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Opinión

Gerson Julcarima Alvarez: La democracia como furgón de cola del neoliberalismo

El intento de golpe de Estado de Pedro Castillo causó desconcierto en todo el país por un par de horas. Su rápida captura y posterior prisión rápidamente fue noticia en la mayoría de los medios nacionales e internacionales. Sin embargo, en los días sucesivos fue perceptible que el grupo mediático hegemónico se esforzaba en imponer una mirada bipolar de lo acontecido. En un bando estaban los que defendían el estado de derecho y la legalidad, y en el otro los golpistas que habían osado quebrar la tan anhelada “democracia” que se había conquistado hace más de dos décadas. Las voces que ofrecían miradas no maniqueas o que pedían considerar el contexto de lo ocurrido nos llegó vía la prensa internacional y, en parte, gracias a la posición de otros gobiernos latinoamericanos.

Probablemente nunca sabremos con exactitud que habría llevado al expresidente Pedro Castillo a tomar esa decisión. No obstante, luego de algunas semanas de lo acontecido, es posible visualizar claramente que los perdedores de la elección de 2021 hoy gobiernan. Basta observar la composición del gabinete ministerial, así como la correlación de fuerzas políticas que desde el Parlamento apoyan a la presidenta Dina Boluarte. La oposición parlamentaria de hace algunas semanas hoy funge de manera evidente como oficialista y probablemente esto se constate cuando veamos el detalle del voto de confianza que el Parlamento deberá otorgar al gabinete ministerial. Esto en cualquier democracia con signos vitales aceptables sería impensable. Aquí lo que estamos viendo es la perversión del mecanismo de elección democrático. Preguntémonos ¿tendría sentido expresarse en las urnas cuando los perdedores finalmente terminan gobernando?

A aquellos que enfocándose solamente en el mensaje del expresidente Castillo se rasgaban las vestiduras por tamaña afrenta contra la democracia habría que preguntarles que tipo de sistema defendían. ¿Estaban acaso a favor de esa democracia con la cual el 80% está insatisfecho o cuyas instituciones fundamentales alcanzan los más altos índices de desconfianza de la región? (ver las cifras del Latinobarómetro 2021 y el IEP 17/12/2022). Ya desde mediados del gobierno de Toledo nuestra democracia mínima (es decir, donde solo existen elecciones regulares) comenzaba a perder legitimidad al ser incapaz de transitar hacia una democracia sustantiva (garantizar mínimamente los derechos sociales). Las recientes encuestas han revelado que paradójicamente el 44% de ciudadanos apoyaba el cierre del Congreso dictado por Castillo. Y el hecho de que el gobierno actual use la represión policial y militar para aplastar las críticas o la protesta social revela que este es un gobierno legítimo en términos formales, pero ilegitimo en términos sociales. Es decir, cabe la pena preguntarnos ¿qué tipo de democracia estamos dispuestos a preservar o afianzar?

Haciendo una mirada de la historia reciente diría que la democracia mínima pos-Fujimori nunca se afianzó entre las grandes mayorías. Solo una minoría intelectual, económica y social —concentrada en Lima— la sostuvo en la medida que esta era funcional al modelo económico neoliberal. La mejor comprobación de ello es que los presidentes — como Dina Boluarte ahora— solo eran y son soportados en la medida que gobiernen en favor del modelo. Es decir, nuestro sistema de representación política (democracia) jugó y juega un rol subsidiario del modelo económico (neoliberal), el cual claramente no goza del consenso mayoritario —debido a que promueve un estado atrofiado y una creciente desigualdad—. Tanto es así que cuando incluso ese remedo de democracia ya no es funcional al modelo, su legitimidad es sostenida por cascos, botas y balas; no olvidemos que así fueron impuestas las políticas neoliberales en la región y esa sería la única manera de que las mismas puedan mantenerse vigentes en Latinoamérica.

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