Entre las tantas estrategias retóricas utilizadas para caracterizar aspectos críticos relacionados con el estado de permanente decadencia en el que se encuentra la sociedad peruana, encontramos una que, en mi opinión, se ha vuelto un lugar común desde hace ya buen rato: la apelación constante a la informalidad o lo informal como ese cajón de sastre, ese recurso ubicuo cada vez que toca buscar culpables. En la orilla opuesta, por supuesto, tenemos la formalidad o lo formal. En principio, nos encontramos ante dos conceptos que usualmente tienden a considerarse en relación con la esfera económica, es decir, con el desarrollo de actividades económicas – y la subsecuente generación de empleo – que se conducen dentro o fuera del marco normativo/legal. Ese marco legal define aspectos relacionados con el pago de impuestos, las condiciones laborales e infraestructurales, regímenes contractuales, redistribución de utilidades e imagino que varios asuntos más.
Por otra parte, cabe decir que hay una dimensión simbólica que emerge a partir de esta misma diferenciación, esta última definida como el binario formal/informal. Esta dimensión se desprende como una suerte de apéndice de la esfera económico/jurídica que reviste el señalado binario. Esta esfera simbólica, además, se construye, en última instancia, en relación con el lenguaje económico/jurídico y la manera en cómo socialmente se configuran las diferencias entre lo formal y lo informal, así como las características culturales que se le atribuyen a cada elemento del binario. Así, la formalidad goza de cierto status y provee, a quien se siente parte de ella, de una especie de superioridad moral que lo o la autoriza para pontificar sobre lo que le hace bien o le hace daño a la sociedad peruana, en un juego de oposición y diferenciación permanente frente a lo que representan como abyecto, caótico y marginal, a saber, la informalidad.
Ahora bien, algunos datos entre que estadísticos y luego históricos. Entre 1990 y el 2001, la tasa de informalidad urbana subió casi 10% (de 50% a 59.5%), y hacia el 2021, considerando la pandemia, nos encontramos con que el 76.8% de peruanos se encuentra en esa situación (INEI, 2022, p. 35). Como señala Omar Manky (2020), se trata de millones de personas alrededor del país e involucradas en todos los sectores económicos, tanto del ámbito rural como el urbano. La reflexión histórica viene por medio de introducir un elemento que, para los oídos de algunos, va a sonar a ideología. Si nos situamos a inicios de los años 90, es necesario recordar que reformas como el ajuste estructural, la privatización de las empresas públicas, la flexibilización y desregulación del mercado, se dieron como parte de la plena adopción de la racionalidad neoliberal en un contexto de institucionalidad débil, desprestigio de lo político, crisis económica y destrucción del tejido social. El “no hay alternativa” Thatcherista en versión criolla.
En efecto, en aquel entonces, el profeta del “neoliberalismo a la peruana” (recordando el texto de Efraín Gonzáles de Olarte, 1998) era Hernando de Soto y el método de persuasión que utilizó implicaba revestir con optimismo la idea de que un estado menos intervencionista y un marco legal adecuado era lo “suficiente y necesario” (Thorpe, 1990) para la modernización de la sociedad peruana, permitiendo que la fuerza económica de un sector informal bastante bien caracterizado por el economista, se despliegue en todo su potencial. Este era, así, el argumento principal de El otro sendero, argumento que, sumado al cogoteo (discursivo y práctico) de instituciones como el BM y el FMI, y al golpe de timón de Fujimori, expectorando a los aliados que lo llevaron al triunfo en las elecciones y entrelazando sus intereses con los de la élite económica, permitieron la neoliberalización del Estado peruano (Crabtree y Durand, 2017).
¿El desenlace? Bueno, 76.8% de informalidad y un mercado formal en el que hay que tener una miopía crónica para llamarlo “libre” (sumado un crecimiento económico sostenido y basado en un modelo primario exportador y de servicios, pero, sobre todo, dependiente). Ahora bien, se neoliberalizaron el Estado y la economía, pero sin duda que también se neoliberalizó el sujeto peruano, el cual dio un salto semántico desde su posición de ciudadano hacia las coordenadas del emprendedor, quiero decir, el ciudadano peruano es, ahora, el emprendedor y ser ciudadano en el Perú es ser emprendedor, y no solo porque hace empresa, sino también porque es emprendedor de sí mismo (Foucault, 2008). Pero, ojo, si bien en el Perú todo ciudadano puede ser emprendedor, no todo emprendedor puede ser ciudadano. ¿A qué me refiero? Pues, a que el discurso que fetichiza la formalidad, fetichiza a su vez al ciudadano/emprendedor que paga sus impuestos, que está en planilla, que exige su boleta y que “mantiene” al Estado. Ese es el ciudadano modelo, un emprendedor formal que pertenece al 23.2 % de la población económicamente activa.
Quienes parecen quedar fuera del trinomio ciudadano/emprendedor/formal son, precisamente, quienes se encuentran en el lado informal del binario. Y, ¿de quiénes se trata? Pues de los cobradores, microbuseros, las trabajadoras del hogar, las campesinas y campesinos, tu casera del mercado, los estibadores, pescadores artesanales, bodegueros, recicladores, ambulantes, infinidad de comerciantes y un largo etcétera. ¿Qué tienen en común los cuerpos de las ciudadanas y ciudadanos que realizan estas actividades, que son también emprendedores y emprendedores de sí mismos? ¿Son acaso los cuerpos que asociamos a los miembros del exclusivo club de la formalidad? Me temo que no. Por el contrario, se trata de los cuerpos de peruanas y peruanos, mestizos e indígenas, que se encuentran diseminados entre los niveles socioeconómicos más postergados de nuestra realidad social.
¿Cuál es la hipótesis que aquí planteo? Pues que esta estrategia discursiva, este dispositivo retórico que ha creado el objeto del cual habla, a saber, la distinción radical entre la formalidad y la informalidad (el binario), no es sino la estrategia que, desde el poder, se ha instituido como el determinante esencial para distinguir lo bueno de lo malo, lo deseable de lo indeseable, en síntesis, lo que se debe preservar frente a aquello que hay que desterrar. Pero, además, y esta es quizás la peor consecuencia de la naturalidad con la que se ha incorporado este discurso en las esferas económica, política, mediática y social, es que esta distinción, aparentemente técnica o económica, enmascara una distinción racial, racista y violenta.
De manera que, si lo informal es la causa de todos nuestros males, si es lo malo, indeseable y desechable, entonces los informales deberían seguir el mismo camino, es decir, nuestros racializados informales son malos, indeseables y, por lo tanto, desechables. Sin embargo, ¿no tocaría decir algo sobre esa élite empresarial que capturó el MEF en los 90, o los ilustres compañeros del “club de la construcción? ¿No han sido (y son) también informales, considerando las malas prácticas que los sostuvieron (y sostienen) en el poder? Termino señalando que se trata de la continuación del secular proyecto des-indianizante (Drinot, 2014, 2022) que nuestras élites económica y política han patrocinado a lo largo de nuestra historia y que, hasta el día de hoy, nos impide ser un país. Toca, entonces, desestabilizar este binario, ponerlo en cuestión y empezar por reconocer el sustrato racista que estructura las relaciones de poder en el país.