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Opinión

 Gerson Julcarima Alvarez: No hay estado, ni nación

La precariedad del estado peruano es casi un consenso académico en el Perú. Su crisis tiene diversas aristas o puede verse desde diversas dimensiones. Basta revisar ciertos indicadores sobre su presencia en el territorio para corroborar que en nuestras extensas áreas altoandinas su única representación es una posta médica o escuela cuyos “funcionarios” aparecen y desaparecen de cuando en cuando. En las zonas urbanas el panorama no es diferente pues todos sabemos que los servicios públicos de salud o educación están saturados y funcionan en medio de la precariedad. Asimismo, si consideramos la capacidad estatal para hacer efectiva la ley, las cifras de inseguridad ciudadana nos muestran que hace rato las instituciones de sanción o administración de justica son altamente ineficientes.

Desde hace algunas décadas las ciencias sociales peruanas importaron un término de moda, las “zonas grises,” para retratar la casi inexistencia del estado en determinadas áreas territoriales del país. Este concepto, junto con otro, también importado, el de “las islas de eficiencia”, sirvieron para, desde finales de los noventa, convencernos de que la tecnocracia sería capaz de mejorar progresivamente la eficiencia del estado y garantizar su presencia en aquellas zonas grises donde ya sea por el narcotráfico, la delincuencia o la precariedad de sus recursos (materiales o humanos) se configuraban esas zonas “sin estado”. Sin embargo, eso no ocurrió, sino más bien —siguiendo el trabajo de Francisco Durand— durante las últimas dos décadas asistimos a la paulatina captura del estado por grupos de interés privado o empresariales.

Extendiendo un poco el argumento de Durand podría afirmarse que desde los noventa hemos experimentado un rediseño o transformación del estado en clave neoliberal (me refiero a que el leitmotiv fue principalmente afianzar nuestra dependencia del mercado internacional). El achicamiento o deterioro de su dimensión social (salud, educación, etc.) fue dándose de manera progresiva, mientras los líderes de opinión alababan la eficiencia estatal en aquellos sectores que consolidaban nuestra posición en la estructura económica internacional. Es decir, básicamente como destino turístico o proveedor de recursos naturales, principalmente minerales. Por ello, no nos debe extrañar que por esos años —e incluso hasta ahora— la narrativa oficial alababa la condición “técnica” de algunas instancias del estado (tales como, Comercio Exterior y Turismo, Energía y Minas, Produce, Transporte y Comunicaciones, entre otros), mientras criticaba a otras por carecer de ese profesionalismo apolítico.

Así, desde los noventa, producto de esa narrativa tecnocrática que iba proscribiendo la dimensión política de la gestión pública, emergía un “monstruo” con brazos eficientes para resolver los entrampamientos burocráticos y agilizar la exportación de recursos naturales, pero con pies raquíticos e ineficientes para asegurarles a la mayoría de peruanos acceso a salud o educación. Esta reforma silenciosa del estado en clave neoliberal sin duda fue exitosa pues por varios años no solo aceptamos que el “chorreo económico” alguna vez sería masivo, sino que también abrazamos acríticamente las imágenes y narrativas de la “marca Perú,” alucinando que estábamos ad-portas de ser un país OCDE. No obstante, como ocurrió en otros países de América Latina, esa narrativa ficticia de éxito chocó brutalmente con la realidad. El “chorreo” nunca se extendió más allá de los segmentos sociales vinculados a las industrias extractivas o el turismo, y, principalmente debido a la pandemia, nos dimos cuenta de que en realidad nunca estuvimos cerca de ser un país OCDE.

Pero, aparte de la desilusión, esa narrativa de éxito nos dejó algo todavía más pernicioso: una vinculación meramente instrumental entre los ciudadanos y el estado. Quizá lo que mejor sintetiza está lógica neoliberal a nivel social sea el discurso del “emprendedurismo”. En efecto, la ficción del “yo me hago solo”, implicaría que los otros —y, por extensión, el estado— existirían en la medida que son medios para alcanzar un bienestar puramente material. Es decir, el vínculo afectivo entre los ciudadanos y el estado, y, entre los mismos ciudadanos, se estaría disolviendo, erosionando así los pilares fundacionales de nuestra comunidad imaginada: la nación. No es necesario ser un experto para advertir que el sentido de pertenencia a una nación no solo es material, sino también —y quizá principalmente— afectiva, y, en ambos casos, como ocurrió con la consolidación de los estado-nación europeos, estos son procesos principalmente dirigidos desde el estado.

