuestras vidas son históricamente vulneradas por ese tejido social que tiene abundantes células religiosas.

Blume es una flor en el jardín autoritario que se viene gestando en el país, una flor más que es abonada con impunidad, con injusticia, con el postergo de los y las nadies. De allí que quienes profesamos o no la fe hemos de comprometernos con que el Estado sea laico y exigir que las creencias personales de un funcionario deban ser pospuestas apelando a la diversidad de personas, culturas que cohabitamos el país. Ya hemos vivido la oscuridad e imposición de una teocracia que validó estructuras injustas y alienantes, sinónimo de muerte, no creo que debamos permitirlo nuevamente.

Fuente: Revista Ideele N°311

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