Hasta hace poco nos sorprendía la pasividad de “la calle”. Si la gran mayoría del país estaba descontenta con el presidente (Castillo, en ese entonces) y con el Congreso, y por eso se quería el adelanto de elecciones generales cuanto antes, ¿por qué nadie se movilizaba? Había hasta llamados públicos: ¿calle, donde estás?, ¿qué esperas?, ¿por qué contra Merino sí marchabas y ahora no?
Hasta que la calle no solo se movilizó sino estalló. ¿Por qué? Hay dos líneas explicativas, totalmente opuestas.
Una primera es de tipo conspirativa: que es la segunda parte del golpe de Estado de Castillo, que es un plan orquestado por Evo Morales, que se trata de nuevas expresiones de Sendero Luminoso y el MRTA o de la economía ilegal (narcotráfico, minería ilegal, etc).
La segunda línea es más socio-política y comprehensiva, pues más que buscar a un enemigo que derrotar, vincula la actual irrupción social a demandas políticas (las principales son la renuncia de la presidenta Boluarte, el cese del Congreso y el adelanto de elecciones), las que inicialmente se respondieron con balas, produciendo –fundamentalmente en Ayacucho y Puno– más de 40 muertos. Esto agregó una cantidad adicional de ira en la población.
Las demandas políticas trajeron tras de sí una serie de reclamos vinculados a la pobreza, exclusión, abandono, discriminación racial y cultural, tal como ocurre cada vez que se genera un ambiente de protesta. A la vez, como suele también ocurrir, aunque en menor medida, produjeron una serie de actos vandálicos cuyos orígenes y protagonistas aún se encuentran en proceso de investigación.
Se trata del debate público sobre las causas de las protestas actuales que ha vuelto a generar una gran confrontación entre diferentes sectores de la población. La polémica es lógica porque conlleva a respuestas que no son necesariamente inocuas. Por ejemplo, si estuviéramos ante un “nuevo tipo de guerra», como sostiene Fernando Rospigliosi, ¿de qué manera deberíamos responder ante ella?, ¿con medios y estrategias policiales y militares? Pero estas serían absolutamente insuficientes y hasta contraproducentes si creemos que hay de por medio un conjunto de demandas que se justifican y que se relacionan a nuestra identidad como país.
Ahora, es cierto que esa calle que se nos vino encima no era la que esperábamos y hasta deseábamos. Las protestas se iniciaron en diciembre y ahora, casi a finales de enero, estamos viviendo una experiencia que es inédita, compleja, preocupante e incierta.
Nos encontramos en medio de un paro nacional que ha comenzado el 19 de enero y que está trayendo a Lima a miles de personas desde lugares muy distintos del país. “Si Lima no viene a nosotros, allá vamos”, parece ser la lógica. Hemos visto escenas en las que pueblos y comunidades se han congregado en las plazas de las ciudades principales para desde allí partir, previa despedidas multitudinarias.
En Lima también hemos podido ver lo que, desde el comienzo, se ha expresado en otros lugares del país. Existen dos tipos de manifestantes: están aquellos que, sin salirse de los cauces pacíficos, tratan de llegar a lugares clave, como el Congreso de la República, para poder ejercer mayor presión, y en este camino forcejean con la Policía. Mientras que, por otro lado, se encuentran los que emplean la violencia. Estos últimos, en el interior del país, se han manifestado tomando aeropuertos e infringiendo daños a la infraestructura pública y privada, y, en Lima, lo han hecho agrediendo a la Policía, lanzándole bloques de cemento sacados del pavimento de las veredas, y quemando dependencias del Poder Judicial.
Muchos creemos que se trata de dos sectores completamente distintos, en el que el primero es el mayoritario y, por lo mismo, deben ser tratados de manera distinta. Ello, obviamente, sin negar las múltiples acciones de violencia que se han producido y que deben ser investigadas y sancionadas de manera drástica.
Sin embargo, hay quienes creen que los violentistas son mayoría o que, incluso, ambos sectores son parte de un mismo movimiento, solo que con funciones distintas, por lo que deben ser enfrentados en conjunto.
Si bien la presidenta de la República, Dina Boluarte, en el discurso que dirigió al país la noche del primer día del paro, hizo esta diferencia, lo cierto es que su mensaje fue sumamente duro e inflexible.
Comenzó felicitando a la Policía, de quien dijo había tenido un desempeño “inmaculado”, pese a que se habían producido dos muertes fuera de Lima producto de enfrentamientos. ¿Cómo felicitar a la Policía en un contexto en el que hay más de 40 muertos y más de 500 heridos solo en enero?
Y si bien es cierto que hay que reconocer como un hecho positivo el que en Lima, por lo menos el primer día, no hubo muertes, pese a la gran cantidad y dispersión de acciones, a la vez esto demuestra que las decenas de muertes anteriores también pudieron ser evitadas si se hubiera ordenado cumplir estrictamente los protocolos correspondientes.
En el mismo mensaje, la presidenta por momentos adoptó hipótesis conspirativas, al preguntarse, por ejemplo, quién financiaba todo esto, o al decir que “no hay agenda social”, y que lo que se busca es “quebrar el Estado de derecho, generar caos, desorden y tomar el poder”.
No mencionó ni una palabra sobre los muertos, en cambio, sí enfatizó en que los actos de violencia no quedarán impunes.
Pero lo más desconcertante fue cuando dijo que “el Gobierno está firme y su gabinete más unido que nunca”, y “que la situación está controlada”. Estas conclusiones revelan una desconexión con la magnitud de lo que está ocurriendo en el país, lo cual, de hecho, será interpretado como una provocación y generará reacciones adversas.
De esa manera, el Ejecutivo se ha reafirmado en continuar con la mano dura, sin ninguna voluntad de reconocer los excesos y abusos en el contexto de las manifestaciones. El Estado está obligado a separar los actos criminales de los de legítima protesta, y de actuar de acuerdo con las normas vigentes que regulan el uso de la fuerza por parte de la Policía.
Fue un mensaje sin reconocimiento de errores ni propuestas. La presidenta hubiera podido ofrecer su disposición a conversar sobre un adelanto de elecciones para fines de este año, o algunas formas creativas de diálogo sobre temas de fondo, pero nada de eso ocurrió. Como es natural, la interpretación fue que tanto el Ejecutivo como el Congreso están apuntando a resolver todo como si las protestas fueran puro vandalismo que no merecen una respuesta política y social, sino tan solo policial y militar.
Y qué más prueba de ello que la violenta e ilegal intervención policial que se acaba de producir en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Grave y preocupante. Eso sí es jugar con fuego.