Entonces, preguntémonos ¿podría un estado precarizado y cooptado por intereses privados fungir ese rol esencial de afianzar el sentimiento nacional? O, mejor aún, mirando el pasado, preguntémonos si acaso en algún periodo de nuestra historia la “clase dirigente” orientó todos sus esfuerzos hacia la afirmación de la nación peruana. En el plano de la pertenencia simbólica, para algunos el hecho de que aproximadamente el 60% de peruanos se autoidentifiquen como “mestizos” sería la mejor prueba de que el proyecto estado-nacional imaginado por las élites posindependencia habría sido exitoso. Sin embargo, como ya lo han demostrado David Sulmont y Gonzalo Portocarrero, la identidad mestiza no es solo volátil (pues cuando se incluyen otras opciones esta pierde adhesiones), sino también una “máscara” para evitar la discriminación derivada de nuestro racismo estructural.

Quizá valga la pena recordar a Portocarrero cuando precisamente discutiendo el sentido de la peruanidad contemporánea concluyó que la narrativa de una nación mestiza fue funcional a una readaptación del orden racial colonial a los tiempos modernos. En realidad, nuestro orden político (pero también el económico) fue configurándose en base al desprecio por lo andino y el ideal del blanqueamiento. Ello explicaría por qué desde el poder político nuestros “representantes” nunca hicieron gran cosa para exterminar el orden racial colonial que aún permeaba nuestras instituciones e interacciones sociales. En la práctica, los “criollos” siguieron manteniendo el poder y los “indios” si deseaban compartir los beneficios de la “modernidad” debían integrarse de manera subordinada, además de alienarse culturalmente. Los ecos de esta peruanidad que ensalza lo mestizo pero que promueve la aniquilación de lo andino están presentes en algunos de nuestros políticos o líderes de opinión que alucinan con eso de “firme y feliz por la unión” o sueñan con que alguna vez fuimos de verdad una república o un estado-nación. Solo basta recordar que algunos de ellos niegan la existencia de la nación Aymara, mientras que otros suponen que la indigeneidad se pierde por ir a la universidad o usar un celular. En ambos casos lo que hacen es afirmar —como diría Cecilia Méndez— la ficción criolla de un país con un pasado “inca” pero con un presente “sin indígenas,” y, por lo tanto, occidental o cercano al ideal “europeo”

Ese sería el nudo no resuelto de la posibilidad de una nación peruana. En realidad, la peruanidad oficial mestiza es un proyecto incompleto y, por lo tanto, habría fracasado (casi un tercio de los peruanos reivindican o se definen también como quechuas, aimaras, ashánincas, entre otros). Creo que el sentido de la peruanidad todavía es un campo simbólico de disputa entre aquellos que quisieran mantener la falacia de una nación mestiza, esencialmente occidental, y aquellos que promueven una peruanidad donde las naciones andinas y amazónicas por fin sean integradas. Aníbal Quijano solo veía dos posibilidades frente a las demandas políticas que planteaba el sorprendente dinamismo y resiliencia de la nación Aymara —y en menor medida de la Quechua—: una reconfiguración profunda del orden político (y, obviamente, del estado) que haga posible la emergencia de una institucionalidad que refleje nuestra plurinacionalidad; pero, como esto último significaría en la práctica la aniquilación definitiva del proyecto estado-nacional imaginado por las elites criollas, él también nos advertía que la otra respuesta podría ser la imposición terca y violenta, a sangre y fuego, de ese proyecto fallido. Aunque anhelo que lo primero suceda, la consolidación del actual régimen autoritario pareciera indicarnos que las “élites peruanas”—si acaso existe algo como eso— podrían llevarnos al segundo escenario, claro está, cantando el Himno y gritando “viva el Perú,” mientras más peruanos mueren.

 

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